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miércoles, 18 de septiembre de 2013

José María Ortega. Escritor y poeta.

LA CASA INTERIOR (Cuento) “He viajado lejos, sin embargo no he conseguido salir de mi casa. Existe el inicio de una novela titulada “La luz” que empecé a escribir hace aproximadamente seis años, las cinco carillas del manuscrito, se encuentran en la casa de mis padres, en Perú. En él, intenté relatar todo lo concerniente a mi persona, invadido una tarde por un incontenible sentimiento de desolación, pero como dije, abandoné el escrito en cinco carillas y lo pospuse indefinidamente. Los que lean la novela --que algún día espero consumar, y publicar por culpa de mi hermano Dionisio-- comprenderán muchas de las cosas que doy por sabidas en este relato, y que no pienso aclararlas aquí por cuestiones de tiempo y sensatez”. Aquel recinto no es como la casa 2, no tiene el tragaluz, la sala con sus paredes color marfil, los anaqueles saturados de libros, y sobre todo ese despreciable muñeco blanco, no hay una jaula con pericos australianos, ni los calzones y medias de sus hermanas bandereándose en los cordeles ¡No está su familia! Pero su casa no ha cambiado, continúa siendo la misma, siguen habitándola grandes telarañas; está tan desordenada y llena de mugre como el día en que decidió viajar a Buenos Aires. Sigue encerrado en su gran prisión. Pero a diferencia de antes ya no grita, ni se esfuerza en pedir auxilio, allí no hay nadie que lo pueda socorrer, así que la puerta ha quedado clausurada contra la amenaza de posibles curiosos e invasores. Ni siquiera a Mariana le permite acercarse a la puerta, duda que comprenda los intrincados laberintos que la constituyen, mucho menos que le sea fácil limpiar las telarañas asidas a las paredes y al techo, y toda esa inmundicia que habita el interior. Así que no puede ayudarle, “y el que no ayuda que no estorbe”. Se anima a abandonar la habitación. No ha visto la luz ni ha comido durante un día y medio. “¡Qué semanita! sin duda una de las peores, incluso sus ganas de defecar han desaparecido”. Trata de incorporarse de la cama, siente su cuerpo debilitado: sus manos y piernas se confabulan en temblores descompasados, un zumbido corroe entre su oído derecho y el cerebro, le provoca un mareo extraño. Le cuesta mantenerse de pie, incluso respirar, pero al final se repone. La idea de cruzarse con alguien en el pasillo o en la entrada del baño lo aterra, así que husmea antes de salir: la puerta de la habitación derecha está cerrada, la del costado izquierdo entreabierta; pero el viejo padece de sordera parcial, así que no puede oírlo. No es él quien le preocupa sino Deysi; es vieja y obesa pero tiene buen oído y siempre lo delata con sus escandalosos ladridos, la maldice, ha llegado incluso a detestarla más que al muñeco de nieve, pero al igual que a éste tampoco se ha atrevido a eliminarla. Felizmente hoy cuenta con algo de suerte, no hay señales de la intrusa. El silencio es casi audible. El baño es un lugar sombrío, la luz es tenue y apenas ilumina el ambiente, el aspecto amarillento y salpicado del vidrio le recuerda al espejo de sus padres. A pesar de la escasa claridad y del estado deplorable del cristal logra distinguir la grieta bajo su parpado derecho, sigue allí, terminante como un rencor en el corazón, ahora está seguro que no desaparecerá. Lleva cinco días vigilándola con la esperanza de no verla más, pero sigue allí y seguro que allí se va a quedar. El primer día le restó importancia al daño, creyó que era una estría pasajera a causa de las malas noches en el trabajo, pero al día siguiente el espejo le devolvió la misma imagen, la arruga seguía allí, y en ese mismo lugar se mantuvo el tercer y cuarto día. Hoy ha vuelto a consultar el espejo con la medrosa ilusión de que haya desaparecido, pero está allí, ornamentando la base de su ojo. Pero la arruga no hace más que despertarlo del letargo, recordarle su rostro. Se observa con atención, su aspecto es tenebroso: sus ojos dos bolas henchidas, su nariz semejante a la punta de una hoz, su boca arqueada elimina un líquido viscoso y agrio, esto lo horroriza… ¡Dios, qué horrible soy! -se dice para sí mismo- ¿Cómo pude haberlo olvidado? Todo este tiempo estuvo saliendo a la calle con ese aspecto, ha ido a la universidad, al trabajo, al supermercado “¡qué joven descuidado! pero ¡pobre! tuvieron que haberle avisado, en especial Mariana ¡qué vergüenza!” No es raro tropezar a cada rato con gente olvidadiza, por ejemplo, aquellos que olvidan el nombre de un amigo, el día de su aniversario o alguna fecha importante, pero olvidar lo que uno es, es una aberración, es un pecado ¿cómo vino a recordarlo hasta ahora? Si no era por la arruga anunciadora, habría continuado saliendo a la calle a desparramar fealdad y lástima; además hay que mencionar algo, nunca falta la gente hipócrita, miraban la puerta de su casa con sorna, con risas sarcásticas, pero jamás nadie le puso al tanto de lo que pasaba; de ahora en adelante tiene que ser más cuidadoso, para empezar, no puede darse el lujo de salir a la calle en el día, podría cruzarse con los vagos que intentarían apedrearlo y hasta matarlo, o peor aún, tropezar con un grupo de chicas que lo mirarían y se hablarían al oído riéndose solapadamente de él, eso lo mataría más rápido que cualquier piedra; una medida de seguridad más drástica, podría ser, aprovechar la noche para abastecerse de provisiones, lo suficiente para una semana, así no tendría que salir de día, ni siquiera todas las noches, sólo bastaría salir una noche por semana, comprar lo suficiente y quedarse en la habitación el resto de los días, “pero… ¿y el trabajo, la universidad,… y Mariana? Dado que si no trabaja no tendrá dinero para comprar comida ni nada ¡qué dilema! Pero no es tiempo de pensar en el mañana, ahora tiene algo de dinero, así que sólo debería esperar la noche y salir”. Es el momento apropiado para la empresa, no hay ruido en ninguna de las habitaciones vecinas; el supermercado chino se cierra a las 21 hrs, así que debe apresurarse. Ha alistado una indumentaria confiable que proteja su aspecto contra los curiosos. Cruza el pasillo, despacio; la puerta de la calle es vieja, cruje cada vez que alguien la fuerza, pero no hay nadie en la pensión, así que no tiene que preocuparse. Manipula la puerta, el gruñido fragoso del fierro oxidado despierta al más temido de los huéspedes, sus ladridos alarman al que suele espiarlo; el muchacho queda inmóvil, atrapado en su propio espasmo. Los pasos se oyen cada vez más cerca. (José María Ortega)

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