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Orígenes

Estimados lectores con placer y profundo aprecio a la literatura los invito a descubrir mi blog Café y escrituras con humo, un espacio donde la literatura respira con una libertad genuina, y donde cada cuento, relato o poema está tejido con esmero, ofreciendo mundos y personajes que buscan resonar en el alma. Es un rincón de lucidez y libertad de expresión, donde no existe censura ni rechazo, (ni de editoriales ni de fanzines) sino un llamado sincero a explorar juntos las profundidades de la imaginación y del pensamiento. Los textos son gratuitos y siempre bienvenidos a nuevos ojos, con la esperanza de que encuentren en ellos una chispa de inspiración o reflexión. ¡Los invito a tomar una pausa, servirse una buena taza de café, y sumergirse en la esencia de cada relato! , poema o artículos de mi autoría o de los escritores invitados. A continuación, dejo el índice del contenido:
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jueves, 9 de octubre de 2025

Lo políticamente correcto.... -edición revisada- Articulo de Enrico Diaz Bernuy

Lo políticamente correcto o

la muerte del creador libre

Existe una vieja teoría —o quizá un mito urbano que con el tiempo se volvió teoría— según la cual todo personaje literario es una proyección del propio autor. Si el protagonista de una novela es un ser mundano, cínico o de moral dudosa, se asume que el escritor también lo es. Esta confusión entre creación y biografía ha acompañado a la literatura desde sus orígenes, casi como un estigma. 

Cuesta separar la voz poética del poeta, "el yo ficticio", del "yo real". Así, cuando Charles Baudelaire publicó Las flores del mal, fue acusado de inmoralidad, como si los pecados de sus versos fueran una confesión personal. Lo mismo ocurrió con Flaubert y Madame Bovary, que le valió un juicio por “atentar contra la moral pública”, como si el adulterio de su personaje fuera su propia experiencia.

El segundo dilema —y quizá el más delicado— es cómo separar la obra del artista cuando su vida personal parece contradecir el mensaje de su creación. ¿Podemos admirar la espiritualidad de un escritor o pintor cuya conducta privada roza lo delictivo o lo inmoral? El debate se repite con nombres distintos en cada época: Ezra Pound, genial poeta, fue señalado por su simpatía hacia el fascismo; Woody Allen, talentoso director, es juzgado no solo por su cine sino por su vida íntima. O el famoso caso de Vicente Huidobro que abandonó a su esposa por irse con una niña de 14 años mientras que él tenía más de 40, sí el autor de TEMBLOR DE CIELO Y ALTAZOR, por su puesto que esos dos maravilloso poemas fueron escritos después de vivir para siempre con esa joven, y la lista es inmensa de autores así... 

Surge entonces la pregunta esencial: ¿debe el arte ser juzgado por la ética de su creador o por la profundidad de su obra? Es como si estuviéramos en tiempos en que escribir está siempre “bajo sospecha” (ser o parecer).

Una teoría más reciente sostiene lo contrario: que para triunfar como artista hay que convertirse en el personaje que se escribe. La autenticidad —dicen— es el nuevo valor de mercado; la marca, (eres una marca). Así, quien escribe al estilo de Bukowski  (solo por dar un ejemplo), debe vivir al borde del caos, entre bares, alcohol y desencanto; quien aspira a ser un nuevo Rimbaud debe llevar una existencia errante y maldita. La sociedad, fascinada por el mito del genio autodestructivo, termina confundiendo la obra con el espectáculo del autor. El artista deja de ser creador para convertirse en su propia estrategia de publicidad o marketing.

Finalmente, en la era de las redes sociales, esta confusión alcanza su punto máximo. Todos tienen micrófono y todos opinan. Se juzga no solo la obra, sino cada gesto, cada post. Exhibir un plato de comida puede interpretarse como banalidad o vanidad; compartir una canción triste, como signo de debilidad o derrota. Lo políticamente correcto impone una máscara emocional donde solo se permite mostrar éxito, alegría, buen humor y estabilidad. Paradójicamente, los textos o videos que abordan temas de profundidad, cuestionamiento, autocrítica o recogimiento espiritual suelen ser objeto de burla o sospecha.

En este nuevo escenario, el autor se ve forzado a construir una versión maquillada o editable de sí mismo: un yo pulido, vigilado y aprobado por la multitud digital. Los amigos a distancia y que jamás te conocerán en persona.
Sin embargo, no siempre quien comparte una canción melancólica o un video reflexivo lo hace porque atraviese un mal momento, (o el peor momento de su vida), muchas veces simplemente encontró en ese contenido algo inspirador, una chispa que lo conmovió o una idea que podría servir de consuelo o motivación a otros. 

En ese acto hay empatía, no exhibicionismo. Pero en una sociedad acostumbrada a leerlo todo en clave de sospecha, hasta el gesto más genuino corre el riesgo de ser malinterpretado.

Quizá lo que nos queda, en medio de tanta confusión o hipocresía, (hipócritas), es recordar que el arte no es la confesión del artista, sino su espejo distorsionado. Que detrás de cada poema o novela o cuadro, hay más imaginación que biografía, más verdad simbólica que literal. Y que juzgar a un creador por su vida es olvidar que la literatura, como toda forma de arte, es ante todo una máscara que revela mientras oculta… 


Enrico Diaz Bernuy

 

miércoles, 8 de octubre de 2025

martes, 7 de octubre de 2025

 

Estimados lectores de este espacio literario, comparto con ustedes finalmente la introducción al poema que vengo escribiendo desde hace unos años. Como decía un ex contacto, dirigiéndome a 4 gatos y un gatoide, espero que disfruten la intro.

 

 

***

 

Poetizar una conversación filosófica de raíz hindú no constituye únicamente un ejercicio estético, sino un acto de rescate y reinterpretación de una de las tradiciones más influyentes en la historia del pensamiento universal. En los vestigios de los Vedas, los Upanishads y, de manera eminente, el Bhagavad Gītā, se preserva una herencia intelectual que trasciende lo abstracto para convertirse en experiencia interior, en invitación a la reconexión espiritual del ser humano con lo trascendente.

 

La traducción poética de estos diálogos abre canales sensibles que favorecen la comprensión intuitiva y simbólica, allí donde la razón discursiva resulta insuficiente.

Así como diversos artistas han recreado visualmente obras cumbre de la literatura —caso de El Quijote o La Divina Comedia, interpretadas por Dalí y otros exponentes— debido a su afinidad con dichas creaciones, del mismo modo se planteo aquí un vínculo profundo con el Bhagavad Gītā, texto que se considera esencial dentro de la tradición védica y, al mismo tiempo, universal.

Si bien algunos intelectuales reducen esta obra a una conversación con matices filosóficos, desde esta perspectiva se la reconoce como la expresión suprema para el desarrollo de la conciencia del ser humano, manteniendo siempre la fidelidad a las primeras traducciones y transliteraciones de la Biblioteca Védanta.

Desde una óptica filosófica y lingüística, poetizar equivale a expandir las posibilidades del lenguaje. Las metáforas, imágenes y ritmos verbales no cumplen solo una función ornamental: actúan como catalizadores de significados múltiples, capaces de generar nuevas interpretaciones y de abrir campos de reflexión creativa aplicables tanto en el ámbito literario como en el académico y artístico.

Identificar figuras retóricas o escenas poéticas en los diálogos entre Śrī Kṛṣṇa y Arjuna permite, además, mantener vivo el vínculo entre filosofía y literatura, potenciando un terreno fértil para la investigación interdisciplinaria.

En relación con la obra original, resulta pertinente subrayar la presencia de la función poética, junto a las funciones connotativas y denotativas propias de todo texto literario. En este marco surge el proyecto de poetizar cada estrofa del Bhagavad Gītā, no como simple ejercicio de recreación estilística, sino como una práctica de estudio profundo y, a la vez, de bhakti (devoción).

La intención es preservar la esencia del texto sagrado, de modo que la voz de Kṛṣṇa continúe habitando en la nueva propuesta poética.

A ello se suma un fundamento neurocientífico que refuerza la pertinencia de este enfoque. Investigaciones recientes han demostrado que la producción y recepción de imágenes poéticas activa regiones cerebrales vinculadas a la memoria, la empatía y la regulación emocional.

Poetizar, en este sentido, no solo estimula la creatividad y la inteligencia, sino que también contribuye a la plasticidad neuronal, a la salud mental y a la construcción de un sentido vital más profundo. Poetizar es eso y quien lo lea le veneficiará en los campos neuronales mencionados. Por que quien lo lee, interpreta e imagina las metáforas, y eso es un viaje a otros funcionamientos físicos (neuronales) y sobre todo, espirituales…

En conclusión, poetizar el Bhagavad Gītā representa un esfuerzo interdisciplinario que conjuga la filología, la filosofía y la neurociencia. Más que un recurso estético, constituye un medio de veneración y de estudio, un gesto de reverencia hacia la obra original que integra razón, emoción y espiritualidad. En esta fusión entre forma y fondo, la poesía se convierte en vehículo de conocimiento absoluto y en acto de entrega a los pies del gran Señor, Śrī Kṛṣṇa.

 

 

 

 

 

 

 

Sweet Jane (Natural Born Killers)

lunes, 6 de octubre de 2025

LEYENDO MI POEMA en el local Cultural "CASA BAGRE" ENRICO DIAZ BERNUY

Extraído de: elmundo.es

 

osofía

 Receta de éxito

La fórmula de Nietzsche: "Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo"

La importante es hacer que las cosas sean sencillas en cualquier contexto de la vida

Imagen de Friedrich Nietzsche
Imagen de Friedrich NietzschePixabay
Actualizado 

En nuestro día a día afrontamos múltiples tareas, decisiones o rutinas que, en muchas ocasiones, nos agobian más que nos ayudan. Vivimos en sociedades frenéticas en las que se busca la inmediatez y donde, a veces, es necesario hacer una pequeña pausa y reflexionar sobre las cosas que nos gustan y que nos disgustan de la vida. Es en esos momentos en los que puede que pensemos en la felicidad.

Hace más de 100 años, en pleno siglo XIX, el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche ya se planteaba el sentido de la existencia y dejó para la historia una frase que todavía hoy en día está de plena actualidad y puede aplicarse.

  • "Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo".

La frase, publicada en sus escritos y replicada habitualmente por el psiquiatra Viktor Frank en sus obras, habla de la necesidad de tener un objetivo o meta que dé sentido a toda la existencia. Siempre que hayamos encontrado ese objetivo final, tendremos la fuerza y la energía para resistir los momentos difíciles que se van a presentar en el camino.

En este sentido, muchas veces los límites nos los ponemos nosotros mismos. Nuestra mente suele fijarse mucho en el proceso, por lo que es fundamental intentar hacer las cosas sencillas siempre y no pensar en las dificultades, ya que nos van a alejar de conseguir el objetivo.

Un ejemplo práctico de la frase de Nietzsche

Un ejemplo práctico sería un deportista de alto nivel que se fija como objetivo ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Según la filosofía de Nietzsche, debe enfocarse en el fin y así encontrar la manera de superar las dificultades (lesiones, entrenamientos agotadores, presión...). De esta manera, el deseo de conseguir el metal le va a ayudar a encontrar los cómos (recuperaciones, técnicas) para lograrlo.

RELATO BREVE DE ENRICO DIAZ BERNUY. " FÁTIMA" 2025 // edición revisada //

Ningún legado es tan rico como la honestidad...

William Shakespeare




 FÁTIMA

Luego se le vinieron muchos nombres a la cabeza: amigos entrañables, amigas queridas, enamoradas, amantes. Y aunque parezca increíble, todos seguían viviendo a pocos minutos de donde él habitaba. Vivían en la era de la productividad: estudiaban, se cualificaban, trabajaban duro —otros, no tanto—, pero todos, de algún modo, se las ingeniaban para permanecer ocupados, y, por supuesto, en perpetua exhibición o extinción.  Como si la vida misma fuera un anfiteatro donde, por si acaso, uno debía sonreír; y si era con ironía, mejor.

Eso era lo que quedaba cuando él echaba de menos a alguien: las sonrisas falsas o irónicas, las miradas de aprecio, los gestos de una cercanía que ya no existía. No importaba cuánto los recordara: jamás ocurría el reencuentro, jamás los veía, y eso era un mensaje, una fuerza silenciosa, sutil pero latente como un corazón a punto de apagarse. Era como si el universo le dijera: tu historia con esa persona ha caducado. Que alguien viviera o trabajara tan cerca y jamás se cruzaran los caminos tenía algo de místico, de ilusión que a veces retornaba con la esperanza de un encuentro casual, de esos que solo ocurren en las películas —o una o dos veces en la vida.

No podía negar que a él también le había ocurrido: un encuentro así, breve, nostálgico, interesante y, sin embargo, tan pasajero como la propia vida.
Pero la vida avanzaba, y él iba dejando cada vez a más personas atrás.
Y, sin embargo, seguía recordándolas. Era un dilema existencial: desear ver a alguien a quien no se atrevía a buscar, pero que seguía habitando en su memoria. Lo mismo sucedía con las mujeres que había amado: ¿qué no daría por un encuentro que empezara con un abrazo y terminara con un café?

Esa sensación alcanzaba un punto límite cuando deseaba tanto algo que bastaba una simple conversación —un intercambio sincero, un espacio donde las palabras pudieran descansar y no desarmar a nadie. Pero a veces esa persona ya no existía en su vida. Y quién existía o no, solo él lo sabía; mientras los demás especulaban, nadie conocía la verdad íntima de él.

Con el paso del tiempo —y su fuerza aplastante—, también se desvanecía ese deseo, ese apego casi instintivo de conversar con alguien querido. Cada uno de esos rostros terminaba disolviéndose, como figuras esculpidas sobre la arena húmeda que el mar, tarde o temprano, reclama. En esas danzas marinas, tan tiernas y a la vez implacables, todo se disolvía. Eso era el tiempo: una corriente que lo arrastraba como a una pluma sobre la marea.

Y mientras esas imágenes se desvanecían, en él sobrevivía una sola. No necesariamente porque hubiera sido la mejor, ni la peor, ni la más amada. Quizás fue distinta. A veces el amor no se medía por intensidad ni duración, ni un amor era más que otro, sino por su naturaleza única, por esa entrega que lo separaba del resto de sus experiencias.

Fue un amor en el que, más allá de los cuerpos, más allá de sentir las heridas de ella, pasando esas profundidades,  era sentir el alma de ella frente a sí. Nunca se lo dijo, porque decirlo hubiera sonado impostado, y tampoco él no lo tenía claro.

Además  lo habría dejado como un palabreador.  Hablar de almas en el medio de los cuerpos o los sentimientos era un terreno muy denso, y sobre todo, poco creíble. Así que el atajo a esta experiencia era callar, optar por el silencio era lo más sano para ambas partes, un silencio que él tuvo que decidir.

Pero su voz interior, o su “sombra younguiana” lo perseguía con la idea de una última conversación, la que jamás ocurriría. No porque no quisiera buscarla, sino porque sabía que las casualidades verdaderas no se repetían. Entonces el sentimiento lo cubría, calladamente.

Algunos lo superan; otros, en cambio, guardaban ese secreto como una herida dormida que los convertía, poco a poco, en seres incompletos, en almas que no lograron resolver algo.

Porque el amor que no se dice no muere: se queda, como una sombra que acompaña en todos los espejos.
Y él pensaba, a veces, que si alguna vez volvieran a cruzarse, no hablarían: bastaría el temblor en su mirada para que ella sonriera, y él permaneciera en silencio por fuera, mientras todo en su interior quisiera entregarse a ella.

Pero su pensamiento era como el silencio, ese mismo que lo había acompañado desde la cuna. Recordaba cuando su madre le decía al esposo: “haz silencio, el bebé debe dormir…”. Desde entonces, pensamiento y silencio comenzaron a entrelazarse, a volverse una misma sustancia, algo abstracto que lo envolvía.
Con el tiempo, esa fusión tomó fuerza, especialmente cuando empezó a sentir la absoluta entrega: una entrega que va más allá del amor, o que quizás sea su forma más alta y depurada, esa que no ocurre muchas veces en la vida y la que a veces te puede destruir.

El silencio se había convertido en su morada. No lo temía; lo aceptaba como quien se reconcilia con una antigua sombra. Ya no necesitaba imaginar reencuentros ni diálogos imposibles. Comprendió que toda conversación verdadera ocurre en otro plano, en esa región invisible donde el pensamiento se funde con el alma. Y las almas se imponen y los pensamientos quedan fuera.

Cada tarde, al regresar del trabajo, se sentaba en la azotea como un ave que buscaba su verdadero hogar en otros cielos, pero no era exactamente el cielo lo que observaba…

Era como si tratar de mirar lo más alto buscara,  encontrar su verdadero origen, un lugar muy lejos de todo o de todos…  pero terminaba observando  cómo el sol se disolvía sobre los edificios y sentía que algo de él también se deshacía en esa luz. A veces creía percibir su presencia —la de ella— en los reflejos del vidrio, en el movimiento del viento, en el sonido que el silencio deja cuando se expande. No era locura ni nostalgia, era simplemente la conciencia de haber amado.

El amor, pensaba, no era una historia ni una promesa, sino una energía que permanece suspendida, que no se apaga aunque cambie de forma. Su silencio no era vacío, era una continuidad: la prueba de que la entrega, cuando es absoluta, no necesita palabra alguna para sobrevivir.

Con el tiempo, dejó de buscar explicaciones. El recuerdo de ella ya no dolía; era como una oración sin lenguaje, como un fuego que no quema, pero que aún ilumina. Entonces entendió que el amor, cuando trasciende, se parece al silencio: no pide nada, no exige respuesta, simplemente existe.

Y así, mientras caía la noche, pensó que quizás toda la vida no era más que un largo aprendizaje para aprender a callar sin miedo, para dejar que el alma diga lo que la voz nunca pudo pronunciar.

A veces caminaba sin rumbo por las calles que solían compartir. Miraflores seguía igual: el ruido de los colectivos, las vitrinas con maniquíes inmóviles, el olor a café recién molido en alguna esquina. Pero todo había cambiado. Cada rostro, cada sombra, le recordaba la imposibilidad del retorno.

Una noche, mientras cruzaba la avenida, creyó verla al otro lado. La figura era parecida: el cabello, el abrigo, incluso el modo de sostener la cartera. Su corazón dio un salto —un reflejo antiguo, animal, imposible de dominar. Pero cuando la mujer volteó, no era ella. Y sin embargo, en ese instante sintió que no importaba.

El mundo estaba hecho de semejanzas y distancias. Comprendió que lo que uno ama no regresa, porque el amor, una vez vivido, se queda atrapado en el tiempo donde fue real. No hay reencuentros verdaderos, solo ecos. Pero de pronto esas mismas semejanzas en donde las distancias era lo más marcado en el fondo se encontraban interconectadas como si algo jamás nos alejara del otro…

Siguió caminando hasta llegar al malecón. El viento le trajo olor a sal y a despedida. Se sentó en una banca y pensó que, de algún modo, ella también debía estar en algún lugar, respirando la misma noche, sin saber que en ese mismo momento alguien la recordaba con gratitud.

No sintió tristeza. Solo una calma extraña, como si hubiera cerrado un ciclo sin decir palabra. A veces, pensó, el amor más honesto es aquel que se disuelve sin ruido, como la espuma del mar al tocar la arena: fugaz, y sobre todo lleno de paz.

Y mientras el cielo se llenaba de luces llenas de historias, pero lejanas, entendió que el silencio no era ausencia ni  algo abstracto; era un modo que tiene el universo de decirte gracias.

El silencio, que antes le pesaba como una lápida, empezó a transformarse en un espacio fértil. Descubrió que la ausencia no siempre significa pérdida, sino maduración. Aquello que no se dijo, lo que se calló por temor o respeto, había seguido creciendo dentro de él, hasta volverse comprensión.

Una mañana despertó con una sensación distinta. No pensó en ella como antes, con dolor o deseo, sino con una ternura serena, llena de paz…

Comprendió que amarla había sido una manera de conocerse, de mirar su propio abismo y reconocer que también en él habitaba una forma de belleza.  Ese día decidió escribir. No una carta ni una confesión, sino una página en blanco donde su pensamiento pudiera respirar. Las palabras fluían como si siempre hubieran estado ahí, esperándolo. No eran para ella, sino para el mundo, para esa parte de sí mismo que aún necesitaba ser escuchada. O para esas almas que sienten lo mismo pero que no tienen las palabras.

El amor que había callado se volvió voz, pero una voz silenciosa, limpia de nostalgia. Comprendió que el alma no se une para poseer, sino para iluminarse mutuamente, aunque sea por un instante que a veces eso se sienta como una eternidad… 


Enrico Diaz Bernuy.


 

sábado, 20 de septiembre de 2025

Comentario a la película: Infinito

Infinito cuenta la historia de Evan McCauley, un hombre atormentado por recuerdos y habilidades que nunca aprendió,  (casi como un autodidacta) visiones de lugares donde jamás estuvo y la sensación de cargar con vidas que no son suyas. Creyendo que padece esquizofrenia, descubre que en realidad pertenece a un grupo secreto llamado los Infinitos, personas que renacen una y otra vez recordando 

—en mayor o menor medida— sus existencias pasadas. Dentro de este círculo milenario se enfrentan dos facciones: los Creyentes, que protegen la humanidad aceptando el ciclo de la reencarnación, y los Nihilistas, liderados por Bathurst, que desean acabar con ese ciclo eterno de renacimientos y están dispuestos a borrar la existencia usando un artefacto devastador conocido como el Huevo. Evan se convierte en la pieza clave de esta guerra, pues en sus memorias ocultas guarda la localización del dispositivo.

En medio de esta misión surge un vínculo esencial con Nora Brightman, miembro de los Creyentes. La película no desarrolla un romance convencional, pero sí plantea una relación que trasciende el tiempo y la carne: Nora mira en Evan no solo al hombre confundido que tiene delante, sino al compañero de otras vidas, al aliado y quizá amante que una y otra vez ha encontrado en distintas encarnaciones. No necesitan palabras grandilocuentes ni escenas apasionadas; basta la manera en que ella lo guía, la firmeza de su confianza y la ternura contenida en sus gestos para revelar que entre ambos late algo más profundo que la amistad. Evan, aun incrédulo, siente esa atracción magnética, esa familiaridad inexplicable que lo desarma y lo sostiene al mismo tiempo. Ella lo silencia de alguna forma y lo hace sentir completo.

Así, el romance se presenta como un amor antiguo, (o almas gemelas) donde la reencarnación toma un papel implícito, que se insinúa en miradas, en la cercanía de los cuerpos durante el peligro, en silencios que dicen más que un beso interrumpido por la urgencia de salvar al mundo. Mientras Evan lucha por desbloquear sus memorias y aceptar quién es realmente, también descubre que Nora es su ancla emocional, el eco de un amor que ni la muerte ni las reencarnaciones han podido extinguir. En el trasfondo de la batalla entre quienes quieren perpetuar la vida y quienes anhelan destruirla, la relación entre ellos se convierte en el recordatorio de lo que vale la pena defender: no solo la existencia, sino la posibilidad de reencontrarse una y otra vez con aquel ser que da sentido a cada nueva vida, como algo que deben concretar como si tuvieran una predestinación...