Estoy seguro de que no soy yo el único que se aburre
de escuchar a los escritores hablar sobre agentes, giras promocionales,
editores, congresos y (sobre todo) acerca de premios literarios: quién ganó
cuál, quién gana a cada rato, quién gana de antemano, quién gana mereciéndolo y
quién no (esto se dice más en privado, claro está).
La mayor parte de los premios literarios son instrumentos promocionales; eso es
transparente en el caso de los otorgados por empresas editoriales. Antes, los
premios eran relativamente modestos. Pero en algún momento se dispararon, sobre
todo en el mundo hispano. Eso no es poco importante: el dinero que una
editorial otorga a un escritor por una novela ganadora es una inversión para la
empresa; se espera que ese dinero regrese a la editorial en ventas, directa o
indirectamente, y que se multiplique, como cualquier inversión.
Eso tiene una consecuencia esperable: si el dinero del premio es visto como
inversión, entonces no se puede premiar (a veces con cientos de miles de
dólares o euros) a un libro que luego sea difícil vender, o a un autor que no
tenga un cierto potencial comercial, o a un tipo de literatura problemático en
materia de su calidad de vendible.
(Por otro lado, tampoco se puede premiar a un libro que solamente tenga
potencial comercial y que no tenga o dé la impresión de tener calidad
literaria: un premio que se acostumbre a ser ganado por best-sellers de
consumo masivo, por ejemplo, es un premio que rápidamente habrá de
desprestigiarse y, por lo tanto, extraviará uno de los poderes de su varita
mágica: el de decirles a los lectores que su logotipo en tal portada garantiza
una lectura valiosa).
Hay libros, claro, que sí tienen potencial comercial y que además son
excelentes, y por eso incluso los lectores más cautos persisten en seguir la
pista de los libros premiados, y se encuentran con alguna frecuencia, entre
ellos, con volúmenes que renuevan su fe en el sistema y en el método.
Pero lo de los premios es sólo la punta del iceberg (y me refiero a un iceberg
no-hemingwayano, es decir, no a uno que indica dónde hay que escarbar para encontrar
lo mejor, sino dónde hacerlo para encontrar lo peor).
Y lo peor es que el entronizamiento del sistema de las grandes editoriales y la
competencia comercial omnipresente fosiliza la búsqueda de literatura original
y reduce la capacidad de riesgo estético de los escritores (porque se vuelve
necesario para las empresas reducir la posibilidad de riesgo de su inversión,
y, por tanto, en la medida de lo posible, seguir vendiendo productos del tipo
de los que hayan probado ya una cierta habilidad vendedora).
Supongo que la posición de los escritores en este asunto debe de tomar muchas
formas distintas. Unos sentirán que, en efecto, podrían ser creadores más
libres si el sistema editorial no funcionara como funciona. Otros pensarán que
son totalmente libres y que, en su trabajo literario, hacen lo mejor que pueden
hacer y lo hacen así genuinamente y sin remordimientos.
Algunos pensarán alguna vez: quizá si yo escribiera con absoluta libertad,
si yo me autorizara a escribir sin pensar en lo que opinará mi agente y mis
editores, haría algo muy diferente. Algunos añadirán: pero tal vez, en
ese caso, no tendría el éxito que tengo, quizá ni siquiera podría publicar las
cosas que hiciera.
Otros se preguntarán: ¿será quizá que mi (mayor o menor) éxito sólo significa
que me he adaptado bien al sistema, pero no significa que esté haciendo un
trabajo estéticamente valioso?
Otros no se preguntarán nada. Y entre esos, algunos, probablemente los que
tengan mayor éxito, estarán acaso seguros de que ese éxito no tiene ningún tipo
de condicionamiento económico o de mercado: que su obra es positivamente buena
más allá de cualquier coyuntura.
Otro sub-grupo de aquel grupo pensará lo contrario pero llegará a conclusiones
similarmente halagüeñas para el ego: que su éxito sí depende de un asunto
coyuntural, pero que en el fondo eso sólo refleja la perfecta adecuación de su
literatura al momento histórico.
Hace sólo unos años, o unas pocas décadas, la mayor parte de los escritores
buscaba para sus obras una editorial de prestigio: el dato clave era ver qué
otros autores estaban en ese catálogo, e incluso qué afinidades estéticas podía
tenerse con ellos. De allí en adelante, el libro se defendía más o menos solo.
La extrema profesionalización de las editoriales ha cambiado la cuestión: ahora
el dato clave es qué editorial tiene la mejor maquinaria de distribución,
promoción y ventas.
Por supuesto, quedan las más pequeñas editoriales "independientes",
que conservan la noción de la calidad como valor crucial. Pero los lectores
observadores habrán notado ya que son muy pocos los escritores que les son
fieles a esas editoriales: con el éxito suele llegar la migración a una casa
mayor.
Regresemos al iceberg. ¿Alguna vez se han preguntado qué gran editorial del
mundo hispánico estaría hoy dispuesta a publicar una obra que fuera
(para nuestro presente) el equivalente de algo como lo que fueron en su momento
Paradiso o De donde son los cantantes o Entre Marx y una mujer
desnuda? ¿Qué cosa le dirían los editores de una gran editorial comercial
al autor hispano contemporáneo que escribiera nuestro Finnegans Wake o
nuestro Malone Meurt? ¿En qué punto la inmensa calidad literaria
cobraría el peso suficiente para vencer los miedos de la editorial al fracaso
económico?
Por si acaso, yo estudie PUBLICIDAD Y MARKETING en la universidad Inca Garcilaso de la Vega.
Aquí viene una extraña ironía: la gran mayoría de los escritores
latinoamericanos conocidos de las últimas generaciones son, obviamente,
lectores voraces, que no habrán dejado de leer la mayoría de los libros que
acabo de mencionar, y seguramente muchos los admiran.
Al mismo tiempo, estarán convencidos de que ellos mismos no intentan
empresas similarmente complejas y difíciles (no hay que tenerle miedo a esa
palabra) porque ese tipo de quijotería experimental ha sido, digámoslo así,
superada en nuestra época.
La ironía tiene, entonces, la forma de una pregunta: ¿son los autores
los que han superado la ambición de riesgo que tuvo la novela en el siglo XIX y
las primeras ocho décadas del XX, o son las editoriales y el mercado las que
han ido decidiendo poco a poco que hay que descartar la ambición de arriesgarse
de esa manera?
Y los incontables métodos de autopublicacion que ofrecen distintos portales a dònde llegà todo...
Y los incontables métodos de autopublicacion que ofrecen distintos portales a dònde llegà todo...
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