El confort de los cínicos
(y su soledad)
Vaimsanya nairghrnye na sapeksatvat tatha hi darsayati
El Señor ni odia ni quiere a nadie, aunque parezca que lo hiciera…
Página 279 Bhagavad Gita
El reloj en su pared, que solía caminar al compás del tiempo, parecía detenido en una suerte de suspensión agónica, como si las manecillas hubieran decidido renunciar a la marcha del día. Las hojas del árbol frente a su ventana se balanceaban, aunque no soplaba el viento, y los colores de su habitación parecían desdibujarse en una paleta de ocres o sombras.
El día, que había comenzado con promesas de claridad, ahora se desmoronaba en fragmentos de una realidad difusa, donde nada era fijo y todo parecía danzar en una sutil ironía. El reloj en su pared era la muestra tangible del acechador, y su espíritu parasitado por los senderos del hastío siempre tenía el mismo fin: recordar al acechador.
Una condición confundida de su existencia circunstancial y deleznable, tal como uno pueda oler el aroma de una flor y pretender que lo que posee es una flor, y así, uno volcado en un ser “fiduciario”, ilusamente poseedor de las cosas que lo rodean y que, de alguna forma, sirven de vehículo para autoidentificarse. En otras palabras, lo que está en las páginas 276 y 278 del Bhagavad Gita: todo apunta a la máxima de que la raíz de todos los males, la autoidentificación, es el tronco de las fuerzas de estas condiciones materiales…
La marcha en contra de la tala indiscriminada de árboles debía comenzar en unas horas. Podía sentir el murmullo lejano de los idealistas preparando pancartas, arengas, gritos de esperanza que, como el eco de una ilusión desgastada, llegaban hasta su mente, pero no a su corazón. Camilo quería ir, o al menos quería querer ir, pero algo lo retenía, lo envolvía en una especie de letargo melancólico. El mundo le parecía un teatro donde los actores repetían diálogos que ya no tenían sentido.
Aún podía escuchar la voz de su padre, esa presencia autoritaria que dictaba su vida desde algún rincón de su memoria. “No vayas a esas payasadas,” le había dicho esa misma mañana, su rostro rígido como una estatua romana. “Esos eventos son para gente que no tiene otra cosa que hacer. Aquí se trabaja, no se juega a salvar el mundo.”
Las palabras resonaban en su mente como una sentencia inevitable, una prohibición que iba más allá de la marcha. Su padre no le prohibía solo ir a ese evento; le prohibía soñar, le prohibía ser idealista, le prohibía cometer errores.
Y, ¿acaso no era ese el mayor de los cínicos? Aquel que mata los sueños antes de que estos se atrevan a nacer.
Camilo había leído mucho sobre el cinismo. A lo largo de su juventud, había devorado libros de filosofía, en busca de algo que pudiera darle sentido a su existencia, algo que explicara esa voz en su interior que le decía que el mundo estaba podrido. En su búsqueda, se había topado con la obra de Peter Sloterdijk, quien describía el cinismo moderno como un fenómeno que va más allá del simple escepticismo.
Sloterdijk afirmaba que el cinismo moderno era un cinismo de la razón, una conciencia lúcida de la contradicción en la que vivimos, una especie de doble vida. Sabemos que las instituciones, los sistemas y los valores que nos rodean están corrompidos, pero seguimos participando en ellos porque no conocemos otra manera de vivir. El cinismo de su padre, pensaba Camilo, no era una simple negación de los ideales, sino una aceptación resignada de que las cosas no cambiarían.
“En su análisis, Sloterdijk también apunta a cómo este cinismo y desencanto han sido absorbidos y reutilizados por el capitalismo tardío. El sistema capitalista, lejos de ser derrocado por la crítica racional, ha aprendido a integrar la ironía y el desencanto como parte de su funcionamiento. La publicidad, la política y la cultura de masas han sabido apropiarse de este cinismo, ofreciendo productos y mensajes que reconocen su propia falsedad, pero que aun así resultan consumidos con avidez."
Este proceso ha llevado a lo que el filósofo llama un “consumo cínico”, donde el consumidor sabe que los productos que compra están cargados de insignificancias o falsas promesas y una mercantilización vacía de significado, pero sigue adquiriéndolos por el placer inmediato o por falta de alternativas. Este tipo de cinismo, en lugar de socavar el sistema, lo refuerza, ya que permite que el consumidor critique y participe en el sistema sin sentir culpa ni responsabilidad ni remordimiento. El confort de saberse adaptar llevado a niveles mas altos que el propio cinismo.
Camilo, a sus 21 años, sentía que la cuerda entre él y su progenitor nunca se cortaba del todo. A veces, en medio de la noche, se preguntaba si su padre no era simplemente el eco de su propio desencanto, la voz de esa parte de sí mismo que ya no creía en nada. Porque, después de todo, ¿en qué podía creer? Las máquinas seguían cortando árboles, la naturaleza seguía muriendo, y cada pequeña marcha parecía un grano de arena arrojado al océano inmenso de la indiferencia global. ¿Era él tan ingenuo como para pensar que gritar en las calles cambiaría algo? Su padre lo había criado para no tener ilusiones, y con el tiempo, Camilo había aprendido a convivir con esa verdad amarga.
Laura, sin embargo, era un faro de ilusiones, o al menos lo parecía. La conoció en una manifestación ambientalista hacía un año, y desde entonces, había quedado atrapado en su voz apasionada, en sus ideas que parecían flotar sobre el aire como el humo de un incienso espiritual cuyo aparente destino era crear hermosos laberintos que se plasman en los confines del universo. Un universo al que Camilo no tenía acceso.
Pero algo en la relación con Laura comenzó a desmoronarse cuando empezó a observar la contradicción inherente en ella. Camilo se encontraba en una especie de paradoja, un sentimiento que Zygmunt Bauman, el sociólogo y filósofo polaco, describió como la esencia de la modernidad líquida.
Bauman planteaba que la modernidad líquida era una época de incertidumbre constante, de relaciones frágiles, de compromisos efímeros. Nada parecía sólido ni duradero en este mundo, todo se disolvía como el humo de un sigarro. Las relaciones, las identidades, los valores… todo se volvía líquido, maleable, desechable y sobre todo, sustituible. Y Camilo, atrapado entre su desencanto y el idealismo de Laura, se veía envuelto en esta modernidad líquida donde nada era estable, donde incluso sus convicciones más profundas comenzaban a resquebrajarse.
Laura no solo hablaba de libertad, sino que parecía personificarla. Tenía el aura de quien no pertenece a este mundo, de quien se ha liberado de las ataduras de la realidad cotidiana. Libertaria por convicción, siempre defendía la autonomía radical del individuo, la resistencia a todo lo que oprimiera el espíritu. Su cabello estaba pintado de colores que no existen en la naturaleza, como si aspirara pertenecer a otro planeta. Aspiraciones.
Pero, en un giro irónico que no escapaba a la mirada crítica de Camilo, esa libertad estaba sostenida por una cuenta bancaria que a pesar que si tenía límites, pero ella se las arreglaba para que cubran sus necesidades. Laura vivía rodeada de un confort que solo los despreocupados pueden permitirse, financiada por un ex marido y un amigo con derechos (intereses) y apoyo familiar.
Aun así, Camilo la amaba, o al menos amaba la idea de lo que ella representaba. Su relación había sido, hasta hace poco, un refugio donde ambos podían soñar con un mundo distinto. Sin embargo, las tensiones habían comenzado a florecer como las flores que surgen en los pantanos (en la oscuridad) entre ellos. Laura le había propuesto convivir juntos, en un espacio donde, decía, podrían crear un microcosmos libre de las hipocresías del mundo exterior. A Camilo, al principio, la idea le había parecido un bálsamo contra la realidad opresiva que lo rodeaba. Pero el tiempo, y las pequeñas decisiones cotidianas, comenzaron a mostrarle otra cara de esa utopía.
Uno de esos detalles, aparentemente insignificantes, había sido la decisión de Laura de comprar un gato. “Me encantan los gatos”, había dicho con una sonrisa que a él le resultaba cada vez más distante. Para ella, el gato representaba libertad, un compañero de vida en esa casa que planeaban compartir. Para Camilo, el gato representaba indiferencia. Además, él era alérgico, y ella lo sabía. Esa omisión no fue un accidente, sino una señal más de algo más profundo que él comenzaba a notar: la libertad de Laura era una libertad que no contemplaba concesiones, una libertad de sueños que no conocía alergias ni realidades incómodas.
Probablemente ella necesitaba un gato debido a su desproporcionado ego, muchos saben que el gato tiene grandes habilidades para mostrar la indiferencia y para alguien que “rebuzne o despotrique” , en ego a raudales, un gato, sin duda, lo hace aterrizar. Te estabiliza.
Bauman hablaba de cómo, en la modernidad líquida, las relaciones también eran líquidas: fluidas, cambiantes, sujetas a las exigencias de la individualidad radical. En esa modernidad, amar se volvía un acto difícil, un equilibrio precario entre la necesidad de cercanía y el miedo a perder la autonomía. Camilo veía ahora esa teoría reflejada en su vida diaria: Laura no buscaba compromisos, solo la ilusión de libertad, incluso a expensas de quienes amaba.
“Somos libres”, solía decirle ella. “No tenemos que atarnos a nada ni a nadie. Podemos ser lo que queramos, cuando queramos.” Pero esa libertad le parecía a él cada vez más vacía, una máscara que ocultaba una profunda soledad. ¿Cómo podía ser libre alguien que no estaba dispuesto a construir nada duradero? La libertad de Laura, pensaba él, era una libertad líquida, inasible, que se evaporaba como el humo de su cigarro en cuanto intentabas sostenerla entre las manos.
El gato fue solo el comienzo. Las decisiones de Laura, siempre unilaterales, se acumulaban en pequeños gestos que erosionaban su relación. Para ella, la idea de compartir un espacio común significaba, en realidad, imponer su propia visión del mundo. Camilo, que había creído en una relación de iguales, empezaba a darse cuenta de que su voz no tenía el peso que creía. Los ideales de Laura eran sólidos en teoría, pero líquidos en la práctica. Se movían y cambiaban según su conveniencia, y cualquier oposición era vista como una traición a su libertad.
Sloterdijk había advertido sobre esto, de una manera diferente. Su concepto del cínico esclarecido describía perfectamente la actitud de Laura. Ella no era ajena a las contradicciones en las que vivía, las aceptaba con una sonrisa irónica y seguía adelante. No se engañaba, pero tampoco hacía nada por cambiar las cosas. El cinismo esclarecido, pensaba Camilo, era la defensa perfecta contra el dolor de enfrentarse a la realidad.
En la soledad de su habitación, Camilo miraba su reflejo en el espejo, preguntándose qué quedaba de él. Había luchado por ideales que ahora le parecían lejanos, y el amor que creía tener también se desvanecía en la distancia emocional. Quizás, pensó, él también era parte de esa modernidad líquida de la que tanto se negaba a pertenecer.
Enrico Diaz Bernuy