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lunes, 16 de septiembre de 2013

WALSER

Es común experimentar cierto sentido del ridículo al tratar de explicar en qué consiste la grandeza de una obra literaria que nos haya emocionado. Cuando buscamos comunicar este entusiasmo, nos damos cuenta de que a menudo la obra en cuestión no trata sobre nada relevante, e incluso al relatarla suena a una nimiedad que no parecería ser materia de alta literatura. Quizá sucede en esas ocasiones que lo imperecedero se vale del relato para dejar su huella, que lo estremecedor es tan solo un ángulo, una forma de pisar el mundo, y que al leer ciertas obras es como si más que habitar un relato estuviéramos inmersos en las conexiones mentales que le dieron origen.
Pocos escritores encarnan esta especie de literatura como un vacío infinito a la manera de Robert Walser. En un pequeño libro titulado Diario de 1926 (Ediciones la uÑa roTa), Walser anuncia su intención de construir un relato en torno a una mujer amada, pero solo para utilizarlo como pretexto para el despliegue de impresiones, sensaciones y de una mente infatigable. El personaje del Diario narra así su existencia cotidiana sin que jamás ocurra gran cosa, sembrando en el camino piedras sobre cuestiones como la educación (“…llama la atención que los padres, en sus casas, sigan considerando a menudo, o quizá una gran mayoría, la educación de los hijos como algo no muy distinto o no mucho mejor que un placer privado, toda vez que gustan, para su regocijo, de hacer que se comporten como bobos.”), o como la belleza natural de la poesía: “¿No es todo árbol un poema, y no son, siguiendo el mismo símil, todos los bosques antologías de poemas?”.
Walser prescinde de las grandes formulaciones abstractas para, en cambio, encontrar en algo tan sencillo como el hecho de que un peinado esté de moda elementos para proferir observaciones demoledoras: “No creo equivocarme si lanzo la conjetura de que nos hallamos en una época en la que todo tiende a la igualación”. Y es que, como bien demostró en su obra maestra Jakob von Gunten —donde el protagonista entra al Instituto Benjamenta con el único propósito de aprender a servir a sus superiores sociales—, el único reducto verdaderamente libre existe en una mente (como la suya) con la audacia para moverse por sus propios medios, alejada de las nociones preconcebidas que rigen la mayoría de las existencias. No es casualidad que el orden dependa de que esto no ocurra de manera masiva, pues, como concluye Jakob von Gunten: “Quien piensa se subleva, y esto es siempre tan feo, tan nocivo…”.

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