El
cierre, de carácter metafísico, ofrece una reflexión contundente sobre la
fragilidad de la percepción y el poder creador —y engañoso— de la mente. Leslie
deja al lector con la inquietante sensación y mensaje al lector
L e s l i e
“Quien se conoce a sí mismo ama mejor,
porque no espera que el amor llene
vacíos que él no ha querido mirar.”
Baruch Spinoza
Una de las formas misteriosas en como una mujer quiere que inicies una
conversación con ella, a veces es con un comentario poco adecuado en alguna de
tus publicaciones, por que a veces lo inadecuado puede ser lo que llame mas la
atención pero también te revela una parte de esa persona como diciendo ¿oye te
acuerdas de esta forma de pensar la mía? y así fue.
El comentario apareció debajo de una publicación que Orlando había
puesto en una de sus redes sociales.
Él jamás imaginó que detrás de esas palabras había una intención, una
huella o mejor dicho, una historia…
Quien escribía era una ex enamorada, alguien de muchos años atrás,
alguien que esperaba, alguien que lo había recordado, y alguien que lo había
buscado.
—Quizá con una mezcla de picardía y nostalgia— que él la
reconociera. Y sin duda, así fue, y así comenzó la historia de una
segunda oportunidad…
Ella se había vuelto psicóloga. Él, un hombre que, sin proponérselo,
había acumulado más oficios pero con una sola vocación: inversión en aparatos
tecnológicos.
Coordinaron un encuentro sin demasiadas palabras: ambos estaban en el
ocaso de unas relaciones; ambos sintieron una gratitud extraña, casi secreta,
por volverse a ver.
Todo inició con un abrazo en una vieja cafetería olvidada del parque
central de Lince.
El abrazo fue largo, casi torpe, como si el cuerpo intentara decir
palabras que no sabían pronunciar.
Él fue el primero en separarse y la miró, con una sonrisa
amigable:
Ella le dijo: —Pensé que este día nunca llegaría. No así, por lo menos.
Se sentaron frente a frente. Ella lo observó con una mezcla de sorpresa
y ternura. Le dijo, toca mis manos están temblando… no me imaginé emocionarme
así.
Él no tuvo respuestas para ese comentario. Y para no alargar el silencio
ella le dijo:
—Estás distinto… pero también igual —añadió—. Tu mirada no ha cambiado,
sigues con la misma estructura corporal, no te has engordado como otros hombres
de tu edad, y aunque ella no señaló el poco cabello que poseía, él
inmediatamente le dijo: pero con menos cabello, jajaja.
Ella sonrió y le dijo pero eso ahora es tan solucionable que la gente no
se da cuenta, en Lima siempre hubo mucho perjuicio. Siempre dicen que el hombre
no debe arreglarse, desviando la mirada como si recordara varios casos que ella
había atendido. Lo cierto es que los tiempos han cambiado y ahora hay clínicas
exclusivas solo para hombres.
—Tengo que contarte algo. O mejor dicho… tengo que contarte muchas
cosas.
Ella respiró hondo, como para un viaje inesperado, acomodó
su sofisticada cartera como si se preparara para estar largo rato, y
luego le dijo:
—Yo también tengo cosas que decirte. No vine solo a escuchar.
Él sonrió con una gratitud suave y con esa misma dulzura que solo ella
podía inspirar.
—Es como ofrecer agua limpia a quien siempre bebió agua turbia —empezó
Orlando—.
Y mi agua limpia siempre les pareció demasiado.
Ella arqueó las cejas. En otras palabras tuviste amor no correspondido.
Él respondió siempre tan pragmática; jajajaja
—¿Tú crees que amar de forma honesta espanta a la gente? —Dijo Leslie.
—A veces sí —dijo él—. La luz incomoda. Por que suele alumbrar el
panorama que la otra persona había enterrado o pone al descubierto las miserias
que el otro solo tiene para ofrecer.
— A que te refieres con miserias? — Dijo Leslie.
— Dar migajas. —Respondió Orlando.
Ella lo interrumpió por primera vez:
—Pero también atrae. No te quites mérito. A mí me atrajo eso de ti y
luego yo actué así con otro hombre y claro, él se sintió sofocado.
Se miraron con ese tipo de honestidad que solo aparece después del
silencio de las tormentas, la honestidad de la paz, la honestidad de la
lucidez. Una lucidez en la que se ubicaron en un tiempo pasado con tantas
similitudes.
Ella abrió un cuaderno, como un acto involuntario, pero lo dejó a un
lado. Porque esta reunión no era con un paciente. Él era su ex enamorado, su
amigo ahora.
—No voy a psicoanalizarte, Orlando. Solo quiero entenderte, pero sobre
todo escucharte.
En el pasado quizás lo hiciste, incluso sin ser psicóloga, con una
sonrisa nostálgica —le dijo—.
Él continuó:
—El encuentro con el otro es el encuentro con uno mismo. Lo aprendí
tarde. Yo intenté curar con amor… como si amar fuera un remedio universal.
Ella negó lentamente con la cabeza, grave error…
—No eres médico del alma de nadie. Pero tampoco eres culpable de haber
querido sanar.
—¿Sanar yo? —Sostuvo Orlando.
— Siii, tu.
Una sanación que quizás la proyectaste en el otro. A veces uno ama
como le enseñaron: dando más de lo que le dieron. Mientras que otros repiten
las migajas que recibieron.
Orlando quedó en silencio un segundo, sorprendido por la precisión de
sus palabras. O lo mucho que ella lo había conocido. O lo emocionalmente
irreconocible que Leslie se encontraba.
—Mi amor se volvió arma en manos equivocadas —dijo él—. Y yo no nací
para convencer a nadie de que merecía ser querido. Al final me agoté.
Ella lo miró directo.
—Yo tampoco. —Hizo una pausa—. ¿Sabes? A mí también me pasó. Todo lo que
yo no pude corresponderte, lo hice con él, o sea, mi pareja
actual… bueno, ex pareja. Me cansé de explicar mi cariño, de justificar mis
cuidados como si fueran sospechosos. Me cansé de esperar correspondencia y
sobre todo me cansé de esperar el apoyo moral que nunca me ofreció frente a mi
trabajo.
Orlando la escuchó, atento, mientras que en sus adentros sentía cierta
envidia por aquel sujeto que recibió lo que él no tuvo.
Ella respiró profundo, no me mires así, que yo a ti también te quise.
Quizás no como querías, pero si te quise. Te quise como estaba preparada en
esos momentos.
Ella sin duda podía leer en él hasta el mínimo gesto corporal, y
acertaba.
—A veces me volví fría, Orlando. No premeditadamente, era como un
acto involuntario, eran mis momentos.
Él levantó ligeramente la cabeza, sorprendido de escucharla
libre de ese orgullo que la caracterizaba.
Ella sonrió como un acto automático, pero con tristeza o
arrepentimiento,
—Tú me querías con luz. Yo solo sabía darte sombra.
Orlando estiró la mano y ella la tomó sin dudar.
—Jung decía que proyectamos nuestra sombra en el otro —dijo Orlando.
—Sí… pero también decía que podemos integrar esa sombra, —respondió
Leslie—. Yo nunca integré la mía. Tú sí. O por lo menos lo intentaste.
Pero míranos ahora, sentados aquí con esta palpitante amistad, este
cariño, no es usual.
Lo sé Orlando, esto es un tesoro.
Él siguió, casi con alivio porque ella también hablaba:
A veces no te enamoras de quien te hace bien, sino de lo que te resulta
familiar. O sea lo familiar era dar amor a medias o a migajas. Yo
repetía las frialdades, las indiferencias, guiones, impuestos que era difícil
deshacerse.
Cuando ocultas los errores los repites, luego buscara
maquillar las imperfecciones internas intentando creer tus propias mentiras,
pero todo eso lo entendí tan tarde que vi a varias mujeres maravillosas irse de
mi vida.
—Y yo también —confesó ella—. Sabía que tu cariño era limpio, pero yo
tenía miedo. A veces prefería relaciones confusas, inestables o sedadas… porque
la base de esas relaciones es que me hacían sentir que no debía rendir cuentas.
Pero hay una cosa que debes entender también, uno no elije de quien enamorarse,
esas cosas suceden, simplemente una debe tomar decisiones si conviene esa
persona o no.
—Orlando sonrió suavemente.
Y si no, ¿conviene sufrir igual? Señaló Orlando.
Ella respondió, peor sería sufrir estando con esa persona (la
inadecuada) porque el sufrimiento sería el doble, ¿no crees?
—Te siento tan madura que casi no te reconozco.
—No éramos malos, Orlando —dijo ella—. Solo éramos jóvenes y torpes. Y
un poco heridos. Yo te veía tan vinculado al deporte y yo universitaria, a
veces te gustaba leer pero eso no era suficiente para mí. Igual eras casi un
niño en esa época y cuando sentí que estábamos en distintas frecuencias decidí terminar
contigo.
—Claro, si comprendí. —Dijo Orlando.
Él sintió que una parte de su pecho se aflojaba. Parecía que sus
palabras lo desarmaban por dentro, por que hablar todas esas cosas eran como un
viaje a una época que él había enterrado, pero ahora todo salía a flote. Y
él debía disimular, debía ser fuerte y eso era un código instaurado,
la fortaleza, un mito más en su vida o mejor dicho la máscara de siempre.
Ella añadió:
—Tú dabas demasiado para que no te abandonen. Yo daba poco para no
sentirme atrapada. Ambos actuábamos desde heridas viejas… como si el amor fuera
una coreografía que nadie nos enseñó, pero que la danzábamos en modo automático
como un mecanismo de autodefensa sin saber que a quien mas heríamos era a
nosotros mismos.
Él cerró los ojos un instante. Porque en esos momentos todas las cosas
que quería contarle ya no eran importantes, parece que más importante era
hablar de ellos, ya no de sus experiencias o sus logros o sus
fracasos. Él ya no quería contarle de su empresa o las inversiones o
sobre los viajes que tuvo, era cosas completamente intrascendentales, o los
conflictos familiares que tenía con sus hermanos debido a la ambición de ellos.
Y aunque no entendía porque las cosas habían cambiado por el orden de
importancia, por que de pronto, hablar de sus sentires era más importante
simplemente dijo:
—La danza de la repetición…
—Sí —respondió ella—. Pero también se puede aprender otra danza.
Ella lo miró con una ternura adulta, distinta y más sensual que nunca.
—Orlando, tú no estás condenado. Y yo tampoco.
Estando contigo o con otros, me protegía demasiado. Aprendí a dar poco
para no perder mucho. Era como si el fracaso era una idea latente en mi mente,
era lo más próximo. Ya de pequeña había visto a mi mamá fracasar con mi padre,
o viceversa y otras cosas horrendas.
Él sintió un temblor leve en el corazón, era un sentimiento antiguo un
deseo de rescatarla, pero no se lo podía decir, esas cosas ya nadie te las
cree.
Ella tocó su mano y dijo:
—Esta vez… no tienes que repetir la danza. Y yo tampoco, sostuvo.
Y en la cafetería de Lince, entre el eco de un pasado que los unía y un
presente que se reacomodaba con cautela, los dos sintieron que quizá, por
primera vez, la vida les daba permiso para empezar distinto. Además, debes
entender que cuando uno aprende a descifrar su propia mente, comprende que los
recuerdos no son restos del pasado, sino los planos invisibles con los que
edificamos nuestra existencia. Elegir qué recordar es elegir quién ser. Y solo
entonces descubrimos que esa arquitectura íntima siempre estuvo actuando sin
que lo supiéramos.
Pero algo empezó a inquietarlo, más allá de aquel mensaje.
La luz que caía sobre ella era demasiado quieta, demasiado perfecta,
como si no obedeciera al paso natural de la tarde. Él hablaba, contaba
recuerdos, dudas, culpas, y ella respondía con una serenidad que desentonaba
con la vida misma. No había titubeo en su voz, ni respiración agitada, ni ese
gesto nervioso de movimiento que hacía con sus pies cuando estaba a punto de
llorar.
Entonces lo entendió.
No era un encuentro: era una despedida.
Él tragó saliva, como si una mano antigua le apretara la garganta y era
la misma sensación de cuando era adolescente.
—¿Cuándo te fuiste? —preguntó, sin poder sostenerle la mirada.
Ella sonrió con una dulzura que jamás pudo tener en el pasado.
—No importa. A veces uno vuelve solo para que alguien pueda soltar lo
que quedó pendiente.
Un silencio grueso se extendió entre ambos, como una sábana que lo
cubría todo. Él sintió que el mundo se hacía pequeño y que su cuerpo, por fin,
admitía el cansancio de tantos años fingiendo fuerza y fingir frialdad.
—Solo quería… —dijo él, con la voz rota— sentir que aún estabas.
—Siempre estuve —susurró ella.
El aire se detuvo cuando él dio un paso hacia adelante. La vio de cerca,
casi tangible, casi humana. Y sin embargo, algo en su transparencia lo obligaba
a comprender: el límite entre la vida y la muerte no siempre es un muro, a
veces es apenas un hilo que vibra entre dos almas cansadas pero dos almas que
se habían extrañado porque no era la primera vida en la que se encontraban…
—Déjame sentir tus labios —pidió—. Solo una vez. Para saber que no soñé
nuestra historia.
Ella acercó su rostro. El beso no tuvo temperatura, ni peso; fue como
tocar un recuerdo que aún conserve aroma similar a aquellas cremas humectantes
que ella usaba. Un roce de eternidad pero lleno del silencio que lo
transportaba a otros tiempos que él no recordaba con claridad, pero que le traían
sensaciones de gratitud o felicidad.
Él cerró los ojos y sonrió.
En ese instante comprendió la verdad filosófica que durante años había
evitado: morimos no cuando el cuerpo cae, sino cuando ya no queda nadie a quien
besar en nombre de la memoria.
El silencio cayó de golpe, como si el aire mismo hubiera decidido
apagarse. Él aún sentía en los labios el rastro frío de aquel beso imposible,
ese roce que parecía hecho de niebla y despedida. Cerró los ojos un instante,
intentando sostener la emoción, el temblor, el sentido profundo de que algo
dentro de él acababa de cerrarse para siempre.
Entonces escuchó pasos.
Un mesero se detuvo junto a la mesa, con una expresión incómoda, casi
asustada.
—Disculpe señor…—Disculpe, señor… —dijo con voz baja—.
¿Desea algo más?
Él levantó la vista, confundido por la interrupción.
—No, estoy conversando con ella… —respondió, señalando el asiento frente
a él.
El mesero tragó saliva y negó lentamente.
—Señor… usted ha estado solo todo este tiempo. Nadie se ha sentado con
usted desde que llegó.
El corazón le dio un vuelco brutal. Miró la silla. Vacía. Impecablemente
vacía. Como si nunca hubiese sido ocupada.
La comprensión lo atravesó como un rayo lento, poético e inevitable:
las conversaciones más profundas a veces ocurren con quienes ya no
habitan este mundo, sino nuestra necesidad.
Sintió un vértigo suave, una mezcla de pena y revelación. Había hablado
con ella… o con lo que quedaba de ella dentro de él. Y el beso, ese último
beso, no pertenecía al mundo físico sino al territorio íntimo donde memoria y
deseo se confunden.
El mesero dio un paso atrás, inquieto.
Él, en cambio, se serenó.
Miró el espacio vacío frente a él con un cariño que ya no dolía.
—Gracias por venir —susurró a la nada.
Y en ese momento comprendió algo que lo dejó en paz:
no había estado loco, había estado amando.
Y a veces, amar es la única forma de seguir a un fantasma sin perderse.
Y como un eco de la memoria —aunque carecía de la precisión de un
recuerdo real—, la idea persistía nítida, firme en su claridad.
Se visualizó acompañándola a
su casa, ella abre la puerta y él observa un montón de dibujos extraños pegados
a las paredes: rostros sin boca, o rostros sin orejas, manuscritos a mano,
arrugados o manchados con café o comida. Rumas apoyadas por todos lados,
mientras que los ruidos que hacían los jugadores de billar de la casa de al
lado invadían hasta el mínimo espacio de su departamento.
Ella le confiesa:
—No soy la que recuerdas. Esa versión
de mí murió hace tiempo.
No es un fantasma, pero soy otra
persona emocionalmente irreconocible.
Cuando él le pregunta por qué había
venido a verlo después de tantos años, ella responde:
—Porque me llamaste sin saberlo.
Él no entiende.
Ella explica que cada vez que
uno recuerda intensamente a alguien, crea un eco de esa persona en
otra dimensión. Una dimensión puede ser el mundo onírico
Ella es ese eco: una versión creada por
su nostalgia.
Y cuando él deja de recordarla, ella
empieza a desvanecerse lentamente, como si se apagara una vela.
En esa oscuridad, de pronto, algo
comienza a iluminarse: tenía los ojos cerrados y, al abrirlos, descubrió que se
había quedado dormido frente a la pileta del parque. Era una pileta adornada
con rostros femeninos, y uno de ellos se parecía mucho al de su antigua
enamorada. Mirándola, se quedó dormido.
Como en la misma época que ellos hacían el amor y ella quedaba dormida y
el fascinado le encantaba contemplarla. Cada descanso era para volver a tener
intimidad y siempre eran varias veces, como jamás tuvo ese ritmo con ninguna
otra mujer. Era como si su descanso era contemplarla a ella descansar.
Y a pesar de tanto furor corporal que los unía, él veía en ella un lazo más
profundo e indescifrable que lo físico.
Pero hoy, él ya era un anciano y se había quedado dormido frente a la
pileta que solo podía traerle recuerdo debido a que había un rostro muy similar
a la que amó con tanta fuerza como si ella fuera de una vida pasada.
Extendió la mano, quizá para volver a tocarla o para confirmar que aún
existía, pero en cuanto la rozó, el cuerpo de la aparición se deshizo en un
polvo luminoso que lo cubrió por completo.
Fue entonces cuando escuchó la verdad, no con los oídos sino en el
pecho: ella llevaba años muerta, y todo lo que quedaba de su amor dependía del
frágil acto de recordarla. Sintió un peso insoportable en el pecho, un frío que
lo dejó sin aliento, y comprendió que aquel último destello era su despedida
final.
De rodillas, bañado en ese polvo que parecía ceniza y luz al mismo
tiempo, deseó algo simple y devastador: un último beso, aunque fuera imaginado,
aunque lo arrastrara consigo al mismo abismo.
Cerró los ojos, inclinó el rostro hacia el vacío y, cuando creyó sentir
el roce de unos labios que ya no existían, su cuerpo cayó lentamente al borde
de la pileta, como si hubiera decidido seguirla hasta donde los recuerdos dejan
de ser luz y se convierten en silencio del beso y su fin.
Enrico Diaz Bernuy

