Desde los años sesenta del siglo pasado, la obra del artista norteamericano James Turrell (Pasadena, California, 1943) se ha caracterizado por la producción de piezas en las que el protagonista, tácito o manifiesto, es la luz: instalaciones resplandecientes en las que la abstracción geométrica adquiere profundidad y volumen, como si se pudiera irrumpir en el plano de las dos dimensiones.
Como señala el título de la reciente retrospectiva de su obra en el Museo Jumex de la Ciudad de México, que repasa los momentos clave de su carrera y ofrece al público la experiencia de dos nuevas instalaciones realizadas especialmente para este recinto, las piezas de Turrell se pueden interpretar como Pasajes de luz: túneles, entradas, aperturas, vislumbres de otra dimensión.
En el contexto de la producción artística del último medio siglo, la
obra de Turrell constituye una trayectoria particular: en ella, al igual que en
otros rumbos del arte contemporáneo, se verifica una desmaterialización de la
obra de arte. Pero, a diferencia de lo que sucede en el arte conceptual, en las
piezas de Turrell el espacio vacío dejado por la materia no lo ocupa
(solamente) un nuevo espacio mental, sino una nueva materia, sublimada y
sublime: la presencia física de la luz.
Mediante sus instalaciones luminosas, Turrell realiza, de manera
desnuda, el sentido primigenio de todo arte: “encuadrar” nuestra mirada,
delimitar la percepción a través de la creación de una situación perceptiva,
una particular “distribución de lo sensible”, en la que el hecho estético pueda
ocurrir. En el caso del artista californiano, se trata del acontecimiento de la
luz. Y, en sus obras, detrás de ese acontecimiento se encuentra siempre una
misma alegoría reflexiva: el hacer posible las condiciones del acto, a la vez
crítico y místico, de contemplar la contemplación.
Desde sus primeras proyecciones a partir de la luz de las ventanas de su estudio en el Mendota Hotel de Santa Mónica hasta su monumental y hasta ahora inconcluso Roden crater en el desierto de Arizona –un gigantesco observatorio al aire libre que pretende servir como un entorno controlado para la contemplación de la luz–, Turrell ha puesto en duda el significado de opuestos como el arriba y el abajo, el adentro y el afuera.
¿Son
sus piezas un arte del interior o del exterior, la sublimación de la
experiencia de espacios enormes o la estilización de íntimas llamaradas
mentales? No importa la respuesta. Ya se entiendan como iluminaciones
interiores o paisajes abstractos, las instalaciones de Turrell se perciben, en
todo caso, como encuentros cósmicos, ocurrencias de lo celeste en medio de lo
cotidiano, como si, de repente, un astro emergiera del muro de una habitación.
Con razón se ha señalado la afinidad de la obra de Turrell con la arquitectura: sus instalaciones hacen posible habitar campos de luz porque su trabajo es una arquitectura de la percepción mediante el color. Y es que, como el propio Turrell lo ha mencionado en varias ocasiones, la luz crea el espacio. Mediante la manipulación de las tonalidades, las intensidades y las perspectivas de la iluminación, un mismo espacio material se puede convertir en muchos espacios perceptuales distintos. Cuando un lugar se llena de luz, esta lo configura como “espacio de ensoñación” superpuesto al espacio físico. Esta zona del ensueño, en la que la penetración de la mirada se expande o se limita, es la zona fundamental de nuestra percepción, pues ella “es de hecho el espacio de nuestra realidad”.
Pero, con todo y su novedad, la figura de Turrell pertenece a una larga
y rica tradición de reflexión plástica sobre la luz en la historia del arte, un
linaje que ha buscado sentir y pensar críticamente los mecanismos de la visión
a través de la exploración lumínica. Desde sus orígenes en los claroscuros de
Caravaggio y los chorros de luz de Vermeer hasta su maduración autoconsciente
en los experimentos cromáticos de impresionistas, orfistas y cubistas durante
los años de la vanguardia, esta tradición ha pintado de manera analítica las
diferentes fases y componentes que integran el acto de mirar y encarnado así
una suerte de fenomenología plástica de la percepción.
A su vez, el trabajo de Turrell forma parte de otra tradición que se
ubica más allá de la plástica: la de la creación de dispositivos
ópticos como marcos para experimentar con la mirada. En la lista de
tales dispositivos, se pueden contar la cámara oscura, la cámara lúcida, la
linterna mágica, el diorama, el planetario, la fantasmagoría. Esta pertenencia
es significativa, porque, en tanto aparatos de la visión que circulan como
piezas de arte, las construcciones luminosas de Turrell han realizado una
aportación verdaderamente trascendente a la historia reciente de las ideas
sobre la estética: nada menos que una redención, después de la crítica
devastadora de Marcel Duchamp al concepto, de eso que el artista francés
llamaba, despectivamente, “arte retinal”.
“Lo retinal” es, de acuerdo con Duchamp, ese placer estético superficial –por
relativo a la superficie del lienzo– típico de la pintura
tradicional, que depende casi exclusivamente de la “impresión sobre la retina”,
y que suele inhibir, por lo tanto, las posibilidades más profundas, morales e
intelectuales, de la producción artística. Pero, al plantear de otro modo la
percepción de la luz, las piezas de Turrell transforman, precisamente, lo que
entendemos por la “impresión sobre la retina”.
La tradición pictórica occidental, y su consiguiente concepción de la
luz, han permanecido, afirma Turrell, en un estadio primitivo: el de pensar la
luz solamente como fenómeno substractivo, es decir, como reflejo
sobre una superficie. Sin embargo, es posible una concepción alternativa: la
luz como un hecho aditivo: como una irradiación que toca
directamente nuestros ojos. Esta es la idea de la luz que se encarna en sus
instalaciones. Por eso se puede decir que hay un “arte retinal” después y antes
de Turrell. O más precisamente: que la obra del artista norteamericano ha hecho
inteligible, retrospectivamente, otra tradición posible de lo retinal: lo
retinal como emanación. Esta tradición escapa de la censura (casi
la maldición) de Duchamp, porque no inhabilita, sino que, al contrario,
estimula las potencialidades filosóficas y religiosas de lo sensible.
Las instalaciones de Turrell se suelen asemejar a las visiones que se
forman detrás de los párpados después de haber fijado la mirada sobre un objeto
resplandeciente. También evocan el fulgor eléctrico que, de noche, se cuela por
una puerta entreabierta e ilumina la penumbra de una habitación a oscuras. En
cualquiera de esas visiones, la luz queda fijada como una forma sutil de la
materia, pensamiento encarnado, frontera entre dos mundos. En ellas, la luz
funciona siempre, de algún modo, como pasadizo entre dimensiones: la extensión
y lo inextenso, la materia y el espíritu, lo finito y lo trascendente. Como esas
visiones, las piezas de Turrell encarnan el resplandor de lo real; erigen una
morada desde donde se puede traspasar esas fronteras: un lugar donde cerrar los
ojos y entrar en la luz. ~
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