Ningún legado es tan rico como la honestidad...
William Shakespeare
FÁTIMA
Luego se le vinieron muchos nombres a la
cabeza: amigos entrañables, amigas queridas, enamoradas, amantes. Y aunque
parezca increíble, todos seguían viviendo a pocos minutos de donde él habitaba.
Vivían en la era de la productividad: estudiaban, se cualificaban, trabajaban
duro —otros, no tanto—, pero todos, de algún modo, se las ingeniaban para
permanecer ocupados, y, por supuesto, en perpetua exhibición o extinción. Como si la vida misma fuera un anfiteatro
donde, por si acaso, uno debía sonreír; y si era con ironía, mejor.
Eso era lo que quedaba cuando él echaba de
menos a alguien: las sonrisas falsas o irónicas, las miradas de aprecio, los
gestos de una cercanía que ya no existía. No importaba cuánto los recordara:
jamás ocurría el reencuentro, jamás los veía, y eso era un mensaje, una fuerza
silenciosa, sutil pero latente como un corazón a punto de apagarse. Era como si
el universo le dijera: tu historia con esa persona ha caducado. Que alguien
viviera o trabajara tan cerca y jamás se cruzaran los caminos tenía algo de
místico, de ilusión que a veces retornaba con la esperanza de un encuentro
casual, de esos que solo ocurren en las películas —o una o dos veces en la
vida.
No podía negar que a él también le había
ocurrido: un encuentro así, breve, nostálgico, interesante y, sin embargo, tan
pasajero como la propia vida.
Pero la vida avanzaba, y él iba dejando cada vez a más personas atrás.
Y, sin embargo, seguía recordándolas. Era un dilema existencial: desear ver a
alguien a quien no se atrevía a buscar, pero que seguía habitando en su
memoria. Lo mismo sucedía con las mujeres que había amado: ¿qué no daría por un
encuentro que empezara con un abrazo y terminara con un café?
Esa sensación alcanzaba un punto límite
cuando deseaba tanto algo que bastaba una simple conversación —un intercambio
sincero, un espacio donde las palabras pudieran descansar y no desarmar a
nadie. Pero a veces esa persona ya no existía en su vida. Y quién existía o no,
solo él lo sabía; mientras los demás especulaban, nadie conocía la verdad
íntima de él.
Con el paso del tiempo —y su fuerza
aplastante—, también se desvanecía ese deseo, ese apego casi instintivo de
conversar con alguien querido. Cada uno de esos rostros terminaba
disolviéndose, como figuras esculpidas sobre la arena húmeda que el mar, tarde
o temprano, reclama. En esas danzas marinas, tan tiernas y a la vez
implacables, todo se disolvía. Eso era el tiempo: una corriente que lo
arrastraba como a una pluma sobre la marea.
Y mientras esas imágenes se desvanecían,
en él sobrevivía una sola. No necesariamente porque hubiera sido la mejor, ni
la peor, ni la más amada. Quizás fue distinta. A veces el amor no se medía por
intensidad ni duración, ni un amor era más que otro, sino por su naturaleza
única, por esa entrega que lo separaba del resto de sus experiencias.
Fue un amor en el que, más allá de los
cuerpos, más allá de sentir las heridas de ella, pasando esas profundidades, era sentir el alma de ella frente a sí. Nunca
se lo dijo, porque decirlo hubiera sonado impostado, y tampoco él no lo tenía
claro.
Además lo habría dejado como un palabreador. Hablar de almas en el medio de los cuerpos o los sentimientos era un terreno muy denso, y sobre todo, poco creíble. Así que el atajo a esta experiencia era callar, optar por el silencio era lo más sano para ambas partes, un silencio que él tuvo que decidir.
Pero su voz interior, o su “sombra younguiana” lo perseguía con la idea de una última conversación, la que jamás
ocurriría. No porque no quisiera buscarla, sino porque sabía que las
casualidades verdaderas no se repetían. Entonces el sentimiento lo cubría,
calladamente.
Algunos lo superan; otros, en cambio, guardaban ese secreto como una herida dormida que los convertía, poco a poco, en seres incompletos, en almas que no lograron resolver algo.
Porque el amor que no se dice no muere: se
queda, como una sombra que acompaña en todos los espejos.
Y él pensaba, a veces, que si alguna vez volvieran a cruzarse, no hablarían:
bastaría el temblor en su mirada para que ella sonriera, y él permaneciera en
silencio por fuera, mientras todo en su interior quisiera entregarse a ella.
Pero su pensamiento era como el silencio,
ese mismo que lo había acompañado desde la cuna. Recordaba cuando su madre le
decía al esposo: “haz silencio, el bebé debe dormir…”. Desde entonces,
pensamiento y silencio comenzaron a entrelazarse, a volverse una misma sustancia,
algo abstracto que lo envolvía.
Con el tiempo, esa fusión tomó fuerza, especialmente cuando empezó a sentir la
absoluta entrega: una entrega que va más allá del amor, o que quizás sea su
forma más alta y depurada, esa que no ocurre muchas veces en la vida y la que a
veces te puede destruir.
El silencio se había convertido en su morada. No lo temía; lo aceptaba como quien se reconcilia con una antigua sombra. Ya no necesitaba imaginar reencuentros ni diálogos imposibles. Comprendió que toda conversación verdadera ocurre en otro plano, en esa región invisible donde el pensamiento se funde con el alma. Y las almas se imponen y los pensamientos quedan fuera.
Cada tarde, al regresar del trabajo, se sentaba en
la azotea como un ave que buscaba su verdadero hogar en otros cielos, pero no
era exactamente el cielo lo que observaba…
Era como si tratar de mirar lo más alto buscara, encontrar su verdadero origen, un lugar muy lejos de todo o de todos… pero terminaba observando cómo el sol se disolvía sobre los edificios y sentía que algo de él también se deshacía en esa luz. A veces creía percibir su presencia —la de ella— en los reflejos del vidrio, en el movimiento del viento, en el sonido que el silencio deja cuando se expande. No era locura ni nostalgia, era simplemente la conciencia de haber amado.
El amor, pensaba, no era una historia ni una
promesa, sino una energía que permanece suspendida, que no se apaga aunque
cambie de forma. Su silencio no era vacío, era una continuidad: la prueba de
que la entrega, cuando es absoluta, no necesita palabra alguna para sobrevivir.
Con el tiempo, dejó de buscar explicaciones. El
recuerdo de ella ya no dolía; era como una oración sin lenguaje, como un fuego
que no quema, pero que aún ilumina. Entonces entendió que el amor, cuando
trasciende, se parece al silencio: no pide nada, no exige respuesta, simplemente
existe.
Y así, mientras caía la
noche, pensó que quizás toda la vida no era más que un largo aprendizaje para
aprender a callar sin miedo, para dejar que el alma diga lo que la voz nunca
pudo pronunciar.
A veces caminaba sin rumbo por las calles que solían
compartir. Miraflores seguía igual: el ruido de los colectivos, las vitrinas con
maniquíes inmóviles, el olor a café recién molido en alguna esquina. Pero todo
había cambiado. Cada rostro, cada sombra, le recordaba la imposibilidad del
retorno.
Una noche, mientras cruzaba la avenida, creyó verla
al otro lado. La figura era parecida: el cabello, el abrigo, incluso el modo de
sostener la cartera. Su corazón dio un salto —un reflejo antiguo, animal,
imposible de dominar. Pero cuando la mujer volteó, no era ella. Y sin embargo,
en ese instante sintió que no importaba.
El mundo estaba
hecho de semejanzas y distancias. Comprendió que lo que uno ama no regresa,
porque el amor, una vez vivido, se queda atrapado en el tiempo donde fue real.
No hay reencuentros verdaderos, solo ecos. Pero de pronto esas mismas
semejanzas en donde las distancias era lo más marcado en el fondo se
encontraban interconectadas como si algo jamás nos alejara del otro…
Siguió caminando hasta llegar al malecón. El viento
le trajo olor a sal y a despedida. Se sentó en una banca y pensó que, de algún
modo, ella también debía estar en algún lugar, respirando la misma noche, sin
saber que en ese mismo momento alguien la recordaba con gratitud.
No sintió tristeza. Solo una calma extraña, como si
hubiera cerrado un ciclo sin decir palabra. A veces, pensó, el amor más honesto
es aquel que se disuelve sin ruido, como la espuma del mar al tocar la arena:
fugaz, y sobre todo lleno de paz.
Y mientras el cielo se
llenaba de luces llenas de historias, pero lejanas, entendió que el silencio no era ausencia ni algo abstracto; era un modo
que tiene el universo de decirte gracias.
El silencio, que antes le pesaba como una lápida,
empezó a transformarse en un espacio fértil. Descubrió que la ausencia no
siempre significa pérdida, sino maduración. Aquello que no se dijo, lo que se
calló por temor o respeto, había seguido creciendo dentro de él, hasta volverse
comprensión.
Una mañana despertó con una sensación distinta. No pensó en ella como antes, con dolor o deseo, sino con una ternura serena, llena de paz…
Comprendió que amarla había sido una manera de conocerse, de mirar su propio abismo y reconocer que también en él habitaba una forma de belleza. Ese día decidió escribir. No una carta ni una confesión, sino una página en blanco donde su pensamiento pudiera respirar. Las palabras fluían como si siempre hubieran estado ahí, esperándolo. No eran para ella, sino para el mundo, para esa parte de sí mismo que aún necesitaba ser escuchada. O para esas almas que sienten lo mismo pero que no tienen las palabras.
El amor que había callado se volvió voz, pero una voz silenciosa, limpia de nostalgia. Comprendió que el alma no se une para poseer, sino para iluminarse mutuamente, aunque sea por un instante que a veces eso se sienta como una eternidad…
Enrico Diaz Bernuy.