(articulo extraído de la mula.pe)



El poeta Daniel Arturo Corcuera Osores (Salaverry, Trujillo, 30 de septiembre de 1935) falleció la noche del domingo, a los 81 años de edad. Estaba desde hace unos días en cuidados intensivos, luchando por su vida. Su familia y amigos agradecen la preocupación mostrada por el vate peruano.
Corcuera fue uno de los más notables representantes de la Generación del 60 y en el 2006 fue galardonado con el premio Casa de las Américas. En la última Feria Internacional del Libro de Lima se le entregó el premio de Literatura 2017 en virtud a su creación de un "universo poético singular, donde lo lúdico nace de los recursos retóricos y fonéticos de la lengua española para iluminar la realidad".
Además, en 1963, Corcuera ganó el Premio Nacional de Poesía por "Noé delirante", su segunda obra publicada. Asimismo, por su gran afición por el fútbol, publicó "La Gran jugada o crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima" en 1979.

Mi nacimiento 

Nací por accidente en el puerto de Salaverry, en Trujillo. Allí acababa de poner su farmacia mi tío Daniel y mi abuela acababa de enviudar. Mis padres residían en Contumazá, un pueblo de la sierra cajamarquina, de donde son oriundos casi todos mis hermanos. Yo todavía “ otaba en la inmensidad del universo. Era átomo, mínima partícula de estrella perdida en el cosmos. / Aguardaba un claustro materno donde germinar en algún planeta. / Recuerdo el color naranja de la Tierra...”. Mi madre en estado grávido realizó el viaje anual de visita que hacía a mi abuela (todavía no era mi abuela), y las lluvias que se adelantaron aquel año le impidieron el regreso oportuno. Los médicos le hicieron ver lo riesgoso que resultaba regresar en meses de tormenta por angostos caminos, tasajeados de precipicios, que conducían a Contumazá. Yo empezaba a vestir, en el interior de la placenta, mi escafandra azul. “Me veía como en un acuario...”. Y mi silueta de renacuajo humano se per laba a medida que pasaban los días. Esperaba turno para que mi pequeñeja gura de alga, enredada de yuyos, apareciera con salvas en el planeta Tierra. Un varoncito también alegra a la familia. 
Eran tiempos del apogeo de los puertos. No existía la carretera Panamericana y la gente se trasladaba en barco al Callao para llegar a la dorada Lima. Salaverry era un puerto de casas de madera, lo más parecido a las poblaciones del oeste norteamericano. Incluso sus veredas. Había más de una vistosa glorieta en lugares públicos. No llegaba aún la electricidad, se utilizaba en las casas y en las calles lámparas y faroles de gas. Tampoco existía agua potable. Repartían el agua cargándola en mulas los aguateros con robustos porongos. Cuando llegó la primera planta eléctrica fue todo un acontecimiento, íbamos todos a mirar esa colosal máquina que estremecía, como un paquidermo de metal, las viviendas. Su traquetear se escuchaba en todo el puerto. Ocurrió también así cuando llegó el cine, al que acudían los espectadores cargando sus sillas y la película se proyectaba rollo por rollo. A Trujillo se viajaba en autovagón, las góndolas vendrían después. Desde las ventanillas, cuando niños, veíamos regresar agitados a los veloces árboles. Me los imaginaba volviendo de comprar pájaros y nidos en los mercados de la campiña de Moche, ese pintoresco pueblito norteño que frecuenté en mi niñez, desplazándome entre el mar y el campo. 
A este territorio de arenales y remolinos, de barcos que partían a países lejanos, de aves que retornaban en las in nitas, de muelles, cangrejos y lagartijas, me trajo mi madre. “Mi llanto, al aparecer renacuajo de diminuta forma humana, / fue mi primera expresión de protesta y de hacer silbar las sílabas”. Diría que el mar me reclamó y me tendió sus redes. Me despegué de las entrañas  de mi madre como pejesapo aferrado a las peñas. La atendió una vieja comadrona que hacía de ginecóloga. Alumbrarme casi le cuesta la vida a mi madre. No bien llegué a sus brazos, a los pocos días, comenzó a consumirse en ebre. Fue desahuciada por los médicos de Trujillo y tuvieron que llevarla de urgencia a la capital. La vieron muchos facultativos y fueron diversas las opiniones. Fue el doctor Tomás Escajadillo quien hizo el diagnóstico certero y dio las orientaciones correctas para el tratamiento de la ebre puerperal, infección difícil de combatir en aquellos tiempos en que no existía la penicilina. “Ha sido un milagro”, decía mi abuela (la mamatola), doña Zoila Osores Amoretti Salazar. Atribuía a sus oraciones el hecho de que se hubiera salvado. Su convalecencia fue larga y delicada, mientras yo pernoctaba en el regazo de mi abuela y succionaba el pecho de las madres que se ofrecían para amamantarme. Se trataba de macizas mujeres del puerto que me ofrendaban sus manantiales de leche.
¡Cómo voy a olvidar a la gente del pueblo que desde mi nacimiento me ofreció las esencias con las que se alimentaría más tarde mi poesía!
                                                                                                    Arturo Corcuera