Maestro Eckhart: la filosofía del desasimiento
Escribe: Carlos Javier Gonzalez Serrano
Carlos Javier González SerranoEscribía Kant en
sus Lecciones de ética que “cuanto más ocupados
estamos, tanto más vivos nos sentimos, cobrando mayor consciencia de nuestra
vida”. Por contra, es sumidos en la ociosidad como experimentamos “únicamente
que desperdiciamos la vida”, acusando a la vez “sobremanera la falta de
actividad”, pues, en definitiva, el tiempo sólo puede llenarse
de hecho con acciones. Sin embargo, podríamos preguntarnos por la
validez de esta condena de la ociosidad llevada a cabo por el filósofo de
Königsberg, una noción (en su sentido de estar desocupado, carente de
acción) que el pensador alemán interpreta como una auténtica degradación
de la vida (tanto anímica como física).
Y es que uno de los síntomas de nuestra sociedad
occidental actual, que conduce al grave diagnóstico de acedia (de tedio, de
desazón constante), es la hiperacción a la que nos
encontramos sometidos: somos víctimas de una sobre estimulación que no nos permite, en
ocasiones, poder distinguir el ahora del antes y el después, sumidos en una
cadena ininterrumpida de alteraciones en nuestro contexto que nos
transforma en un insultante mecanismo de reacción frente a lo dado.
Puras máquinas que, ante el estímulo, corren el riesgo de perder la distancia
(necesaria para la reflexión, para el tiempo propio del pensamiento) ante la
violencia de la representación, de cuanto ocurre. Cada vez menos existen un espacio y un tiempo propios para el
silencio, más allá del necesario sueño; todo es ruido, distorsión,
lo que trae consigo la necesidad de estar constantemente alerta, abocados al
desenfreno del momento presente, sin posibilidad de recluirnos en un tiempo que
los griegos llamaban kairós, un tiempo de y para
la plenitud. Como explica de manera espléndida Marek Bienczyk en su libro Melancolía, este cortocircuito (paréntesis, epojé, interrupción) que queda impedido en el
frenético movimiento de la vida occidental nos introduce en un “deseo de
huir” que nos incapacita para llevar una vida “que esté llena de algo”:
Nada
cambia y nada comienza -escribe Bienczyk-, no hay empresa que abordar. La
aversión acédica a la vida rechaza el propio hecho de existir, es decir, las
cosas que suceden, que hay que organizar, “arreglar”.
Unos capítulos más atrás, Bienczyk explica al hilo
de la genealogía melancólica que esta dinámica del mundo actual implica un
“rechazo del tiempo futuro”, que puede conducir al yo a una cerrazón que se
interne en “una reflexión ad infinitum,
en una continua repetición del hecho de reflejarse en
la que no se divisa ningún progreso, sino un principio repetido: el momento
anterior vuelve a comenzar”.
A juicio de Eckhart, si algo nos caracteriza es la
ausencia o carencia de infinitud, de ser, de completitud en definitiva. Por su parte, la divinidad estaría constituida
por la más pura indeterminación: por ello, frente a Dios (Ser absoluto),
quedamos hechos de una nihilidad que, lejos de hundirnos en
una inoperante y estéril nada, supone el aguijón para acercarnos, cada vez
más, a la Unidad originaria, al Uno, allí donde todas las diferencias dejan de
existir. Un conocimiento que empuja a Eckhart al deseo de aprehender lo inefable [unsprechelich].
Por ello,
Un
ánimo libre es aquel que no se perturba por nada ni está atado a nada, ni tiene
atado lo mejor de sí mismo a ningún modo, ni mira por lo suyo en cosa alguna.
[…] [E]n tu fuero íntimo no surge nunca ninguna discordia que no provenga de la
propia voluntad, no importa si se la nota o no. […] [Q]uien te perturba eres tú
mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente frente a
ellas. Por ende, comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De
cierto, si no huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás
estorbos y discordia, sea donde fuere.
Para Eckhart, convivimos con el enemigo a
cuestas, al que debemos prestar combate constante y vorazmente: un
yo (ese “fastidioso” o “penoso” yo [leidigen Selbst] al
que tanto aludirá y tan bien caracterizará siglos más tarde Schopenhauer) que
se traduce en una voluntad de querer ser todo en todo
momento y a pesar de todo y de todos. El anhelo de Eckhart es
conducir a sus lectores y oyentes a la esencia de lo Uno, a lo que se encuentra
más allá de cualquier multiplicidad y diferenciación mundana, y que constituye,
al fin, el origen de cuanto existe, al margen -aunque en contacto inefable- de
lo que llamamos realidad.
El ánimo libre, cuya caracterización ya hemos leído
más arriba (texto fundamental de su imprescindible Die Rede der Unterscheindunge) se caracteriza
porque es “capaz de hacer todas las cosas”, escribe el propio Eckhart. Una
antropología volitiva que se traduce, en última instancia, en un impulso por el desasimiento (por desprenderse
del aguijón constante de nuestra voluntad): “Quien renuncia a su voluntad y a
sí mismo, ha renunciado tan efectivamente a todas las cosas como si hubieran
sido de su libre propiedad y él las hubiera poseído con pleno poder”. Ahora
bien, y como ya apuntábamos antes, esta lucha nunca se agota,
pues “en esta vida nunca hombre alguno se ha desasido de sí mismo sin haber
descubierto que debe desasirse aún más”. Un combate que hará suyo -en el
turbulento siglo XX- la pensadora, de tan intensa y funesta existencia, Edith Stein, en su curso de 1929 sobre La estructura de la persona humana. En este texto,
exponía la pensadora alemana que:
Aunque
abandonado a sí mismo, el hombre no queda sin embargo totalmente a merced de
las fuerzas oscuras: la luz de la razón no se ha apagado en él por completo, y
conserva la libertad. De esta manera, todo hombre tiene la posibilidad de
luchar contra su naturaleza inferior, si bien siempre estará en peligro de ser
vencido, y nunca logrará por sus propias fuerzas la victoria total. Ello se
debe, por un lado, a que ha de pugnar con enemigos invisibles […]; por otro, a
que tiene al traidor detrás de sus propias líneas: la voluntad […]. Con todo,
durante esta vida el hombre permanece sometido a la necesidad de luchar. […] La
perspectiva del status termini, de la vida de la gloria, en la que contemplará
la verdad eterna y se unirá inseparablemente a ella por el amor, se le presenta
solamente como recompensa por haber luchado. Tender a este objetivo sin
desviarse de él; ésta debe ser la pauta para toda su vida.
En uno de los escritos más importantes de Eckhart,
de título elocuente (Del desasimiento [Von Abegescheidenheit]), nuestro protagonista asegura
que “el puro desasimiento supera a todas las cosas”, en virtud del cual ya no
se persigue cosa alguna: “no quiere estar ni por encima ni por debajo, quiere
subsistir por sí mismo sin consideración de nadie”, ya que quien desea ser
“esto o aquello, quiere ser algo: el desasimiento, en cambio, no
quiere ser nada”, y por ello, en el sujeto que lo ha alcanzado, las cosas
permanecen libres.
[E]l
verdadero desasimiento no consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle
tan inmóvil frente a todo cuanto le suceda, ya sean cosas agradables o penosas,
honores, oprobios y difamaciones, como es inmóvil una montaña de plomo ante el
soplo de un viento leve.
Una impronta, la del desasimiento, que alude a la
distinción entre el “hombre exterior” (propio de la sensualidad, atado a sus
cinco sentidos y a sus inconstantes y molestos influjos, también denominado por
Eckhart “hombre hostil”) y el “hombre interior” o
espiritual, que puede llegar al “descanso absoluto” en el “corazón desasido”,
pues jamás existirá algo parecido al consuelo corpóreo o terrestre sin que, a
la vez, se dé un perjuicio espiritual. El hombre exterior, así, debe quedar
sometido a las exigencias (que conducen a la voluntad hecha nada) del hombre
interior.
El sufrimiento sólo se da en el mundo de la
diferencia, en la pura representación: sufrimos
porque no nos hallamos incluidos en la unidad de la divinidad, de lo Uno, pues
somos “un punto entre el tiempo y la eternidad”, una condición limítrofe que, a
juicio de Eckhart, puede ayudarnos a alcanzar la consciencia de la futilidad de
todo lo existente. Quien en definitiva abraza el desasimiento (concepto de
capital importancia en alguien como Teresa de Ávila),
…
semejante hombre no busca la tranquilidad porque ninguna intranquilidad lo
puede perturbar. […] Esta actitud no la puede aprender el ser humano mediante
la huida, es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; al
contrario, él debe aprender a tener un desierto interior dondequiera y con
quienquiera que esté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario