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lunes, 7 de octubre de 2024

Articulo de Enrico Mario Santi.

José Lezama Lima: la fascinación de un poeta hermético

Siempre me ha sorprendido la fascinación que la obra de José Lezama Lima ejerce sobre sus lectores, incluyendo la fascinación sobre mí mismo. Nunca se ha hecho, que yo sepa, la historia de esa recepción, pero cuando se haga se verá cómo ocurrió precisamente bajo ese signo. 

La fascinación comienza, en primera instancia, con los crípticos poemas que Lezama fue escribiendo entre las décadas de los 30 y los 50 y publicando sucesivamente en sus revistas habaneras. Me atrevo a observar que la fascinación no era únicamente por el hermetismo, la inmensa dificultad, de esos poemas, sino por el espíritu de cenáculo, de élite minoritaria y exclusiva que cundía en sus grupos: un puñado de poetas y artistas, algunos homosexuales, que perdían el tiempo hablando en cafés, o en sus casas, y sacando a la luz pequeñas revistas que muy pocos leían. Una retaguardia que quiso ser vanguardia en medio de un ambiente indiferente y a veces hostil. Esa anomalía encarnaba en el propio “etrusco de La Habana Vieja”, un obeso poeta asmático que trabajaba en una cárcel y vivía con su madre en un barrio habanero de dudosa reputación. Así, antes de ser leído o estudiado, Lezama ya era objeto de mitología entre cubanos y de admiración entre poetas y escritores de la talla de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Julio Cortázar y Octavio Paz. Con la publicación de Paradiso en 1966, la fascinación local y profesional se volvió global y popular. Si las revistas eran tiempo perdido, los poemas ilegibles y los ensayos impenetrables, en cambio su novela, no por estar en prosa menos misteriosa, al menos contaba una historia —a ratos extraña, a veces risqué— en un lenguaje inédito sobre la formación de un poeta, que evidentemente era el propio Lezama. A la fascinación de que un poeta hermético publicase una novela poco más accesible que en parte discutía la homosexualidad masculina en medio de una revolución comunista, y que por entonces perseguía a los homosexuales en los inicios de lo que se llamó el Boom de la novela latinoamericana, se unía el tabú de la censura del régimen, y que, según cuentan, fue levantada sólo después que el propio Fidel Castro aprobó su publicación. Poesía, Novela, Revolución, Barroquismo, Homosexualidad, todo eso que comportaba una mitología digna de los sixties, y que mi llorado amigo Severo Sarduy, desde el París de Jacques Lacan fue el primero en exaltar, hizo crisis a finales de la misma década cuando Lezama, junto con muchos otros escritores y artistas compatriotas, cayó en desgracia. La culpa se la echaron después a otro poeta, Heberto Padilla, que mencionó a Lezama Lima en su famosa auto-crítica, para que el affaire que después llevó su nombre pareciera una excesiva verdulera. Pero la verdadera razón tuvo que ver con un viraje en la política cultural del régimen, entonces bajo la presión del fracaso monumental de la llamada zafra de los 10 millones de 1970, que se tuvo que plegar al neo-estalinismo de su patrono soviético. El prestigio del éxito pronto decayó en el tabú del escritor prohibido, relegado a un exilio interior. Antes hermética, luego marginal dentro de una revolución prometedora, la fascinación por Lezama terminó en el limbo del escritor y su obra. Cuentan que en su lecho de muerte, en agosto de 1976, cuando le preguntaron cómo se sentía, Lezama contestó: “Y yo que pensaba que descendía a la mansión de Hades, ahora me encuentro bailando una rumba en Guanabacoa”.

Treinta y cuatro años más tarde, a cien años de su nacimiento, somos testigos del regreso de Lezama Lima. Mi propia fascinación data de mis años como estudiante de posgrado en la Universidad de Yale, donde cursé asignaturas bajo la tutela de Emir Rodríguez Monegal, vocero crítico y académico del llamado Boom, quien en Mundo Nuevo, la revista que publicaba en París, fue uno de los primeros en dar a conocer y a explicar Paradiso. Fue en las clases de Emir que primero leí a Lezama. Digo leí y no comprendí porque, en efecto, no creo que haya entendido nada. (Hoy entiendo un poco, pero, como seguro ocurre con muchos de ustedes, con frecuencia la relectura me hace dudar de cualquier conclusión). Desde entonces he escrito varias veces sobre su obra, una de ellas un ensayo, “Parridiso,” que fue motivo de escándalo entre algunos lezamistas porque propuso que una poética del error, lo que entonces llamé una “errótica”, formaba parte intrínseca de su concepto de escritura. (Hoy, por suerte, las ideas que planteé han sido bastante aceptadas). Como ya he contado la historia de cómo escribí ese ensayo, hoy no lo voy a repetir. Sí diré, en cambio, que cuando años después traté de continuar la misma indagación en una lectura de Oppiano Licario, secuela póstuma, e inconclusa, de Paradiso, no pude. Mejor dicho: otro tema afín o análogo se atravesó en mi lectura. El texto, claro está, no era el mismo; mis circunstancias tampoco lo eran. Oppiano Licario, que Lezama Lima escribe durante su exilio interior en sus últimos seis años, es una meditación y una puesta en escena de la muerte, muerte en vida que su autor anticipaba a diario, y que su novela, bajo el riesgo de quedarse inconclusa, incorpora en su tema y estructura. Oppiano Licario, texto fragmentado, también ofrece una meditación sobre el fragmento. Lo cual significa que no solo medita sobre la muerte; también ofrece una manera de trascenderla.

Mis condiciones como lector entonces ya no eran las de un estudiante de posgrado guiado por la mano de un buen mentor. Recuerdo que estudié Oppiano Licario en circunstancias personales y profesionales muy patéticas que me hicieron pensar mucho en el sufrimiento por el que debía haber pasado su autor durante su composición. Así, escribir sobre el fragmento, el accidente, la interrupción, sobre las ruinas, sobre la historia de un libro cuyo único ejemplar desaparece en medio de un ras de mar pero después se recupera, o resucita, en otra copia perdida, todos ellos algunos de los temas de que trata Oppiano Licario, constituía, a mi modo de ver, una compleja alegoría de las circunstancias de vida de un obeso poeta asmático en el limbo de un exilio interior desamparado en una lejana isla del Caribe. Pero también era el comentario sobre las circunstancias patéticas de un joven profesor, exilado y perdido en una universidad norteamericana, que en ese momento atravesaba una terrible crisis de conciencia e identidad.

No, nunca pude reproducir la experiencia crítica, y para algunos escandalosa, de “Parridiso”, o volver a identificar la idéntica alegoría de la escritura. En cambio, con los años he podido reconocer que mi lectura en dos tiempos estuvo cifrada por un común denominador: me refiero a lo que Maurice Blanchot llegó a llamar “la escritura del Desastre”, la tensión entre la facticidad histórica de la obra de Lezama Lima (cuyo equivalente en Blanchot ha sido el hecho mismo del Holocausto judío) y la manera en que esa obra se sitúa en una radical imposibilidad, ya sea a través del error, de su fragmentación, o de su ilegibilidad, el carácter difícil y hermético que testimonian varias generaciones de lectores y críticos y que el propio Lezama Lima llegó a comentar en repetidas ocasiones.

No exagero al decir que para mí leer a Lezama Lima ha sido, y todavía es, un evento apocalíptico. Enteramente posible es que mi lectura revele mi propio temperamento romántico. Lo cual no me parece del todo mal, pues el propio Lezama solía decir que “el romanticismo no es tan solo una escuela literaria”, sino “una manifestación del espíritu humano”.

A lo largo de los años los congresos de Puebla* se han caracterizado por ser uno de los pocos que tratan la poesía y poética como tema especial. Y por eso es tan grato que este año se lo hayan dedicado a la celebración de Lezama Lima. Cuando hablamos de Poética, solemos entender el término  y concepto como cualquier exposición o colección de reglas, convenciones o preceptos acerca de la composición de poemas líricos o dramáticos, o en general la construcción de versos. Pero queda claro que la Poética comprende también el pensamiento, las reflexiones, de los poetas acerca de la poesía, y no solo la suya propia sino en general. Ocurre sobre todo, y como se sabe, en todos esos poemas titulados “arte poética”, y en el caso de la poesía moderna, en muchos poemas que no llevan semejante título pero cuyo argumento es precisamente la significación de la poesía como fenómeno lingüístico, cultural, histórico y, como ciertamente ocurre en muchas de las reflexiones de Lezama Lima, tanto en prosa como en verso, como fenómeno metafísico. Paul Valéry, que para Lezama fue modelo de poeta y pensador, y que como se sabe inauguró la cátedra de Poética en el College de France, llegó a extender el concepto de poética a su sentido original de poiesis, es decir, literalmente, en el sentido de todo lo que se hace. O como dijera el propio Valéry, “todo lo que culmina en esa clase de obras… que la mente decide hacer para su propio uso y utilizando todos los medios físicos que están a su alcance”.

Se pensaría que invoco a Valery como modelo de poeta sistemático, racional y lógico, esa imagen del poeta que, al contrastarla con la de Whitman, Borges perpetuó diciendo que “en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre Valéry prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Siempre he pensado, sin embargo, que esta imagen canónica de Valéry se aferra demasiado a un estereotipo, tal vez de toda la poesía francesa, que no da cuenta de la complejidad de por lo menos este concepto de poética. De hecho, en la célebre lección inaugural del curso de poética (1937), texto que Lezama debe haber estudiado, Valéry observa cómo “ciertos elementos de la obra, que le vienen al autor por algún feliz accidente, le serán atribuidas a un singular poder de la mente, del espíritu”. Pero también observa en seguida que “la mutua independencia del productor (el poeta) y el consumidor (el lector), su ignorancia del pensamiento y necesidades del pensamiento del otro, resulta prácticamente esencial.” Notarán ustedes, por tanto, que Valéry habla no solo del origen de la obra como accidente —siguiendo a Aristóteles, el accidente es lo opuesto de la esencia— sino de la relación necesariamente incomensurable entre poeta y lector, lo cual incluye desde luego el poeta como primer lector de su propia obra. Para resumirlo pronto y tal vez mal: Un poeta, un autor, nunca está en control total de su propia obra, en control total del sentido de su texto, o incluso de su propio pensamiento. Como empezamos a saber a partir del advenimiento del psicoanálisis, o de la lingüística estructural, ningún hablante está consciente de todas las reglas de su lenguaje, al igual que nadie que sueña sabe cuál es el sentido o dirección de su sueño. Borges tuvo razón cuando observó que Valéry luchaba por imponer orden en la poética —lo opuesto, en este sentido de lo que luego hará el surrealismo— aunque nunca llegó a mencionar que, según el propio Valéry, en esa misma introducción al curso de poética, y a quien cito, “la inminente dispersión es casi tan importante como la concentración que permite la producción de la obra…. La inestabilidad, la incoherencia, la inconsistencia… que son obstáculos y límites para el proyecto que tiene la mente para construir o componer un todo consistente, resultan, al mismo tiempo, tesoros de posibilidad, que la mente intuye tan pronto como comienza a mirar dentro de sí”. Valéry fue el primero en reconocer que toda poética, por muy racional que intente ser, o parezca, está sujeta a inevitables, y, por suerte, provechosas, corrientes de inestabilidad e incoherencia.

Si me he desviado un poco de Lezama para insistir en los pormenores del concepto de poética en Valéry es porque este nos provee un atajo a la idea que quiero plantear sobre su colega cubano y, de paso, empezar a atar algunos cabos. Comienzo por una observación, que a lo mejor ustedes consideran impertinente y banal. La primera palabra del canon poético de Lezama es la palabra “muerte”: Muerte de Narciso. Desde luego, como ya se sabe, Lezama escribió muchos poemas antes de Muerte de Narciso (1937) entre 1930 y 1932. Se trata, sin embargo, del título y palabra que el autor reconoce como primera instancia de su canon. A primera vista no hay nada de particular en el gesto de destacar el tema de la muerte en la poesía moderna, o en la de Lezama en particular. Pero si tomamos esta palabra inicial como punto de partida de una reflexión más general sobre el vínculo conceptual entre muerte y poesía, vínculo que con los años Lezama pasará a desarrollar como fundamento de su poética y de los muchos otros vínculos que, según él, existen con lo que él mismo llamaba “el sistema poético del mundo”, todo eso nos da un importante asidero para empezar a entender su peculiar concepto de la poética que, me parece, constituye una enseñanza y un reto para nuestro actual siglo 21.

II

Creo que parte de la dificultad que experimentamos los que ejercemos nuestra fascinación con la obra de Lezama ha sido contentarnos con reducir a un esquema exclusivamente teológico o doctrinal los términos y conceptos poéticos y retóricos que el propio Lezama movilizó constantemente en su obra, y sobre todo en esa parte de la obra donde aparecen sus reflexiones sobre su poética, por ejemplo, en los ensayos, de Analecta del reloj hasta La cantidad hechizada, y algunos pasajes de Paradiso. No sostengo, desde luego, que esas reflexiones no tienen que ver con la teología, sobre todo la cristiana —el propio Lezama se ocupó de proveer esas claves con creces—; sí digo, en cambio, que, después de algunos años de reflexión sobre el tema, he llegado a pensar que a nosotros, lo que he llamado fascinados lectores, nos ha faltado dar el siguiente paso hermenéutico: construir un modelo de comprensión que adapte, traduzca y expanda las referencias teológicas hacia un discurso crítico menos satisfecho con conceptos recibidos y que en cambio provea, sin renunciar a esos vínculos conceptuales, mayor esclarecimiento de tipo metodológico.[1]

Si comenzamos, por tanto, considerando el vínculo entre muerte y poesía —que, repito, una lectura doctrinal de las ideas de Lezama reduce a era alusión filosófica o histórica— pienso que encontraremos, en cambio, una serie de pistas que nos ayudan a penetrar el meollo de la poética. El breve resto de mi trabajo lo dedicaré a considerar algunas de estas pistas, a aclarar cómo ellas constituyen esa poética y nos orientan hacia el modelo metodológico que creo nos hace falta. Cierro después con una reflexión sobre cómo esa poética significa una aportación al naciente siglo 21.

“Heidegger sostiene”, dice Lezama, en un momento de la entrevista de la revista Primera Plana que se reproduce en la legendaria Recopilación de textos que en 1968 publicó Casa de las Américas, “que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso”. Lo que he llamado la “lectura satisfecha” de un pasaje como este se contentaría con oponer el optimismo cristiano de la referencia a la resurrección al llamado pesimismo existencialista de El ser y el tiempo de Heidegger. Y digo llamado, por cierto, porque un estricto heideggeriano tampoco estaría de acuerdo con reducir la fenomenología de Heidegger a un vulgar pesimismo existencial… En todo caso, una cómoda conclusión sería que Lezama, después de todo, no es sino un escritor católico que nunca pierde la fe en que todo saldrá bien, incluso después de la muerte; que la fe resuelve a través de una trascendencia. Solo que el problema con esa cómoda solución es que, aparte de proveer un esquema filosófico, deja sin contestar lo que debería ser la pregunta fundamental: a saber, ¿cómo y en qué sentido la obra de Lezama, los textos de su poesía y poética, movilizan lo que él mismo llama “resurrección”?

Para empezar a responderla, empezaríamos por observar que no se trata tanto del sentido literal, estricto, teológico, doctrinal o histórico del concepto de resurrección, cuanto de la metáfora de un procedimiento que, según Lezama, opera constantemente en la producción (uso el adjetivo adrede) de todo poema. Demos, para desarrollar este concepto, un pequeño paso atrás a dos enigmáticos pasajes de Analecta del reloj, libro de 1953 que recoge mayormente los ensayos de los años 40. El primero dice así:

El tamaño de un poema, hasta donde está lleno de poiesis, hasta donde su extensión es un dominio propio, es una resistencia tan compleja como la discontinuidad inicial de la muerte.

El segundo:

A la impenetrabilidad del mundo exterior, la poesía aporta una solución: su sustitución por la evocación, capacidad devolutiva del sujeto después de que se ha perdido el imposible diálogo con la Naturaleza, después de que rebanamos la mirada o que le tememos al lenguaje táctil.

El primer pasaje plantea ya, y de manera muy explícita, el vínculo conceptual entre muerte y poesía del que veníamos hablando. La esencia de la poética, en el sentido del poder o fuerza original que encontremos en un poema dado, crea, presumiblemente tanto en poeta como en lector, un efecto tan complejo como el efecto que nos produce la muerte. Si la muerte crea una discontinuidad —de hecho, se trata de La discontinuidad por excelencia— el efecto del poema es, según esta observación, análogo: el poder, fuerza o resistencia del poema radica en el efecto discontinuo que emite su producción. Es decir, no entender, o no entender de inmediato, el lenguaje del poema comporta una discontinuidad equivalente a la muerte. El poema, según Lezama, es mortífero, no porque abogue por la muerte, aunque desde luego existen muchos interesantes poemas que hacen precisamente eso —desde los poetas órficos hasta Alejandra Pizarnik— sino porque el corte que el lenguaje poético realiza en relación con la realidad o la Naturaleza, su extracción fuera del tiempo, ese corte es análogo al corte de la muerte para el ser humano. Según Lezama, el lenguaje abstrae tanto al poeta y al lector que esa abstracción solo es comparable a esa abstracción radical que llamamos Muerte.

El segundo pasaje, del mismo libro, amplía, o mejor dicho, prosigue el hilo de esta idea. Aludiendo en parte a uno de los más famosos pensamientos de Pascal, señala lo siguiente: como el ser humano, después de la pérdida del Paraíso, vive alienado de la Naturaleza —es decir, como el ser humano vive inmerso en la discontinuidad y el mundo exterior es impenetrable, desconocido, porque ya no forma parte de él— la poesía aporta una solución parcial a esa discontinuidad a través de la memoria. Todo poema sustituye lo que fue: todo poema evoca o recuerda, en contra de la rebanación de la mirada o del temor al lenguaje táctil (es decir, el lenguaje hiper-consciente de la poesía). Como la experiencia ya ocurrió, está ausente, muerta. Pero al recordar la misma experiencia, el poema vuelve esa experiencia presente: lo resucita.  Por tanto, volver presente la experiencia, “derrota” a la muerte. No derrota a la muerte literalmente, desde luego, pero sí lo derrota imaginariamente, como imagen. La poesía, según Lezama, es una resurrección imaginaria.

En el primer pasaje, el lenguaje poético hace un corte análogo al de la muerte: mata. En el segundo, el lenguaje poético derrota a la muerte, realiza la resurrección imaginaria, a través de la memoria: revive. A lo mejor les parece a ustedes que juego, o que intento parodiar, a Lezama; pero permítanme insistir en esta lógica, que de tan sencilla parece absurda: no puede haber resurrección si antes no ha habido una muerte. Para que haya resurrección antes tenemos que morir. Merecer la resurrección, supone padecer la muerte. El poema nos mata, pero también nos revive. Poesía y muerte son por tanto consubstanciales. Tal, por último, es la conclusión que aparece en el cuarto pasaje, también de Analecta del reloj:

Entonces es difícil, pero ávidamente existente, la relación entre el tamaño de un poema y la forma como caemos en la muerte. Si la poesía se nutre de la discontinuidad, no hay duda que la más lograda y gravitante discontinuidad es la muerte.

Quisiera remachar la importancia de esta reflexión que hace Lezama sobre la poética. En Valéry, como vimos, la poética, que abarca todas las obras de la mente o del espíritu, está sujeta a una inevitable incoherencia o inestabilidad. Lezama radicaliza esa idea cuando asocia la inestabilidad de la poética a la discontinuidad de la muerte. Importa entender que el interés de Lezama en la poética es de raíz primordialmente ontológica y metafísica, y no histórica. Para Lezama la poética no es reducible, por ejemplo, a un tratado de versificación, ni tampoco a una crónica de la historia de la poesía. Ese interés metafísico, diría yo, es lo que aparta a Lezama de ilustres contemporáneos suyos, como Borges u Octavio Paz, o incluso alguien tan allegado a él como Cintio Vitier, cuyos intereses, por muy fascinados que hayan estado con cualquier problemática metafísica (pensemos en el tema del laberinto en Borges, del erotismo en Paz, o de la pobreza en Vitier) no escapan, en última instancia, de un horizonte histórico. Tampoco estamos ante un concepto de la poética como la vanguardista de Vicente Huidobro, a pesar de que los planteamientos de Lezama a veces suenan como el del “poeta es un pequeño Dios”. El creacionismo de Huidobro, por lo menos en el de su primera etapa, permanece por lo general en la superficie de los objetos del mundo. Su conexión con la muerte es accidental, no consubstancial.

Podemos o no estar de acuerdo con Lezama sobre su idea de la poética, su meollo. Pero es la suya, y se trata de un interés, insisto yo, que tampoco resulta reducible a una cuestión teológico-doctrinal, y mucho menos ideológica. Según Lezama, el meollo de la poética, es decir el meollo de la experiencia de la poesía, radica en una sencilla operación por la cual sustituimos lo que ya no tenemos. Algo tan sencillo como recordar lo pasado, sustituir lo ausente, hacer presente lo perdido, llorar a un muerto, todo eso es, ni más ni menos, para Lezama, el meollo de la poética. Una foto del joven que fuimos, por ejemplo, realiza la poética; la anécdota que recrea momentos de una vida es también poética; recordar la melodía que nos cantaba un amante constituye la poética… Todas estas instancias de sustitución imaginaria, es decir, de producción de la imagen con el propósito de hacer presente lo ausente, y en ese proceso, experimentar la muerte y derrotarla, al menos a través de la imagen, todo eso es la poética. Sin embargo, y vuelvo a insistir, en la poética de Lezama la muerte no cumple un papel meramente funcional por el cual la discontinuidad se desecha en aras de una trascendencia. Todo lo contrario: la potencia poética depende de esa discontinuidad; vale decir, de la resistencia semántica (oscuridad, hermetismo, misterio, ilegibilidad) que el lenguaje poético propone e incorpora, y sin cuyo proceso no hay resurrección. En ese sentido Lezama tampoco es, por ejemplo, Hegel, donde la trascendencia, la quema de etapas por así decirlo, en la búsqueda del Espíritu, depende de la dialéctica. Por eso, la poética de Lezama, y su persistente reconocimiento de la funcionalidad de la muerte, lo acercaría más, paradójicamente, al materialismo de Carlos Marx, de no ser porque el propio Marx nunca llegó a reconocer que el materialismo histórico preservaba el lastre de la trascendencia hegeliana.[2] Desde luego que hablo del meollo de la poética, no del poema, que ya no es el meollo sino otra cosa. El poema, como vimos, está hecho de un lenguaje que recrea la discontinuidad, la muerte. Pero la operación que está en el fondo de los efectos de ese lenguaje, según Lezama, no es otro que la sustitución de lo ausente por la imagen.

 

III

Especulo que desglosar los móviles de la operación poética según Lezama devela una serie de jerarquías de la cual depende su metafísica, su historia, y tal vez hasta su política. Un catálogo de esas jerarquías y sus relativos contrastes daría lo suficiente para comprender que en el mundo de Lezama, o por lo menos en su poética, lo que cuenta no es tanto el presente como la representación; no tanto la experiencia como el recuerdo; no tanto la realidad como la mímesis; no tanto la estancia como el regreso; no tanto la vista como la imagen; no tanto nacer como renacer; no tanto conocer como reflexionar; no tanto la naturaleza como lo que él llama la sobrenaturaleza; no tanto la Historia como eras imaginarias. Todas estas categorías metafísicas tienen como común denominador la indispensable mediación por la ruptura o pérdida que supone la discontinuidad, la muerte. En la poética de Lezama la mediación se celebra, y en cambio se desprecia cualquier intento de inmediación espontánea, espontaneidad que Lezama siempre consideró ingenua, a veces oportunista, improductiva y tal vez hasta peligrosa. Por eso considero mucho más preciso decir que si bien es cierto que la poética de Lezama se opone a la fenomenología de Heidegger, en cambio propone no una conciencia del Ser sino lo que me gustaría llamar un reconocimiento del re-Ser.

Quiero recordar en mi conclusión aquel amago de profecía con que André Malraux describía los tiempos venideros: “El siglo 21”, decía Malraux, “será religioso o no será”. Desconozco si Lezama llegó a glosar este pensamiento que resume la desesperanza que caracterizó al meridiano del siglo 20, atravesado como estuvo por la Guerra Fría, la explotación de las ideologías de derecha e izquierda, y los masivos desplazamientos de personas, incluyendo los diversos holocaustos y genocidios. No puedo concebir que ni uno solo de los presentes sea insensible a todos los desastres que motivaron la profecía de Malraux. Nuestra época, sin embargo, en pleno siglo 21, no es ya la de Malraux, porque ha visto el derrumbe del muro de Berlín, los persistentes genocidios en distintas partes del globo, y la masacre del 9-11. Pienso por eso que Malraux se equivocó; no porque no me preocupen los desastres que todos padecemos, sino porque después de esta última masacre y sus distintas secuelas tampoco podemos hablar, me parece, de la absoluta necesidad de un siglo religioso. Creo que es Lezama, y no Malraux, el que tenía razón: necesitamos un siglo poético, un siglo al lezámico modo que se compenetre con la muerte y busque la resurrección. Creo también que ya vemos por lo menos una prueba fehaciente de la razón de Lezama. Después de casi tres meses sepultados bajo 300 metros de tierra, 33 mineros acaban de regresar a la luz. ¿No es este conmovedor evento, de resonancia órfica y repercusión global, una instancia de la poética de Lezama que acabamos de estudiar? ¿No es este mismo congreso en Puebla, que junto con tantos otros alrededor del mundo marca el regreso de Lezama Lima, luego de treinta y cuatro años de encierro, seis de los cuales padeció en vida, otra evidencia del mismo fenómeno?

Quiero pensar que apenas hemos llegado al umbral de lo que mi amigo, el llorado Severo Sarduy, en los inicios de la repercusión mundial de la obra de Lezama, llamó, y con justicia, “la era Lezama”.

 

*Lezama Lima: poetica para el siglo 21. Conferencia Plenaria de Clausura en el Xo Congreso Internacional 2010 Poesía y Poética, Puebla, México, 16 de octubre, 2010. Agradezco la invitación a mi amiga, la Dra. Alicia Ramírez y los comentarios de mi amigo y compatriota, el poeta y ensayista Enrique Saínz.