Vivió la mayor parte de su vida en manicomios, hostales de mala muerte y bares, bebiendo hasta la inconsciencia y escribiendo poemas profundamente humanos en servilletas, etiquetas de cerveza y cajetillas de cigarro.
Considerado como una de las mejores voces poéticas del Perú, Martín Adán escribió en el colegio, apenas a los 17 años, “La casa de cartón”: una hermosa y febril poesía juvenil en prosa que tuvo un elogioso prólogo de Luis Alberto Sánchez y un emotivo colofón de José Carlos Mariátegui. Sin embargo, y al igual que César Vallejo en París- ¡curiosa coincidencia poética!-, murió en el olvido sobre una cama del asilo Canevaro.
El 27 de octubre Martín Adán o Ramón Rafael de la Fuente Benavides, como se llamó en realidad, cumpliría 106 años. Se conoce sobre su bohemia, pero poco se sabe de su compleja poesía, de su tristeza, de su vocación de ser humano y no de poeta. ¿Por qué se guareció en la soledad? Aquí, una crónica sobre sus últimos años de vida.
La buena agonía
En 1984 Martín Adán estaba con sus lentes de montura gruesa en las manos, un pijama gastado y un humor criollo que expandía risotadas en ese amplio cuarto del Hospital Mogrovejo en Lima con varias camas separadas por inmensas cortinas blancas. Roberto Ochoa, que trabajaba como reportero de Política en Caretas, visitaba a su nana en la cama del costado como pretexto para entrevistarlo. “Martín Adán era un gran conversador pero detestaba las entrevistas”, recuerda muchos años después. Junto a él, Víctor Chacón, fotógrafo de la misma revista, aguardaba con su cámara escondida en un maletín para fiambres. Ambos llegaron disfrazados de médicos, con guayaberas y zapatos blancos comprados en el Centro. Roberto vio por un resquicio de la cortina al poeta y se le acercó mientras Víctor, apostado en la esquina, disparaba con su cámara. Era una emboscada periodística.
- ¿Cómo está don Martín?, soy el doctor Roberto Ochoa.
- Ah, cómo está doctor, dijo en tono enojado, aquí la atención es una mierda, los médicos no saben nada.
- Yo sé un poema suyo. Poesía se está de fuera: / poesía es una quimera / que oye ya a la vez y al dios / poesía no dice nada: / poesía se está callada / escuchando a su propia voz.
- Ah, carajo, es el único médico que sabe algo de poesía, respondió con su voz aguardientosa.
- Tengo el primer ejemplar de “La casa de cartón”, ¿usted cree que me lo pueda firmar?
- ¡Cómo no!: “Para el doctor Roberto Ochoa”.
“Decía pestes del hospital y de todo el personal, pero lo que más me sorprendió fue que hablara mal de su gran amigo Mejía Baca”, compañero fiel en sus últimas décadas y enorme recopilador de todas sus obras dispersas en servilletas, cajetillas de cigarros y reversos de las etiquetas de cervezas: “Ah, ese desgraciado me ha robado todo”, decía exaltado. “Estaba en la onda de criticarlo todo. Luego me enteraría que eso era parte de su locura”.
El mal genio no era novedad en el poeta. En una cortísima entrevista que le hace Carlos Debernardi en 1984, también habla mal de amigos muy suyos como José Carlos Mariátegui, a quien define como “¡dos huevos sobre una silla de ruedas!”. Pero la doble personalidad en Martín Adán fue característica recurrente, a veces podía ser un tronco vestido de negro que bebía en los bares sumido en el más intimidante silencio, y otras, como evoca Roberto Ochoa, “el poeta maldito con mucho sentido del humor que se mataba de la risa con las cosas que le contaban”.
Alertada por las carcajadas, se apareció la enfermera: ¿Y usted? ¿No visitaba a la señora del costado?, le dijo a Roberto Ochoa mirándolo fijamente. Déjalo al doctor, estamos conversando, reprochó Martín Adán un poco exaltado. ¿Usted es doctor?, preguntó la enfermera. Sí, pero no trabajo aquí, respondió. Puede venir conmigo un rato por favor… Lo volvió a mirar fijamente: váyase de aquí si no quiere que arme un escándalo. Y también que se vaya el que está tomando fotos.
En abril del 1984 abandonó el Mogrovejo para ir al Hospital Loayza en el centro de Lima, aquejado por problemas renales. “Recuerdo que por esos días salió una foto de él huyendo del hospital, visiblemente molesto, cubriéndose y evitando a los periodistas”, dice Roberto Ochoa. Hablaba poco con los reporteros, salvo por mediación de su amigo Mejía Baca. A través de él, Mario Campos, periodista cultural de La República, logró hacerle otra de las pocas y más íntima entrevista en el Hospital Loayza.
“¿Qué es la soledad para usted, Martín?/ Es mi medio habitual, mi medio habitual/ ¿Logró vencerla?/Vivo en ella desde hace muchos años/ ¿Y no se cansó de ella?/ No, no, no, ya a los 75 años no estoy para pensar en cambios profundos”.
El poeta de cartón
Después del Loayza entró al asilo Canevaro en el distrito del Rímac el 30 de abril del 1984. Ahí pasó sus últimos años de vida junto a un grupo de ancianos que no conoció por preferir el silencio. Muy pocos llegaron a él por decisión suya. Delia Sánchez, entonces practicante de periodismo y estudiante de literatura en Trujillo, tuvo que ocultarle sus intenciones periodísticas para acercársele y recoger su último testimonio que, como se lo prometió, lo publicaría apenas le cayera la muerte:
“Nadie comprende lo que es llevar a cuestas un excéntrico poeta bohemio que pretende exclusivamente paz y soledad y que a la vez tiene dentro de sí a un hombre deseoso de que los demás se percaten de que Rafael de la Fuente es un ser humano tan igual que otro y que gusta de la compañía”.
Don Rafael, mire a quién le he traído, le dijo su enfermera. Le miró sorprendido, no sabía quién era. Quiere conocerlo a usted, es una estudiante de literatura en Trujillo, al norte del Perú, muy admiradora de su obra. Ah ¡Trujillo!, dijo como si le llegaran los recuerdos desde esa tierra, qué gusto, pase. Delia recuerda que esa primera vez conversaron poco y le pidió permiso para volver a visitarlo. Charló con él seis o siete veces y cada vez de manera más prolongada. “Creo que no le desagradaba mi visita, sino hubiese pedido que no me dejaran entrar”.
- Don Rafael ¿y por qué usted no está afuera con los demás, celebrando?, preguntó Delia.
Era el día del adulto mayor.
- Mi cuerpo ni mi ánimo responden. No puedo salir. No me gusta la bulla, sentenció.
Poco a poco, casi sin notarlo, comenzaron a tener conversaciones más íntimas. El humano, y no el poeta, se estaba desnudando, mostrándose afectuoso, gentil. “Yo conocí a un hombre capaz de sonreír con facilidad. Capaz de interactuar y compartir momentos, como cuando le llevamos una torta para cantarle su cumpleaños. Lo disfrutó como un niño, en alegría plena, fue todo lo contrario a la imagen que se tenía de él en la prensa, que era un tipo tosco, hasta podía decirse desagradable. Comprobé que antes que poeta era un ser humano”.
El asilo se convirtió en su morada de añoranzas. Rafael tenía muy presente a su madre y a su tía, las recordaba con mucho cariño y tristeza. Pero su voz sonaba más triste cuando añoraba a César, su hermano menor. “Parece que habían tenido una muy buena comunicación. Él me transmitió mucho dolor en esos momentos”: “Tenía una mente prodigiosa. Sólo me acompañó nueve años y lo necesité toda una vida”.
- A Martín Adán pueden escudriñarlo cuanto quieran a través de sus obras ¡A Rafael de la Fuente no!… le hacen daño.
- ¿Quiénes le hacen daño?, preguntó Delia Sánchez.
- Mis experiencias con los periodistas no han sido muy agradables. Sus fantasías han sido más grandes que las mías y lastiman a seres que sufren y piensan.
Martín Adán o Rafael de la Fuente Benavides sufrió hasta el 29 de enero de 1985. Casi muriendo el día, exhaló en un cuarto frío del Hospital Loayza su aliento final, que era como su último verso de anacoreta, siempre en la soledad y acaso en una locura que inventó para alejarse de todo.
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