CINCO FUEGOS
QUE APAGAN UNA VELA
y la flama que nos
acompaña…
Dicen que las amistades verdaderas no mueren, solo se transforman. Pero eso es lo que decimos cuando no queremos confesar que algo se rompió. Que lo que fue llama ahora es humo. Que lo que fue risa ahora es eco. A veces, cuando ya no queda nadie en la sala y todo está en silencio, uno se atreve a decirlo en voz baja: hay fuegos que no calientan; fuegos que apagan una vela.
La
amistad, cuando es genuina, germina como una promesa involuntaria. No nace de
la obligación ni de la sangre, sino de esa chispa silenciosa que ocurre cuando
dos almas se reconocen en su extrañeza………… No se elige a un amigo como se elige
una prenda, se lo encuentra. Y sin embargo, una vez encontrado, puede perderse
con la misma facilidad con que una ráfaga arrasa una llama descuidada.
El
primer fuego que apaga la vela es el de la envidia. No se presenta con nombre
propio ni toca la puerta de frente. Llega disfrazada de sonrisa, de consejo o
de elogio tibio. Al principio, uno no lo nota: todo parece igual. Pero en el
fondo, la mirada del otro ya no es clara. Algo se ha nublado. Donde antes había
celebración, ahora hay cálculo. Donde antes había abrazo, ahora hay distancia
no dicha. La envidia no necesita grandes escenas. Le basta con instalarse en el
hueco que deja el amor no correspondido, y desde ahí empieza a arder. Apaga la
vela porque consume el oxígeno de la sinceridad. No deja hablar con libertad ni
compartir sin miedo. Uno empieza a sentirse culpable de sus alegrías frente al
otro. Y cuando uno se calla la alegría; la amistad empieza a morir.
El
segundo fuego es la traición sorda, la pequeña deslealtad que no se confiesa
pero se percibe. No hablo del puñal que uno espera del enemigo, sino de la
fractura mínima que llega de quien uno creía aliado. Es una confidencia
revelada, una promesa no cumplida, una defensa ausente en medio del ataque. A
veces, la traición ni siquiera es activa; basta con la omisión. Con no estar.
Con mirar hacia otro lado cuando debías sostenerme. Es un fuego tibio y
constante, como una fuga de gas: no lo ves, pero al final asfixia. Uno puede
perdonar una traición,……… pero no puede olvidar que ocurrió. Y cuando la
memoria empieza a pesar más que el afecto, la vela titila, insegura…….
El
tercer fuego es la desproporción. Dar sin recibir. O recibir sin dar. El
desequilibrio desgasta hasta el lazo más fuerte. Hay amistades que se sostienen
sobre una cuerda floja donde uno entrega todo y el otro solo habita. Uno
escucha, acompaña, sostiene, pero nunca es sostenido. Y al principio, uno lo
justifica: "es que está pasando un mal momento", "es su forma de
ser". Pero con el tiempo, la cuerda se tensa. Y el que da se cansa. Porque
hasta el agua más clara se agota si nunca se repone. Este fuego es menos
visible, porque se esconde en el hábito, en la rutina del cuidado unilateral. Pero
es fuego al fin. Apaga la vela lentamente, hasta que uno despierta una mañana
sin ganas de llamar.
El
cuarto fuego es el crecimiento. Sí, crecer también puede alejarnos. No porque
el otro se vuelva enemigo, sino porque ya no compartimos el mismo lenguaje, los
mismos códigos… Cambian los intereses, los miedos, los paisajes internos. Lo
que antes nos unía ahora nos resulta ajeno……… A veces, uno quiere arrastrar al
otro en su transformación, pero no se puede. Cada quien tiene su ritmo, su
camino. Y cuando los caminos ya no se cruzan, el fuego se vuelve una brasa
inútil: caliente, sí, pero lejana. Este fuego no arde con odio, sino con
nostalgia. La vela se apaga porque ya no tiene sentido encenderla. Porque lo
que iluminaba ya no está.
El
quinto fuego (el más cruel de todos), es el de la lucidez. Ese instante en que
uno ve con claridad. Cuando el velo cae. Cuando ya no hay excusas, ni afectos
que maquillen la realidad. A veces, escribir te lleva hasta ahí. Como si cada
palabra fuese una escoba que barre la niebla incluido a tus interiores. Con la
lucidez, uno entiende por qué esa amistad ya no era tal. Comprende los gestos
pequeños que había ignorado, las frases que prefirió no escuchar, las heridas
disimuladas. Pero uno en el fondo es un memorioso y sueles poner atención en
como se sentaba el otro o en que dirección ponía los pies…
Y
entonces, no hay marcha atrás. Porque ver, verdaderamente ver, implica una
pérdida irreversible. Este fuego no quema por rencor, sino por verdad. Y la verdad,
cuando se revela tarde suele tener doble efecto en su dosis de crueldad, llega
para consumar lo que estaba a punto de caer. Al
fin y al cabo la verdad no llega nunca desnuda, la verdad espanta:
siempre viste el rostro de quien más detestas, y por eso duele, porque no viene
a halagarte, sino a desarmarte…
Pero
hay otro fuego, uno que no cabe del todo en estas cinco llamas, y que sin
embargo puede ser más doloroso porque nace de lo concreto, (los hechos). Es el
fuego del aprovechamiento.
Cuando un amigo te pide algo más allá de tus posibilidades —como ser su representante legal en un
trámite delicado, sin considerar tu situación económica, tus
límites, tu momento vital— y uno, por cariño, por compromiso o por no querer decepcionar, acepta sin poder. Y luego se
retracta. Ahí se rompe algo profundo…
No solo por el pedido insensible, sino por la contradicción que implica decir
que sí y luego retractarse.
Ambos fallan: uno por pedir sin mirar, el otro por aceptar sin convicción, sin
sinceridad.
Esa contradicción enciende un fuego breve pero feroz.
Uno
siente que la amistad fue usada, que era solo un medio para un beneficio. Y
después de eso, de aquella amistad, ya no queda nada. Nada. Y el vínculo se
quiebra, no solo por la negativa, sino porque uno descubre que solo era amigo
mientras servía a un propósito. Nada mata más la llama que saberse usado.
Cinco fuegos. Y uno más. Seis llamas que arden donde antes hubo refugio. Seis maneras de apagar la misma vela. A veces ocurre todo de golpe. A veces, uno enciende la vela una y otra vez, con paciencia, o con fe. Pero el fuego es traicionero. Y si no abriga, destruye.
Escribir sobre esto es también encender otra clase de llama: la que no busca iluminar al otro, sino entenderse a uno mismo. Pero incluso eso tiene su precio. Porque cuando uno escribe desde la herida, desde el desengaño, desde el encaro de las falencias de uno mismo o desde esa lucidez que duele más que la mentira, también empieza a alejarse de ciertos espacios. Lo que uno gana en claridad, lo pierde en pertenencia. A veces, escribir es como volver a casa con una vela en la mano, solo para descubrir que ya nadie vive allí.
Y
uno se queda así, con la vela apagada, contemplando el humo que sube por las
paredes anaranjadas de tu cuarto.
No
hay rencor, no hay odio, simplemente ya no hay amigo
A veces, perder una amistad no es una tragedia. Es un cierre, es como un acto de amor propio. Un gesto de verdad. Porque no todas las velas deben seguir encendidas. Algunas deben apagarse para que podamos ver la luz que nace desde adentro.
Y
entonces, en ese silencio, en esa penumbra recién asumida, uno comprende que no
está solo. Que hay otras velas encendidas en otros cuartos. Que la vida —como
la amistad— no se acaba con un fuego
emanado por una vela, más bien que ello de alguna manera interceda en
nuestros adentros a reconsiderar que hay llamas más poderosas a las que podemos
encontrar… Y no hablo de un lugar lejano al que tengas que viajar. Todo lo
contrario; la flama de esa vela divina solo habita en el interior que nos
acompaña, silenciosa como una doble alma que todos llevamos en nuestros adentros
desde que hemos llegado hasta que nos vamos, y eso se llama paramatma…परमात्मा)
Enrico Diaz Bernuy