© Enrico Diaz
Era un lobo con sed y esa exploración me convirtió en un Minotauro.
Loco con ese amor dorado, el fuego hacía su danza que convulsionaba y en el medio
de ese lenguaje febril, me cubrí justamente cuando mi cuerpo estaba con ella y
en ese vórtice, mis sentidos, como consecuencia de aquellas caricias y lamidas por las
mismas lenguas doradas que nos iluminaban flameantes del fuego. Cuya metodología
cuántica, sutil y pura, me permitió entender que en realidad el todo en sí, lo que me
rodeaba no era más que abusiones y este paisaje sexual me dejó el sabor a mar de ella.
Recuerdo su fragilidad, su delicadeza pindárica, aguerrida, libre, con la filarmonía
de sus labios y mis besos. En este trámite, esta experiencia de cuanto era capaz…
y esas gotitas tremendas que recorrían de sudor por mi cuello eran doblemente, humectadas con su lengua.
Sus pechos brillaban con un broncíneo tono, como una parte del infierno si hubiera
desplegado sobre ella, era como una montaña de deseos, y además era sumisa y
suculenta, y blanda, y suave, y acuosa, todo ello con esa cabellera enramada, enrulada
de esencias místicas que brotaban desde lo más intimo de ella. De todas las formas
delataba el alma que la gobernaba y que sería capaz de volver loco a cualquier hombre.
La contorción que hacía con sus caderas, cada vez que la penetraba me removía
como si ella intentara estrujarme con una sed infinita, la sed que tenía una hembra
excitada, madura, matemáticamente experimentada, lumbrera de mi destino y con toda
la fuerza de esta historia su amor finalmente me había iluminado.
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