Candidato recurrente al Nobel, el irlandés John Banville es un autor refinado,
hipnótico y paciente, salvo cuando se transforma en el vertiginoso Benjamin Black,
el seudónimo que usa para escribir policial negro. Dice que la novela debe obedecer
reglas populares. Entrevista exclusiva Ciudad X.
Por Javier Mattio
Pocas veces se da la posibilidad de entrevistar a dos escritores en uno: es el caso del eximio John Banville (Wexford, Irlanda, 1945), invitado a la Feria del Libro de Buenos Aires, quien hace un tiempo firma buena parte de sus libros como su alter ego Benjamin Black, el que le da vida a la saga noir protagonizada por el bonachón forense Quirke en la conservadora Irlanda de la década de 1950. ConÓrdenes sagradas, el último libro de Black publicado en la Argentina, donde Quirke se entromete en sombríos asuntos católicos –en inglés ya se consigue Even the dead, la siguiente y séptima entrega–, el desdoblamiento comienza a asumir dimensiones que superan el pasatiempo: en cualquier momento el doble policial superará en libros al refinado original. Pero nada amedrenta menos al laureado Banville, ganador del Booker y el Príncipe de Asturias, candidato recurrente al Nobel y responsable de una obra soberbia, tan brillantemente inteligente como oscuramente introspectiva, en donde la niebla pulp de Benjamin Black cobra visos metafísicos y fantasmales con referencias profundas a los sueños, el pasado y las alucinaciones: la sustancia que alimenta a Black es la misma que segrega Banville, pero hay un cuidadoso y aceitado colador entre medio.
Deudor de Henry James y Samuel Beckett, Banville es también un estilista formidable, hipnótico y musical, que trata en sus novelas cuestiones esenciales y ambivalentes como las del doble, la amoralidad y la memoria. Es el caso de Eclipse y El libro de las pruebas, de 2000 y 1989 respectivamente, reeditados por estos días.
Eclipse es la primera parte de la imprescindible trilogía dedicada a Alexander Cleave, un actor retirado que se asume el personaje icónico de Banville junto a su malograda hija Cass, a la que completanImposturas (2002) y la reciente Antigua luz (2012). El mar (2005, Premio Booker) es su novela más accesible y leída, mientras que Los infinitos (2009), dedicada a inquietas y explícitas deidades, es la preferida del escritor.
Pero el escritor, quien toma un espresso particularmente noir después de dos copas de vino blanco en plena sesión de entrevistas, canoso, de camisa y ojos pequeños y despiertos, asegura que ni Banville ni Black existen: es todo una invención, personajes inevitablemente ficcionales que nacen y se sumergen en la bruma. “Siempre hago la distinción de que Benjamin Black es un artesano y Banville trata de ser artista, aunque no sé lo que significa ser artista. Sí sé lo que significa ser un artesano. Banville trabaja en un nivel de profunda concentración, me hundo en mí mismo, pueden ser las 3 de la tarde y no sé quién soy, dónde estoy, me encuentro en un mundo en el que no existo. Pero después en cierto sentido Banville no existe, Black no existe. Cuando me paro en mi escritorio, quienquiera que haya estado escribiendo deja de existir. No sé qué hacía esa persona, es un misterio para mí”, dice el escritor con gesto pícaro.
En cierta forma, salvando las distancias, tanto Banville como Black comparten la estructura del thriller, por más que en uno adopte un tenor explícito y en el otro velado, abstracto. “Todas las novelas tienen que tener un aspecto de thriller, tienen que ser atrapantes –acuerda Banville–. Beckett, por ejemplo, que fue considerado uno de los novelistas más difíciles, más obtusos, fue un gran lector de policiales baratos franceses y todos sus libros tienen una vuelta de tuerca al final, todos terminan con una revelación. En Compañía, la voz narrativa habla sobre un montón de personas y al final dice ‘Y vos, solo como siempre’. Siempre hay una vuelta de tuerca. En Antigua luz se descubre algo al final que no se sabía al principio. La novela es una forma popular, debe obedecer reglas populares. Aun las mejores”.
Así y todo, ¿hay un prejuicio contra el escritor de best sellers? ¿Existe la alta y la baja literatura? Banville: “Hay un prejuicio, pero hay una hermosa nota marginal de Darwin que dice ‘nunca digas alto y bajo’. Una gran escritura puede suceder en cualquier nivel, lo único que cuenta de una novela es qué tan bien escrita está. James M. Cain escribió El cartero llama dos veces en un fin de semana largo y está bellamente escrito. Es un libro visceral, que te asusta. Si hubiera estado escribiéndolo durante tres años, no sería un mejor libro. Y es que el proceso no es accidental, depende del grado de concentración. Cuando soy Benjamin Black no puedo concentrarme como Banville, no me interesa eso, es una escritura rápida”.
Estilo criminal
La búsqueda de perfección formal que ensaya Banville en cada libro –un maniático detallismo que lo obliga a la escritura lenta, opuesta al maratonismo editorial de su gemelo Black– se equipara en El libro de las pruebas a la sensación de su personaje, el retorcido científico Frederick Montgomery, de no formar parte de la humanidad, extrañeza que lo lleva a perpetrar un sangriento homicidio existencial. Asimismo la prosa de Banville simula un idioma más consumado que el de los mortales, de un solipsismo y una ajenidad majestuosa que asimila la escritura al crimen. “Mi esposa dice que vivir con un escritor es como vivir con un asesino que acaba de cometer un crimen muy sangriento. Pero son cosas opuestas. Matar a otro ser humano es un acto terrible y escribir no tiene nada que ver con eso. Privar a una persona de vida es un crimen enorme y lo que el arte hace es darle vida a gente que nunca existió, es la acción opuesta, es traer criaturas a la existencia. Los grandes temas, la culpa y la irresponsabilidad, están muy presentes en ese libro. Es un área en la que no puedo dar respuestas claras, porque no puedo entenderla y no quiero entenderla. Como escritor tuve que quitarme las vendas, en ese libro me permití explorar áreas que de otro modo hubiera dejado en la oscuridad”, señala Banville.
–¿Piensa que memoria e imaginación son las bases de todo su trabajo?
–Sí, por supuesto. De eso está hecha la literatura, la imaginación es la que permite que el mundo sea real. No tenemos ningún sentido de una persona o un lugar hasta que le damos una existencia imaginaria. Y el pasado es donde vivimos, son los talones donde nos sentamos o nos paramos, nos estimula más mientras más lejos miremos. Es gracioso, cuando escribía en mis comienzos miraba directo a la infancia, ese era mi material, y ahora que tengo 70 años esa época ha quedado muy atrás, no puedo recordar demasiado. Entonces, invento cada vez más. En la década de 1960, 1970, cuando recién empecé a publicar, ya miraba al pasado, y estoy fascinado por pensar cómo hacía eso, tenía que dejar de lado el sentimentalismo, la noción de que todo pasado siempre fue mejor. Los buenos viejos tiempos solo tienen sentido en virtud de los feos tiempos presentes, se vuelve viejo todo aquello que está lo suficientemente lejos como para no provocarte más daño.
–Sus libros describen sueños y visiones frecuentes. ¿Sueña a menudo?
–Cuando no estoy escribiendo vivo en sueños. Cuando escribo no necesito vivir en sueños, entonces no suelo soñar de día. Algunas veces me levanto a la mañana y escribo el sueño reciente confiando en que encontrará un lugar en el libro, que tendrá una razón para estar allí. Y es que uno escribe 24 horas por día, mi mente está siempre escribiendo, aun cuando duerme, y es que en realidad no dormimos, simplemente pasamos a otro estado de conciencia. Y las cosas que hacemos cuando dormimos son fantásticas. Has tenido un día común, te vas a la cama y aparece este mundo fantástico donde conocés al hombre de tus sueños (le dice a la traductora), yo duermo con Marilyn Monroe, que termina siendo una gran intelectual y en vez de tener sexo mantenemos una larga conversación, y todo eso te parece perfectamente razonable, es un mundo alucinante, una segunda vida, es maravilloso.
–Aborda la materia oscura en “Antigua luz”, los fantasmas en “Eclipse”, los dioses en “Los infinitos”. ¿Cree en la existencia de realidades invisibles?
–¿Cuánto tiempo tenemos? (risas). Seré breve. Existimos en una franja muy angosta de realidad (traza una línea horizontal en el aire con el dedo). No podemos ver neutrinos, por ejemplo. Mientras estamos sentados aquí, los neutrinos nos bombardean y no los percibimos. Uno de ellos tal vez me dé un tumor cerebral mientras estamos hablando y no me enteraré. Hay todo un mundo, una vasta área de creación de la que no sabemos nada, vivimos en este mundo tan estrecho. Entonces ¿por qué no podrían existir entidades de las que no sabemos nada? La segunda cuestión es que el monoteísmo es el peor desastre, deberíamos volver al paganismo, cuando había un dios para cada cosa, tenías un dolor de cabeza y había un dios que lo causaba, soplaba el viento y era un dios que lo hacía. Ese fue el gran genio de la Grecia antigua, diseñar un sistema que podía aplicarse a cualquier cosa. Jesucristo nos dice “Ámame o te condenaré a tormentos sin fin. Y si no me amás lo 2 suficiente te mando al Purgatorio, donde aprenderás la lección”. ¿Qué clase de religión es esa? Ya lo decía Nietzsche: sólo hubo un cristiano y murió en la cruz. La invención del monoteísmo fue un desastre, deberíamos recuperar a los dioses, quizás los dioses son neutrinos, quizás están en un agujero negro del otro lado del universo.
–“Órdenes sagradas” es crítica con la Iglesia Católica y con el provincianismo irlandés. ¿Cómo fue su formación religiosa? ¿Y cómo ve a Irlanda en el presente?
–Fui criado en el catolicismo, me decían que si no iba a misa el domingo o si tenía pensamientos impuros iba a arder en el infierno por toda la eternidad. Cosas terribles para un niño de 7 años. En Irlanda vivíamos en una fantasía, idealizábamos a Europa del Este, aunque catolicismo y comunismo se reducían a lo mismo. Ellos tenían al comunismo rigiendo cada parte de sus vidas, nosotros a la Iglesia Católica. Estábamos cargados de culpa y horror. Y en 1992 supimos que una figura muy importante de la Iglesia, el obispo Casey, tenía un hijo con una mujer estadounidense, y que había tomado 70 mil libras de un fondo religioso para mantenerlos. Ahí nos deshicimos de la Iglesia. La diferencia entre entonces y ahora es que en los años del boom nos creíamos ricos aunque no teníamos dinero, comprábamos y vendíamos tierras a precios cada vez más altos. El típico personaje irlandés del boom era como la joven esposa de un hombre de negocios libre de impuestos, llevando a su hija de 14 años a su clase de rehabilitación de drogas en un auto a 80 kilómetros por hora fumando un cigarrillo, hablando por su celular y haciéndole fuck you a un ciclista al que pasa (risas). En 2008 todo colapsó. Nos volvimos locos. Y vulgares. Oscar Wilde decía de Estados Unidos que pasó del barbarismo a la decadencia sin un periodo de civilización en el medio. Eso nos sucedió a nosotros. Comenzamos a gastar y gastar, y fue una gran fiesta. Mucha diversión. Ahora tenemos que afrontar una resaca que va a durar años. Me sorprende que en Irlanda dicen “pagamos nuestros impuestos, es otro el culpable, nosotros no lo hicimos”. Tal vez crecí un poco, y eso ayuda, porque, Dios mío, la perspectiva de los irlandeses es tan infantil.
–¿Cómo es cuando no escribe?
–No existe esa persona. Soy un ciudadano, voto, soy tan estúpido como el resto. Es lo que me gusta de Quirke, que es un idiota, lo opuesto a Sherlock Holmes. No puede ver lo que tiene al frente, pierde pistas, no resuelve los casos, nadie es castigado. Lo adoro por eso.
Perfil: John Banville es uno de los escritores más destacados en lengua inglesa, y está considerado el máximo estilista en su idioma. Ganó el Booker en 2005 por la novela El mar, y el Príncipe de Asturias en 2014, entre otros premios. En sus novelas trata temas como el doble, la memoria y la introspección. También ha publicado una serie de libros policiales con el seudónimo de Benjamin Black, con el que ya suma nueve títulos. En uno de ellos, La rubia de ojos negros, revivió al legendario detective Philip Marlowe de Raymond Chandler.
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