Muchísimos estudios sobre estos tiempos postmodernos sostienen que las sociedades que habitan este planeta están obsesionadas con el triunfo, (embalsamadas) y ello obedece a que dicho triunfo está supeditado al galardón, al renombre: por ejemplo, publicar en una editorial reconocida o ser comentado en los medios masivos como la televisión. Es decir, si aciertas en esos escenarios, se considera que estás triunfando, y eso se vuelve automáticamente elogiable.
Yo
considero, más bien, que aquello que se elogia no es necesariamente talento,
sino el capital para financiar buenos ISBN o las sólidas relaciones públicas
que facilitan premios (en la gran mayoría de los casos). Dicho esto, pareciera
que el mundo olvida que el verdadero triunfo consiste en sobrevivirse a uno
mismo, en subsistir en libertad y, sobre todo, en mantener la lucidez mental
para discernir quién está enfermo quién está sano en este mundo, y saber
vivir...
A veces los artistas son los más próximos a este avance filosófico de vida, porque los verdaderos artistas —según considero— no están babeando por algún galardón ni, mucho menos, dispuestos a sobornar editoriales para recibir portadas en los periódicos o en los medios. Los auténticos creadores ya son felices desde el instante en que logran un gran poema o una gran obra. Es una felicidad que no puede explicarse ni demostrarse: debe vivirse. Es un asunto de conciencia.
Las señales
de lo que hablo se observan en quienes buscan abrir sus propios caminos: montan
sus obras en las circunstancias que tienen, publican sus textos incluso de
forma artesanal. Y eso no les quita mérito; por el contrario, habla más
profundamente de la obra y del propio artista.
Dicho
esto, quiero señalar a un poeta peruano llamado Hugo Aullón Herrera,
quien recientemente acaba de publicar su quinto libro de poesía, titulado 100%
egoico. Tuve la oportunidad de entrevistarlo la semana pasada y, después de
revisar detenidamente el libro, quiero destacar un poema en particular que me
cautivó por su contundencia y por la potencia de su voz poética.
El poema despliega
un universo simbólico de notable densidad, casi barroco, donde la violencia
ritual, la espiritualidad fracturada y la confrontación con toda forma de
autoridad —moral, política o religiosa— se entrelazan para construir una
atmósfera de liturgia profana. La voz poética transita entre imágenes míticas
—Júpiter, gigantes divinos, Capullanas— y escenas grotescas o urbanas —Kasio
con el rostro hundido en una torta, referencias a la “ciudad de los reyes”, al
“monte”, al “yonque”— generando una tensión constante entre lo sagrado y lo degradado.
El poema opera, así, como un auto sacrílego en el que figuras humildes, sucias
o marginales son entronizadas dentro de un ritual invertido donde la traición,
la impureza y el desencanto configuran un territorio estético propio.
Uno de los mayores méritos del texto es su desbordante
fuerza visual. Imágenes como “las coplas de las Capullanas incrustadas en el
postre”, “la lengua de fuego dada a la libertad del hielo” o la declaración
“compulsión trinitaria la mía” poseen una intensidad sensorial que captura de
inmediato al lector. La imaginación funciona como motor poético: convoca,
perturba, incendia.
En esa línea, la voz que emerge es inconfundible. Se
percibe un estilo propio, una síntesis entre surrealismo, misticismo blasfemo y
crítica social que se desmarca de las corrientes más visibles de la poesía
latinoamericana contemporánea, dominadas a menudo por el sentimentalismo
realista o el tono conversacional. Aquí no hay complacencia: la voz apuesta por
la audacia temática, por explorar zonas incómodas como la sexualidad, la
traición, la espiritualidad deformada y la identidad cultural atravesada por lo
grotesco. Ese riesgo es, sin duda, una de las virtudes más sólidas del poema.
También destaca la musicalidad interna, sugerida no
por la rima sino por el ritmo secreto de las repeticiones y por la alternancia
entre versos largos, casi torrenciales, y otros breves que funcionan como
pulsaciones. El poema respira como una letanía, como una invocación que avanza
entre lo ceremonial y lo profano.
Sin embargo, la riqueza del texto trae consigo ciertos peligros. La acumulación de imágenes densísimas, sin un anclaje emocional más claro, puede producir momentos de dispersión. Algunas metáforas parecen surgir por yuxtaposición, como si la fuerza imaginativa del poeta fuese expandiéndose sin un hilo conductor que las ordene internamente; líneas como “dobladas como un arco con la cabeza entre las piernas comen degradadas de mi seguridad” poseen un impacto rotundo, pero su relación con el eje temático se vuelve menos nítida. La multiplicidad de registros —crítica cultural, mitología, espiritualidad rota, erotismo, humor grotesco, referencias peruanas y símbolos zodiacales— enriquece el poema, pero también exige un cuidado mayor para sostener un eje conceptual que permita que toda esa exuberancia simbólica avance hacia un centro perceptible.
Enrico Diaz Bernuy
