Escribir contra el signo
Mario Montalbetti
Quisiera comenzar con un par de ideas bastante generalizadas para poder construir sobre ellas otras que no lo están tanto.
La primera es la idea de que los géneros prevalecientes en una sociedad indican algo sobre la forma en la que dicha sociedad piensa sus relaciones con la realidad y consigo misma. Los griegos pre-socráticos, por ejemplo, favorecieron la tragedia, los chinos de la dinastía Tang las cuartetas (partidas o enteras), los occidentales modernos la novela.
Pero ya no somos occidentales modernos. De hecho, ya no somos ni occidentales ni modernos. Y si bien empleamos con cierta liberalidad términos como post-modernos o post-occidentales lo hacemos asumiendo que el post– indica más el fin de un periplo que el comienzo de otro. Nuestras incertidumbres son reales. Si acaso estamos embarcados en un nuevo viaje, de él no conocemos casi nada, apenas sus precarias naves (los iPods, iPads, iPhones…), una cartografía dudosa (los power-points…), sus inestables hojas de ruta (el relativismo cultural, lo pluri-multi-inter-cuasi disciplinario…) y a su poco elegante capitán (el capitalismo salvaje).
Pero tenemos algunas claves.
La nuestra es una época en la que los productos culturales tradicionales han cedido relevancia ante otros: la novela ha cedido ante el periodismo, la pintura ante la fotografía (y ésta, a su vez, ante la publicidad), el cine ante la televisión, la arquitectura ante el diseño —y si empujamos un poco más todo esto, la filosofía ha cedido ante la auto-ayuda y la crítica cultural ante el turismo—. Por ceder relevancia entiendo aquí dos cosas: perder importancia como forma de pensar nuestra relación con el mundo, pero también perder favor ante el sistema.
En verdad, lo que ha perdido relevancia es la idea misma de pensarnos —de examinar nuestras vidas, de mostrar una cierta curiosidad por nuestro entorno natural y cultural—. Lo que está siendo favorecido por el sistema no es pensarnos sino entretenernos —y las formas culturales de moda hoy en día siguen ese camino admirablemente—.
No quiero dar a entender que las formas tradicionales ya no existen; están ahí, pero o se han transformado en otra cosa o han sido empujadas hacia la periferia. Hay novelas pero éstas ya no piensan ni sirven para pensar, se han vuelto una forma de periodismo; es decir, se han convertido en algo menos meditativo y más bio-degradable, en algo que puede reemplazarse con frecuencia y que, crucialmente, tiene un alto valor de circulación. La clave de todo esto está en preguntarse cuántas novelas contemporáneas re-leemos. Replanteando la admirable tesis sentimental de Tite Curet Alonso que Héctor Lavoe se encargó de diseminar, tu amor ya no es un periódico de ayer sino una novela de Alfaguara.
Lo mismo ocurre con las demás expresiones culturales señaladas: hay cine pero preferimos las series televisivas (y cuanto más americanas mejor); hay arquitectura pero se reduce a formas superficiales de impacto visual, dejando de lado, por ejemplo, la noción de habitación; hay pintura pero la inmediatez comunicativa de la imagen fotográfica parece acomodarnos mejor; hay filosofía pero preferimos la gratificación inmediata de los seis consejos para volvernos budistas en 24 horas.
Como casi siempre, hay excepciones pero repito, éstas son marginales.
Ahora bien, lo curioso de todo esto es que la novela sigue cargando consigo una serie de bienes adquiridos en la modernidad que hoy en día resultan difíciles de justificar. Me refiero a que —y ésta es la segunda idea generalizada que quería plantear— la novela sigue siendo considerada como un objeto serio. La novela como género trae consigo una cierta seriedad. Y esta seriedad es tomada, al mismo tiempo, como la ineludible señal de que ante una novela estamos ante un objeto ético.
La idea de que novela y ética van de la mano se deduce de la suposición de que, por lo general, en una novela pasan cosas, hay historias que se cuentan, los personajes suelen tener algún tipo de espesor psicológico y se ven involucrados en situaciones que demandan ponderar opciones, sopesar amores, cancelar viajes, etc. Es en este sentido que las novelas terminan siendo objetos serios, objetos que (muchas veces, a pesar de ellas mismas) dicen cosas importantes sobre nosotros y nuestra relación con el mundo.
Noten, para ir entrando en materia, que nada semejante se supone del poema. Al contrario, si algo se supone del poema es que, en el mejor de los casos es un ornamento grato y divertido, y en el peor un objeto irracional y poco confiable. Pero ética no es algo que estemos dispuestos a concederle a un poema —ni siquiera cuando Wallace Stevens escribe que no es la razón lo que te hace feliz o infeliz ni cuando el pez de José Emilio Pacheco se pregunta de los humanos si no somos carnada de un poderoso anzuelo inexplicable—. Decimos “qué bonito” pero nunca “qué éticamente correcto es ese verso”.
De la novela como objeto serio también se sigue esta otra extraña consecuencia: que si las novelas son objetos serios entonces también lo son por extensión los novelistas. Eso es lo que explica que, en mi país al menos, cada vez que ocurre un suceso de cierta importancia, los diarios corren hacia los novelistas para recoger sus opiniones. Jamás a los poetas. Es impensable que ante una matanza, o ante groseros actos de corrupción, o ante debates sobre la cosa pública, el Estado o los medios, soliciten la opinión de un poeta. No lo hicieron con Blanca Varela ni con Antonio Cisneros. Tampoco lo hacen ahora con Carlos Germán Belli o Rodolfo Hinostroza.
Ahí donde la novela es tomada por artefacto ético que representa un saber útil para la sociedad, el poema no es ni lo uno ni lo otro.
Frente a las formas tradicionales que he mencionado (la novela, la pintura, el cine, la arquitectura) la poesía corre por un carril distinto. Pero, por esto mismo, la poesía no ha cedido ante nada —aún—. Desde Safo hasta nosotros, la poesía ha insistido en lo mismo, y no ha desistido en su forma de pensarnos: en su carácter esencialmente no-serio. Hablemos de la poesía entonces.
¿Qué hay en el poema que lo hace un objeto no-serio? ¿Qué excluye al poema de la seriedad, o lo que es lo mismo, de la serialidad, de la serie? Porque ser serio es ser parte de una serie, ser parte de una continuación esperada. Ser serio es ser 5 después de 4, es ser q después de p; ser serio es tener un lugar respecto de lo que vino antes.
Eso es lo que significa ser serio, tener un lugar en la serie, en una serie determinada de antemano.
El poema, por el contrario, es un objeto literalmente fuera-de-serie. Y este carácter des-seriado es exactamente lo que lo excluye de cualquier consideración ética. Y, por extensión, excluye a cualquier poeta de la serie seria. ¿No es exactamente ésta la razón por la que un poeta no puede ser el presidente de ninguna comisión investigadora ni es requerido por el Estado o los medios para comentar sobre sucesos de importancia —porque es un sujeto inesperado, porque no sabemos por dónde le va a dar o qué va a hacer—? No importa que psicológicamente sea un ser razonable y mesurado, basta que escriba poemas para desconfiar de él, de la misma manera en que basta que un novelista escriba novelas para suponerlo un tipo serio.
[¡Por esto mismo resulta tan extraordinario que los dos últimos ministros de defensa del Ecuador, Javier Ponce y María Fernanda Espinosa, sean poetas!]
Quiero hablar de esto entonces. Y quiero defender esta no-seriedad del poema. Pero quiero ser más específico porque no es el poema el objeto no-serio (aunque inevitablemente así lo parecerá) sino más bien el objeto no-serio es el verso. Pero como los versos suelen venir empaquetados en poemas, entonces heredan éstos (y sus autores) las perversiones del verso. Quiero defender esta no-seriedad desde dos flancos. Primero, quiero hablar del carácter esencialmente aberrante del significante poético. Para ello reuniré ideas de Freud, Saussure y Lacan. Soy un lingüista y me debo a mi tradición. Luego, quiero criticar la noción de unidad y para hacerlo regresaré a la naturaleza de la brecha que se abre entre verso y poema por un lado y entre poema y novela por otro.
En 1905, Sigmund Freud publicó en Viena sus 3 Ensayos sobre teoría sexual. Al año siguiente y no muy lejos de ahí, en Ginebra, Ferdinand de Saussure inauguró el primero de sus 3 Cursos de lingüística general. Estos 3 Ensayos y estos 3 Cursos, aportes decisivos en teoría psicoanalítica y teoría lingüística respectivamente, se dieron la espalda por casi cincuenta años hasta que un tal Jacques Lacan logró explicarnos sus relaciones. De hecho, una forma de entender la contribución de Lacan a la teoría lingüística es considerarla una homologación del Saussure de los 3 Cursos al Freud de los 3 Ensayos.
En las primeras páginas de 3 Ensayos Freud propone que “tanto respecto al objeto como al fin [de la pulsión sexual] existen múltiples desviaciones” (Tres ensayos, Alianza, Madrid 2006 p.10). Estas desviaciones deben entenderse contra el telón de fondo de un “saber vulgar” que establece que el objeto de la pulsión en el hombre es la mujer y en la mujer el hombre; y que el fin de dicha pulsión es el coito. En otras palabras, lo serio con la pulsión sexual es que el hombre tenga a la mujer como objeto de dicha pulsión y la mujer al hombre. El fin serio de la pulsión es la relación sexual, el coito. Todo el resto, el saber vulgar lo considera aberración o desviación. Como el propio Freud advierte, este saber vulgar proviene de la idea platónica “de la división del ser humano en dos mitades —hombre y mujer— que tienden a reunirse en el amor” (Tres ensayos p.10). Esta es la tesis que Platón expresara tan elocuentemente a través de Aristófanes en el Banquete (193), luego de que éste superara un ataque de hipo, como ‘el anhelo y pretensión del todo se llama amor’, en la admirable versión de Frederick Rolfe.
Pero, como he mencionado, Freud habla también de desviaciones, es decir, de formas pulsionales “no serias”. La mejor forma de entender las ‘desviaciones’ es asumiendo que “ningún dato natural liga la pulsión al objeto” como lo explica Masotta (Lecciones de introducción al psicoanálisis, Editorial Gedisa, Barcelona 2006, p.25); ni la pulsión a su fin, podemos añadir. El primer capítulo de 3 Ensayos trata sobre aberraciones sexuales.
En sus 3 Cursos, Saussure no habla de una pulsión sexual pero sí de una pulsión de langue (una pulsión de lengua) en los seres humanos. Dice Saussure, “no es el lenguaje hablado el natural al hombre sino la facultad de constituir una lengua” (Curso, Ed. Losada, Buenos Aires 1945, p.53). Pero, a diferencia de Freud, Saussure no se interesó en las desviaciones sino en enfatizar el saber vulgar platónico. Así, estableció que el objeto de la pulsión de langue para un Significante era el Significado y para un Significado el Significante —como si ambos fueran macho y hembra buscando el todo—. Y no vio Saussure otro fin de la pulsión que el signo. El amor del signo reúne dos mitades que Saussure entendía como complementarias. Para Saussure entonces, el anhelo y la pretensión del todo se llama Signo (de donde su deducción fatal de que “la langue es un sistema de signos”). Su único gesto radical fue establecer una cierta labilidad en el objeto de la pulsión: “el lazo que une el significante al significado es arbitrario” (Curso p.130). Cuando Saussure explica este concepto indica que el significante “no guarda en la realidad ningún lazo natural” con el significado (Curso p.131) —formulación de la que parece hacer eco Masotta en su elucidación freudiana citada—.
Es aquí que Lacan hace que la tesis saussureana de la arbitrariedad sea tomada en su dirección más radical, es decir, entendiéndola como una indeterminación tanto del objeto cuanto del fin de la pulsión de langue. El resultado es la teoría de la metáfora y de la metonimia como las dos operaciones fundamentales del lenguaje como estructura, que, como sabemos, organizan el inconsciente humano. Entonces, ahí donde la “normalidad” de la pulsión de langue hace que un Significante busque a un Significado, y viceversa, para formar un Signo (entendido como fin único de la pulsión), Lacan acoge las posibles “desviaciones” que la arbitrariedad (es decir, que la no determinación, o no motivación, natural) permite. De ahora en adelante, metáfora y metonimia deben ser vistas entonces como las dos principales “aberraciones” de la pulsión lingüística.
En la metonimia, un Significante (S) no encuentra el objeto de la pulsión en un significado (s) sino en otro Significante (S’), una suerte de homosexualidad en el terreno de la langue. En efecto, el fin de la metonimia no es el Signo sino el desplazamiento. Por así decirlo, no hay coito, ni su fruto natural, el Signo. Al contrario, la metonimia posterga la unión de Significante y significado en el Signo —y su carácter definitorio es precisamente este no-querer-ser-Signo—. Como sabemos, el deseo más extremo de la metonimia se materializa en otra aberración Significante estudiada por Baudrillard, en la precesión de Significantes en el simulacro, donde el fin de la pulsión es ahora la seducción. Pero la metonimia lacaniana siempre se desplaza sobre el riel de la significación; es decir, siempre supone “un significado debajo” que termina estabilizándola y luego fosilizándola en un Signo. Sin duda, ejemplos extremos de la postergación metonímica como el discurso religioso (cualquier versión del “No hay mal que por bien no venga” o la espera de un Mesías, son buenos ejemplos de esto) se acercan al simulacro, si no fuera por esa fe en la existencia de un significado final—que los distinguen de él—.
Si en la metonimia un Significante (S) se relaciona con otro (S’) desplazándolo, es decir, formando cadena (S—S’) en la metáfora, un Significante (S) toma el lugar de otro (S’), reprimiéndolo (S/S’). Este “tomar el lugar de” otro Significante apunta igualmente al hecho de no-querer-formar-Signo. Lo que comúnmente llamamos representación (siguiendo a los estoicos como “algo que toma el lugar de otra cosa”) se moldea en base a la estructura represiva de toda metáfora, especialmente aquella representación que, en otro contexto, he denominado representación abierta.
En efecto, cuando decimos “no hay humo sin fuego” lo que queremos decir es que hay humo y no hay fuego. En otras palabras, es justamente cuando hay humo que no debe haber fuego para que el humo sea signo de fuego. Similarmente, no hay tonto sin suerte.
Me explico. Si un representante (R) puede tomar el lugar de otra cosa (x) es porque esa otra cosa ha dejado su lugar al representante. Decir, en el caso de una obra de arte, que ésta representa algo que la trasciende tiene sentido solamente si aquello a lo que dicha obra de arte apunta está permanente ausente. En otras palabras, no hay intercambio posible entre la obra de arte y aquello a lo que apunta; en todo caso, no hay intercambio sin resto. Es imposible decir de un objeto de arte que representa x y a continuación ofrecer efectivamente x. Si fuera posible, tal objeto perdería su impronta estética.
Pero si esto es así, entonces está en la naturaleza de la representación estética no formar signo y esto porque el representante nunca va a dar en el blanco de lo representado, nunca lo podrá hacer “su significado”. Si una obra de arte es representacional (es decir, siguiendo una vez más a los estoicos, si está en lugar de otra cosa, si apunta hacia algún lugar distinto de sí misma) entonces la obra arte y lo apuntado por ella se repelen como imanes de polos similares. Pero, la aversión entre representante y representado, la tensión entre la obra de arte y aquello a lo que apunta, es justamente lo más valioso que ella posee. Llamemos a dicha tensión el sentido de una obra de arte, el sentido de un poema.
Dejo de lado la dudosa posibilidad de obras de arte no representacionales; dudosa porque, precisamente, la noción de “obra de arte” es institucional y como tal presupone una sanción oficial que no puede ser inmanente.
El sentido es entonces una dirección; una dirección de aversión, de evitamiento, pero una dirección de cualquier manera. En su Seminario XX (Aún), Lacan sugería que “el sentido indica la dirección de su propia falla”. En efecto, el sentido es la dirección hacia la imposible resolución de un objeto de arte en un signo. El sentido falla (fallece) solamente si se hace signo, si encuentra su media naranja, si exhibimos torpemente algo como “esto es lo que un poema significa”.
Cuando digo entonces que Lacan homologa los 3 Cursos de Saussure a los 3 Ensayos de Freud lo que quiero decir es que abre un campo teórico en los estudios del lenguaje que permite entender operaciones otras que las dictaminadas por el saber platónico respecto de la pulsión de langue.
Y todo esto apunta, a su vez, a la vitalidad de cierta resistencia a formar Signo, entendiendo Signo como el fin natural de la pulsión de langue. El Signo destruye el sentido para fosilizar la significación; es decir, domestica una cadena de significantes atribuyéndoles la seguridad de un significado.
Así visto, no hay mejor, ni más bello, ejemplo de la pulsión de muerte que el Signo.
Regreso con esto al tema inicial. El poema es (o en todo caso el poema que me interesa es) una aberración Significante en el sentido que acabo de esbozar.
Puedo definir poema entonces como la resistencia a hacer Signo.
Por supuesto, hay muchas formas de no hacer Signo.
¿Cómo se logra esto? Hay dos maneras conocidas de entender la arbitrariedad lingüística. La primera es la establecida por Saussure al señalar que el significante no guarda ningún lazo natural con el significado. La segunda es la arbitrariedad lacaniana por la que el objeto de la pulsión de langue de un Significante puede ser tanto otro Significante cuanto un significado. Esto, a su vez, da lugar a la habilidad de detener arbitrariamente una cadena significante para generar un significado. Pero hay una tercera arbitrariedad posible, dadas las dos anteriores, que es la arbitrariedad de la significación misma.
Así como (desde Brunelleschi) la línea del horizonte es una contribución del Sujeto a la cuestión del ver, así también la línea que separa y conecta Significante y significado es una contribución del Sujeto a la cuestión del significar. Al calificarlas de contribuciones quiero dar a entender que ambas líneas no están ahí afuera sino que son aportes cognitivos del ser humano cada vez que participa en cada uno de estos campos respectivamente. Puesto en términos más sencillos: dada una marca significante (una palabra, un grupo de palabras, un verso, una estrofa, un párrafo, lo que sea) es una contribución nuestra el determinar qué tanto de lo que escuchamos es sonido y qué tanto estamos dispuestos a conceder (o a elaborar) como significado. En otras palabras, los textos que consideramos obras de arte, no vienen con línea del horizonte ni con barra de significación.
Un par de ejemplos.
Cuando Vallejo comienza Trilce IX diciendo “Vusco volvvver de golpe el golpe” escribe “vusco” con “v-de-vaca” y “volver” con cuatro “v” (una al inicio y tres al medio). La trampa inmediata que nos tiende Vallejo es refugiarnos en que la palabra “golpe” sí está bien escrita. Por extensión, si mentalmente corrijo “Vusco” (con v-de-vaca) y escribo “Busco” (“como debe ser”, es decir, con b-de-burro) lo que estoy persiguiendo es la forma que corresponde a un significado conocido. Nuevamente aparece la voluntad de hacer Signo. Pero eso supone que la palabra “golpe” está bien porque yo sí sé qué es un golpe. Pero en lugar de refugiarnos en la buena ortografía de “golpe” para corregir “Vusco” deberíamos refugiarnos en la peculiaridad de “Vusco” para desestabilizar “golpe”. En todo caso, lo que parece plantearse en Trilce IX es que la corrección ortográfica —y por extensión cualquier otra— puede caer sobre cualquier término y no solamente sobre aquellos que nos garantizan la seguridad del significado.
Lo que estoy sugiriendo aquí es una arbitrariedad más radical que la original saussureana y distinta de la propuesta por Lacan. Lo que propongo es que si conferimos sobre un texto el predicado “poema” entonces debemos conceder al mismo tiempo que ese texto viene sin barra de significación; es decir, sin distinción entre Significante y significado. Y que el predicado “poema” se hace efectivo cuando nosotros le imponemos una distinción con la que no viene. El “poema” se materializa como tal, entonces, no en el significado arbitrario que le demos sino en el hecho mismo de que se lo demos.
Esto es posible (y a mi juicio, también necesario) porque el poema al resistirse a hacer Signo viene sin significado, pero no sin sentido. Repito, el sentido no es sino una dirección en la que parece moverse una cadena significante de tal manera que podemos hablar en efecto de significantes que forman cadena y no de un simple manojo de significantes esparcidos en una página.
He dicho que hay varias maneras de no hacer Signo. Éste es mi segundo ejemplo entonces.
Hace un par de años, comiendo en Lima con Inti García Santamaría, me hizo saber de la existencia de algo de lo que yo desconocía por completo, el canto cardenche. Me puse a revisar por Internet todo lo que podía encontrar y bajé —no sé cuán legal o ilegalmente— una serie de canciones. Decir que “me conmovieron en el alma” sería ceder al lugar común que describe que dichas canciones, en efecto, me conmovieron en el alma. Pero no me resultaba claro por qué. Escuchaba, por ejemplo, el entrelazamiento de las tres voces (primera, arrastre y contralto) al inicio de “Chaparrita, por tu culpa” y no lograba dar con los mecanismos que generaban ese efecto conmovedor. Como saben, el comienzo es:
Chaparrita, por tu culpa
yo me paseo;
y hace muchísimo tiempo
que ni siquiera de te veo.
yo me paseo;
y hace muchísimo tiempo
que ni siquiera de te veo.
Y no está ahí lo que me conmueve y al mismo tiempo sí lo está. Lo que está es lo esperable en composiciones de arte menor, su estructura estrófica y una letra más bien banal, me disculparán. Bueno, caballero, perdió a su chaparrita; ya, olvídese de ella ¿no? —que es tan tonto como preguntarse por qué Vallejo no sabe que hay golpes en la vida muy fuertes—. Y ¿entonces? Entonces, afortunadamente, “Chaparrita, por tu culpa” no puede canjearse por un significado. El asunto, sospecho, anda por otro lado. Es precisamente el entrecruzamiento de las tres voces el que apuntala todo el lado continuo de la canción. Aquí, me presto ideas de Henri Meschonnic. Lo que toda teoría del Signo busca es la lectura de la discontinuidad del lenguaje, dejando de lado todo su lado continuo: el ritmo, la prosodia, su sentido (entendido como dirección). Si la canción cardenche en cuestión apunta hacia algún lugar, no lo hace con sus Signos, con sus canjes entre Significante y significado. Más bien, apunta con limpieza continua hacia una forma de no hacer Signo. Y es ahí que nos coge desprevenidos e intrigados.
Pero no hacer Signo es peligroso. Es indeseable. Justamente, ese depositario de la confianza sígnica que se llama Wikipedia nos recuerda por qué en la entrada para Canto cardenche:
En su zona [el canto cardenche] es conocido también como canto de basurero o «canciones de basura», de borrachitos, laboreñas o de cerca, dado que es costumbre de los campesinos improvisar estas canciones al término de su jornada laboral acompañado de la bebida alcohólica local, llamada sotol y a quienes ellos se refieren como «la pastillita» pues la beben antes de cantar argumentando que les abre la garganta.
Un canto de borrachitos, entonces. Como el de todo poeta. Cuán distinto es el relato serio del novelista, ahora convertido en miembro pleno de nuestra sociedad.
Recordemos la vieja disputa sobre la diferencia entre un texto poético y un texto en prosa, entre un poema y una novela. Se han tratado varias estratagemas para resolver la cuestión, desde la disposición gráfica, la diferente puesta en página (cortando las líneas que devienen versos en el caso de los poemas), hasta la idea de contar una historia. Ninguna resuelve propiamente la cuestión. Yo propongo una muy simple que puede formularse de la siguiente manera: en un poema las partes siempre son más que el todo. En una novela el todo siempre es más que las partes. Este no es el momento para argüir minuciosamente la tesis, pero la coloco como telón de fondo para poder decir lo que sigue.
Desde su origen una diferencia esencial atraviesa al poema en dos: la diferencia entre las relaciones que las palabras guardan entre sí al interior de un verso y las relaciones que los versos guardan entre sí al interior de un poema. Ambas relaciones son de naturaleza muy distinta y todo poeta lo sabe. Las primeras son horizontales, las segundas verticales. De cierto modo, la diferencia refleja aquella otra que existe entre la transmisión de información al interior de una neurona (relaciones eléctricas) y la transmisión de información entre neuronas (relaciones químicas). Al interior del verso las relaciones son eléctricas, son menos anticipables, menos predecibles. Entre versos, la fuerza de aquello que llamamos “la construcción de un poema” cobra un peso gravitacional enorme y dirige los versos hacia la consecución de cierto significado, hacia una cierta unidad. Las relaciones horizontales al interior de un verso son más explorativas, más aventureras, abren caminos inusitados. Las relaciones entre versos se parecen a esos perros pastores que corren alrededor del rebaño para que las ovejas no se escapen. Es claro entonces que las relaciones son distintas, sirven propósitos distintos, están ahí para hacer cosas distintas.
De paso, la belleza del haiku se establece crucialmente en la tensión que existe dentro de un mismo poema entre tres líneas de 5-7-5 y ¡una sola de 17!
Para decirlo de una vez: el poema cree en la unidad, en el todo, en un cuerpo entero, integrado, completo —por más que hablemos de poemas abiertos y por más que pensemos que los poemas no terminan nunca, etc—. El poema trata de hacer-uno con los versos que somete a su título. Por otro lado, los versos aborrecen la unidad, son esencialmente autónomos, independientes y no responden muy bien al acoso de los perros pastores. Al contrario, se rebelan constantemente contra ellos. En términos psicoanalíticos uno podría decir que al verso el espejo no le devuelve nada.
Esto puede sonar extraño ya que los llamados “grandes poemas” parecen imponentes construcciones totalizantes: el soneto XXIII de Garcilaso, el canto XXV del Infierno, la extraña VI elegía de Duino; pero lo que quiero conjeturar aquí es que lo son a pesar del poema y no gracias a él, que la viada poética no reside en la unidad del poema sino en su no-unidad, en su carácter roto, de falta, de falla, de energía no domesticada. En una palabra, en su sentido.
Los versos que entendemos completamente nos decepcionan. Son como los afiches empresariales de motivación en los que aparece la foto de una embarcación con ocho remeros y abajo el significante “Trabajo en equipo”. Los versos, que el poema somete para hacerlos expresar un contenido unitario, se rebelan. Los versos que apreciamos, los versos con los que nos deleitamos, aquellos con los que a fin de cuentas nos quedamos, contienen siempre un resto indomesticado. Y no porque se trate de versos magníficamente metafísicos. Yo mantengo conmigo, por ejemplo, un verso de Alberto Blanco; lo tengo en mi cabeza desde hace tanto tiempo que estoy seguro de que ya lo he cambiado y no coincide con el original. No importa, éste es el verso: no hay mejor aliado antes de una batalla que una piedra dispuesta a todo. Esa piedra, la imagen de esa piedra, la viada virtual de esa piedra, el sentido de esa piedra, me viene acompañando hace mucho porque en verdad a esa piedra la entiendo a medias. Y es por ello mismo que ese verso (o las ruinas de ese verso tal como existen ahora en mi cerebro) se mantiene vivo, reacio a la servidumbre de un significado impuesto de afuera.
Recordemos que una de las grandes fuerzas verticales, unificadoras, al servicio de la unidad del poema en muchas lenguas occidentales, la rima, fue objeto de burla entre los griegos. En el Alcestes de Eurípides hay un pasaje en el que Heracles borracho se cuestiona si ha sido un buen huésped o no y la forma que Eurípides tiene para indicar que Heracles está borracho (y que era una fórmula codificada en el verso griego clásico) era hacerlo hablar en versos rimados (si tienen curiosidad consulten los versos 783-785). Porque para los griegos, como debió serlo para los españoles o los ingleses, pero no lo fue por otras razones, la rima era un truco demasiado fácil al que se recurre solamente para indicar una patente debilidad cognitiva. Personalmente, me gusta esta idea.
Cuando era niño recuerdo haber visto en las pantallas de la televisión peruana, en blanco y negro, a un recitador argentino que terminó su actuación con los siguientes dos versos memorables: “y el gato pasó por allí / comiendo crema chantilly”. El horror de la rima quedó grabado en mí para siempre desde entonces —y me dio mucho gusto cuando me enteré que los griegos me comprendían desde hacía siglos—.
Lo que encuentro al centro de este ideal de poema es la engañosa e ilusoria noción de unidad, de totalidad cerrada. Pero eso es exactamente lo que también encontramos al centro de la noción de estado-nación. Y eso es también exactamente lo que encontramos al centro de la noción de lengua, de la misma lengua. Tal vez por esto es que estas tres categorías (la de estado-nación, la de lengua y la de poema) suelen ir de la mano. Creemos que el castellano (o el quechua o el inglés o el swahili) son como estados-naciones, totalidades con límites precisos, identificables, geométricos y cerrados. Bueno, al menos las lenguas no son así. Lo que llamamos “castellano” no es sino una generalización tan arbitraria como útil para designar, entre otras cosas, esto que estoy hablando en este momento y eso que en su momento mi hijo Eliseo también hablaba a punta de “moridos” y “escribidos” y “trajidos”. Sin embargo, ahí están las Academias de la Lengua listas para preservar lo que llaman “la unidad de la lengua” cuando no su esplendor. Mi hijo no habla castellano, dicen, lo está aprendiendo. Pero, felizmente, a la misma edad mi hijo ya me explicaba que si la fórmula del agua era “H20”, la del, la del agua bendita debía ser “HDios0”. Para la Academia lo que habla un quechua-hablante nativo de Ancash nunca será castellano sino “castellano-andino”, de la misma manera en que lo que habla un nativo de Ciudad Juárez es “castellano de la frontera”. Temo preguntarle a la Academia si lo que yo hablo es castellano o alguna variedad no-oficial y temo sentarme a esperar que me lo digan. Si los neo-budistas aspiran a ser uno con el mundo, las Academias aspiran a que seamos uno con la lengua. Pero si en verdad somos cinco, seis, con el mundo como nos lo enseñó Freud hace más de un siglo, ¿por qué no ser cinco, seis o más con la lengua? Preguntémonos algo que parece inaudito: ¿Por qué es deseable la unidad del castellano? O algo que lo es más aún: ¿Para quién lo es?
Observemos que la búsqueda de la unidad, de la unidad lingüística, política, étnica, poética, siempre está al servicio de quien la impone. Quiero recoger una idea muy fértil del artista conceptual Joseph Kosuth. Dice Kosuth: “arte es lo que haces, cultura es lo que te hacen”. Extrapolando, sin mayor gracia admito, diré que verso es lo que haces, poema es lo que te hacen. Lo que te hacen hacer. Lo que la cultura te hace hacer: construir todos homogéneos,
integrados, cuerpos enteros, imaginarios. Y por si esto ya se está entendiendo de manera equivocada quiero expresar que hacer estos todos imaginarios no está mal. No está ni bien ni mal. Simplemente está. Así son las cosas. Los seres humanos siempre embestiremos con nobleza a la muleta del significado. Pero lo que quisiera recordar es que no es labor del artista hacer cultura sino arte. Ya se encargarán las entidades oficiales, las Academias, los burócratas, de domesticar el arte y volverlo cultura; ya se encargarán de hacer del arte piezas de museo, unidades exhibibles, acompañadas de narraciones que nos tratarán de convencer de que ese arte-hecho-cultura es prueba evidente de que somos uno, algún tipo de uno (político, étnico, familiar, religioso, poético, lo que sea). Pero lo que no señalarán porque no pueden hacerlo, a costa de sus propias vidas simbólicas, es que el arte no se place de resultados totalizantes y unificados, sino de búsquedas a las que siempre les faltará algo, búsquedas (adversus Picasso) sin cosa encontrada, una especie de incesante reacción en contra de la domesticación. Tal vez, lo único que encontramos es la búsqueda misma.
integrados, cuerpos enteros, imaginarios. Y por si esto ya se está entendiendo de manera equivocada quiero expresar que hacer estos todos imaginarios no está mal. No está ni bien ni mal. Simplemente está. Así son las cosas. Los seres humanos siempre embestiremos con nobleza a la muleta del significado. Pero lo que quisiera recordar es que no es labor del artista hacer cultura sino arte. Ya se encargarán las entidades oficiales, las Academias, los burócratas, de domesticar el arte y volverlo cultura; ya se encargarán de hacer del arte piezas de museo, unidades exhibibles, acompañadas de narraciones que nos tratarán de convencer de que ese arte-hecho-cultura es prueba evidente de que somos uno, algún tipo de uno (político, étnico, familiar, religioso, poético, lo que sea). Pero lo que no señalarán porque no pueden hacerlo, a costa de sus propias vidas simbólicas, es que el arte no se place de resultados totalizantes y unificados, sino de búsquedas a las que siempre les faltará algo, búsquedas (adversus Picasso) sin cosa encontrada, una especie de incesante reacción en contra de la domesticación. Tal vez, lo único que encontramos es la búsqueda misma.
Regreso entonces, para concluir, al poema como objeto no-serio. Tal vez deba decir ahora, tal como lo adelanté, que en verdad es el verso el objeto no-serio, que es la idea de pensar o construir en verso la que desestabiliza a la lengua, al lector, a la ética—y por último al propio poeta. Porque el enigma final y más sorprendente es que casi siempre el poeta está del lado del poema y no del verso. Como buenos sujetos platónicos que somos, aspiramos a un todo que nos haga uno. Tenemos derecho a ello. Pero creo que escribir en contra de esa debilidad imaginaria, escribir contra el signo, constituye la ética del verso actual.