Artículo extraído del New york Times
La pasión según Clarice Lispector
La gran escritora brasileña, uno de los clásicos de la literatura del siglo XX, siempre es actualidad, porque no deja de estar de moda. Pero la publicación en castellano de la monumental biografía que le ha dedicado Benjamin Moser, Por qué este mundo (Siruela), nos brinda una nueva oportunidad de releer su obra a la luz de su vida (o viceversa). Por ejemplo: desde 1966, el año del incendio, hasta 1977, el de su muerte.
Durante tres días de septiembre de 1966 los médicos estuvieron a punto de amputarle la mano derecha. La mano con la que escribía. Los dedos y las palmas y los tendones y la muñeca habían sufrido quemaduras de tercer grado, como las piernas y otras partes de su cuerpo. Las dos adicciones de Clarice Lispector se habían finalmente cruzado a sus cuarenta y seis años: las pastillas para dormir le habían hecho efecto cuando todavía no se había consumido su último cigarrillo. El humo la despertó a las tres y media de la mañana en su apartamento de Río de Janeiro y su primer impulso fue intentar salvar sus textos. Con las manos. A partir de entonces solamente podría escribir a máquina.
Leyendo la completa biografía que ha publicado Benjamin Moser, Por qué este mundo, uno se imagina esas escenas con precisión plástica. Desde que a los tres meses saliera del hospital, tras los injertos de piel y la fisioterapia, su mano “parecería una garra ennegrecida”. Su amiga y secretaria Olga Borelli describió así su proceso de escritura a partir de entonces: “Al trabajar, ágil y delicada, parecía procurar suplir las deficiencias de la otra, dura, con movimientos descontrolados, los dedos quemados, retorcidos, con profundas cicatrices”.
La escritura a mano remite al cardiograma o al sismógrafo. La escritura a página tiene banda sonora de telegrama o de trabajo minero. Yo escribo este artículo en una gran pantalla blanca y las letras brotan negras como en un pentagrama. Pero el misterio es esencialmente el mismo y Lispector lo esbozó en varios de sus ensayos y entrevistas, como los recogidos en el volumen Para no olvidar. Allí leemos, por ejemplo: “Pero ya que hay que escribir, que al menos no aplastemos con las palabras las entrelíneas”.
La escritura es la tensión entre lo dicho y la elipsis. Entre lo que aparece y lo que es silencio. “Tanto en pintura como en música y literatura, muchas veces lo que llaman abstracto me parece solo lo figurativo de una realidad más delicada y difícil, menos visible al ojo desnudo”, dice en otro texto. De modo que la palabra y el silencio, el lenguaje y su reverso, ese espacio que rodea cada palabra —tanto en el papel como en la pantalla— la completa o la refuta, pero siempre la enriquece.
El diálogo entre figuración y abstracción sube y baja entre sus textos de ficción y de no ficción. Entre sus cuentos y novelas, y sus crónicas y sus cartas. Una de las reunidas en Queridas mías, fechada en Berna el 25 de marzo de 1949, comienza con unas líneas que resumen a la perfección ese vaivén entre la línea y la entrelínea, entre la figura y la idea: “Os escribo bajo el secador de la peluquería, preparándome para ir por la noche a Roma a hacerme algo de ropa, aprovechando los conocimientos de Eliane. No sé expresar lo que sentí cuando supe que volvíamos al Brasil. La gran alegría es inexpresiva. Mi reacción inmediata fue el corazón a cien y los pies y las manos fríos. Y dos segundos después me vino la regla…”. La gran alegría es inexpresiva. Y es sangre.
No le gustaban las entrevistas y la ficción —en su caso— es muchísimo más importante e incisiva y elocuente que la no ficción. De la lectura de sus novelas y cuentos se podría concluir que es una autora hermética, cercana a la mística; pero creo que más bien es una artista absolutamente contemporánea, que resolvió en su obra uno de los grandes problemas literarios de nuestra época: cómo escribir con ambición abstracta paisajes mentales con palabras figurativas.
Su mística es muy corporal, totalmente vital y sanguínea. Aunque sus campos metafóricos estén muy codificados, son abiertos. Están llenos, por ejemplo, de huevos y capullos; de mariposas y de metamorfosis; de telas y tejidos y tramas. Pero ese lenguaje metafórico y misteriosos no fue la única vía que Lispector exploró para que llegásemos a su obra. Que odiara las entrevistas y escribiera algunas de las novelas más cercanas a la poesía (y por tanto a la filosofía) del siglo XX no significa que no buscara otros modos de crear puentes de comunicación con sus lectores.
Tal vez porque el incendió le respetó la cara, 1967 fue un año luminoso y no depresivo. Debutó con éxito en la literatura infantil y en la crónica. Durante los seis años siguientes fue una de las pocas escritoras brasileñas que disponían de su propio espacio en la prensa, lo que le permitió disfrutar de un diálogo con sus lectores cotidianos. Sus columnas eran queridamente redactadas en tono menor, casi conversacional, y eso le regaló una comunidad de interlocutores que también sufrían como padres, tenían amigos, viajaban o se abismaban a menudo en los recuerdos de su infancia.
Moser nos recuerda que Lispector era feliz con las cartas que recibía gracias a sus crónicas, muchas más que las que le enviaban los lectores de sus libros. Una niña le agradeció que le hubiera enseñado a amar. Y ella le respondió: “Gracias también en nombre de la adolescente que fui y que quería ser útil a la gente, a Brasil, a la humanidad, y que ni siquiera sentía vergüenza de utilizar esas palabras tan imponentes para sí misma”.
Esas crónicas personales y líricas recuerdan a las de Virginia Woolf de la época de entreguerras y se adelantaron dos décadas a las de António Lobo Antunes. Junto con las cartas, constituyen el subtexto, el río autobiográfico que nutre las raíces de sus grandes novelas, sin embargo, tan pequeñas. La ciudad sitiada no llega a las doscientas páginas. Y su obra maestra, La pasión según G. H., tiene 154 en la edición de Siruela.
En eso llevó a lo esencial el testigo de Woolf para adelantarse a grandes escritores del cambio del siglo XX al XXI: la nouvelle —por su intensidad, rapidez, exactitud y aparente levedad— iba a ser un género central del inmediato futuro. Un futuro inmediato que también iba a poner en el foco el trabajo artístico con los materiales más precarios: “Para escribir me despojo antes de las palabras. Prefiero las palabras pobres que sobran”, leemos en Un soplo de vida, su testamento literario; es decir, poético; es decir, filosófico. Y añade: “Esos fragmentos de libro quieren decir que yo trabajo entre ruinas”.
A veces la vida de un escritor es inquietantemente coherente con su obra. Tras más de medio siglo de una escritura llena de óvulos, semillas y huevos, a Lispector le diagnosticaron en 1977 un cáncer terminal de ovarios. Pasó sus últimos días en el hospital, en compañía de Olga Borelli. Tras sufrir una hemorragia terrible, nos cuenta Moser, quedó muy pálida, pero aún tuvo fuerzas para, desesperada, levantarse de la cama e intentar salir de la habitación, pero se lo impidió una enfermera: “Clarice miró con rabia a la enfermera y, trastornada, le dijo: ‘¡Usted mató a mi personaje!'”.
Esa dislocación es el gesto fundamental de la poética de Lispector. Del yo a la máscara; de la persona al objeto; de la palabra al símbolo (y entre ambos: el abismo). “Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien”, dijo en Un soplo de vida: “Probablemente mi propia vida”. Para llegar a uno mismo hay que pasar por el otro, para ser sujeto hay que ser primero objeto y arte: al menos así ocurre en la mejor literatura.
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