El coctel
Hacer un picadillo de higos y verterlos en una
copa de vino tinto.
Eso fue lo primero que ella hizo cuando entró en la habitación, como si
preparara un ritual secreto. La luz tenue del atardecer se filtraba por la
ventana y encendía en su piel un resplandor cálido, casi acanelado.
Yo la observé
en silencio, hipnotizado por la forma en que sus dedos —delicados, lentos—
trituraban la pulpa morada, dejando que el jugo le manchara la yema de los
dedos en sus notas melosas de la fruta.
Ella no dijo nada. Sólo acercó la copa a sus labios y bebió un sorbo, dejando que el vino y los higos se mezclaran en su boca. Después caminó hacia mí.
Sentí su aroma antes
que su cuerpo: un perfume a fruta exótica, a su acidez que tanto extrañaba… a
noche que se abre.
Con la punta de los
dedos manchados, dibujó una línea tibia en mi clavícula.
—Prueba —susurró.
Sabía que no se
refería al vino.
Me acerqué y lamí
lentamente la gota que descendía por su dedo. El sabor era intenso, dulce, y
con misterios. Ella cerró los ojos como
si ese gesto —mínimo, íntimo— fuera una caricia directa a muchas cosas que habíamos
extrañado. La copa quedó olvidada sobre la mesa, pero entre ambos estaba
presente el sabor del higo y en el resto de la noche una eternidad. Como
contemplarla descansar, desde mi lado más puro, para volver a continuar…
Enrico Diaz Bernuy

