por Enrico Diaz Bernuy
El culto al lenguaje vulgar, la coprolalia y el coloquialismo extremo —aunque resulten bochornosamente deplorables, pero pintorescos… — se han convertido en el retrato más fiel de nuestros tiempos. Y quien no sigue a la manada, queda fuera…
Vivimos
en la era de los pantalones rotos, donde la decadencia se disfraza de estilo y
el desaliño se vende como libertad. El lujo de hoy consiste en parecer
descuidado, en exhibir la ruina como si fuera una forma de rebeldía estética.
En el fondo, no es más que un
síntoma de la era de Kali Yuga: el tiempo oscuro donde los valores se
invierten, donde lo inferior asciende y lo noble se burla de sí mismo. El
lenguaje, espejo del alma colectiva, ya no busca elevar ni comprender, sino
provocar y degradar. Así se rinde culto al ruido y se desprecia la palabra
pensada.
Buena
parte de la literatura contemporánea de Perú —especialmente la urbana y
marginal— el uso del lenguaje es central y se valora como
signo de autenticidad. Si la coprolalia (el uso de lenguaje
obsceno o crudo) aparece, no suele ser gratuita, sino una forma de representar
la violencia, el desencanto o la marginalidad social.
Junto
a ella predominan otras características técnicas del habla popular, como:
Jerga local o juvenil, que da realismo y marca
pertenencia a ciertos grupos sociales (por ejemplo, el habla de barriada,
carcelaria o callejera).
Lenguaje híbrido o
mestizo, que mezcla
registros cultos y vulgares, o español con quechuismos, anglicismos o modismos
urbanos.
Oralidad narrativa, donde la sintaxis imita el habla
cotidiana, con repeticiones, muletillas o ritmo conversacional.
Fragmentación del
discurso, reflejando
la confusión o el caos de la vida moderna.
Ironía y humor negro, como mecanismos de resistencia o
crítica social, (en teoría)
En
conjunto, estos recursos expresan una poética del desborde, donde la palabra ya
no busca la pureza formal, sino la verdad emocional. Nadie parece querer estudiar
el idioma tal como es. Ahora, la verdad se comporta como un ente, un ente
social que depende de quien la pronuncie, y que muchas veces solo es
comprendida por el autor o por sus allegados.
Sin
embargo, dentro de este nutrido ramillete de manifestaciones, algunas se han
elevado por encima del montón y han alcanzado cierto grado de popularidad,
probablemente gracias al respaldo de los medios o a otros intereses. Podemos
iniciar con...
Jaime Bayly – No se lo digas a nadie (1994)
y varias obras del autor apelan a un lenguaje urbano, provocador y sexualmente
explícito, donde la coprolalia refleja la hipocresía de la alta sociedad
limeña.
Bayly es sin duda el escritor mas sobrevalorado o
con mayores recursos para promover sus trabajos literarios.
Jeremías
Gamboa – Contarlo todo (2013)
sobrevalorado
Aunque más contenida, su prosa introduce el habla
de clase media limeña, con tensiones entre lo culto y lo popular.
Representa la búsqueda de identidad social y cultural desde el lenguaje mismo.
Fernando Ampuero
– Caramelo verde (1992) ----
Deplorable y sobrevalorado ----
Narración cargada de jerga y cinismo urbano,
donde el lenguaje funciona como espejo moral del protagonista.
Otro personaje similar al caso Bayly, muchos
recursos y contar con el establishment (lo establecido).
5. Gabriela Wiener – Nueve lunas (2009) y Sexografías
(2008) Deja mucho que desear… ----y
ultra sobrevalorada ----
En su caso, la coprolalia se asocia a la liberación del cuerpo y la intimidad, rompiendo los tabúes del lenguaje femenino. En otros…
En términos de excelencia literaria, la tendencia contemporánea a privilegiar el lenguaje coloquial, jerga o incluso la coprolalia como supuesta forma de autenticidad ha generado una crisis del estilo. Lo que en un principio fue un gesto de rebeldía —dar voz a los marginados, reflejar el habla real de las calles, romper con el elitismo lingüístico— se ha convertido, en muchos casos, en una moda que empobrece la prosa. La imitación excesiva de la oralidad sustituye la elaboración estética por una simple reproducción del ruido social.
La excelencia literaria, entendida como la
capacidad de elevar la experiencia común mediante el arte del lenguaje,
parece desvanecerse en obras que confunden lo espontáneo con lo descuidado. La
literatura que antes se proponía transformar la realidad por medio de la
palabra, ahora muchas veces solo la mimetiza sin trascenderla, cayendo
en un realismo plano, casi documental.
El abuso de jergas o coprolalia, cuando no responde
a una necesidad expresiva sino a un intento de parecer “auténtico”, desvía
la literatura hacia el efectismo. Se busca el impacto inmediato del
lenguaje agresivo, pero se pierde la hondura emocional, el ritmo interior y la
riqueza simbólica que caracterizan a los grandes estilistas. La palabra, en
lugar de construir un universo, solo refleja una superficie.
En el fondo, esta tendencia revela una pérdida
de fe en la palabra literaria. Mientras escritores como Arguedas o Ribeyro
lograban una síntesis entre lo popular y lo poético —entre el habla viva y la
forma artística—, hoy muchos autores parecen renunciar a esa tensión creadora.
No hay pulido, ni estructura, ni búsqueda de belleza, sino una suerte de complacencia
con la inmediatez del habla.
La excelencia literaria, sin embargo, no consiste
en alejarse del pueblo ni del habla cotidiana, sino en transmutarla en arte,
en encontrar en la aspereza de la calle una música interior, una prosa capaz de
conmover sin necesidad de gritar. Cuando el lenguaje se vuelve vulgar por
sistema, la literatura pierde su dimensión trascendente: deja de ser un acto de
revelación para convertirse en simple reproducción.
