DIEZ HISTORIAS DE MARIO VARGAS LLOSA CONTADAS POR ÉL EN “EL PEZ EN EL AGUA”
Con motivo de un onomástico más de Mario Vargas Llosa compartimos esta selección de historias que muestran algunos pasajes de la vida del Nobel de Literatura narrados en sus memorias.
Selección de textos Luis Rodríguez Pastor
A Alejandra Rodríguez
1. “TU PAPÁ NO ESTABA MUERTO”
Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor.
―Tú ya lo sabes, por supuesto ―dijo mi mamá, sin que le temblara la voz―. ¿No es cierto?
―¿Qué cosa?
―Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?
―Por supuesto. Por supuesto.
Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa [9].
―Tú ya lo sabes, por supuesto ―dijo mi mamá, sin que le temblara la voz―. ¿No es cierto?
―¿Qué cosa?
―Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?
―Por supuesto. Por supuesto.
Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa [9].
No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar “¡Suélteme! ¡Suélteme!” con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como “pero por qué te asustas”. Salí corriendo hasta la calle [75-76].
3. EL JIRÓN HUATICA
Con un amigo leonciopradino, Víctor Flores, con quien solíamos, los sábados, luego de las maniobras, boxear un rato junto a la piscina, un día nos confesamos que ninguna de los dos nos habíamos acostado con una mujer. Y decidimos que el primer día de salida iríamos a Huatica. Así lo hicimos, un sábado de junio o julio de 1950.
El jirón Huatica, en el barrio popular de La Victoria, era la calle de las putas. Los cuartitos se alineaban, uno junto al otro, en ambas veredas, desde la avenida Grau hasta siete u ocho cuadras más abajo. Las putas ―polillas, se las llamaba―estaban en las ventanitas, mostrándose a la muchedumbre de presuntos clientes que desfilaban, mirándolas, deteniéndose a veces a discutir la tarifa. Una estricta jerarquía regulaba al jirón Huatica, según las cuadras. La más cara ―la de las francesas― era la cuarta; luego, hacia la tercera y la quinta, las tarifas declinaban hasta las putas viejas y miserables de la primera, ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles (las de la cuarta cobraban veinte). Recuerdo muy bien aquel sábado en que con Víctor fuimos, con nuestros veinte soles en el bolsillo, nerviosos y excitados, a vivir la gran experiencia. Fumando como chimeneas para parecer más viejos, subimos y bajamos varias veces la cuadra de las francesas, sin decidirnos a entrar. Por fin, nos dejamos convencer por una mujer muy habladora, de pelos pintados, que sacó medio cuerpo a la calle para llamarnos. Pasó primero Víctor. El cuarto era chiquito y había una cama, un lavador con agua, una bacinica y un foco envuelto en celofán rojo que daba una luz medio sangrienta. La mujer no se desnudó. Se levantó la falda, y viéndome tan confuso, se echó a reir y me preguntó si era la primera vez. Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, desvirgar a un muchacho traía suerte. Hizo que me acercara y murmuró algo así como “Ahora tienes tanto miedo pero después cuánto te va a gustar”. Hablaba un español raro y cuando eso terminó, me dijo que era brasileña. Sintiéndonos unos hombres completos, fuimos luego con Víctor a tomar una cerveza [108].
4. DE PERIODISTA NOCTAMBULO A HIJO DE FAMILIA
Como el colegio estaba a pocos metros de la casa —me bastaba cruzar la plaza Merino [en Piura] para llegar a él—, me levantaba lo más tarde posible, me vestía a la carrera y salía disparado cuando ya estaban tocando el silbato para clases. Pero la tía Olga no me perdonaba el desayuno y me mandaba a la muchacha al San Miguel con una taza de leche y un pan con mantequilla. No sé cuántas veces tuve que pasar por la vergüenza de, apenas comenzada la primera lección de la mañana, ver entrar en el aula al jefe de inspectores, El Diablo, a llamarme: “¡Vargas Llosa Mario! ¡A la puerta, a tomar su desayuno!”. Después de mis tres meses de periodista noctámbulo y prostibulario en La Crónica, había retrocedido a hijo de familia.[187].
5. CAJERO DE BANCO
De manera que estrené 1954 de empleado bancario, en la sucursal de La Victoria del Banco Popular. El primer día el administrador me preguntó si tenía experiencia. Le dije que ninguna. Silbó, intrigado. “¿O sea que entraste por vara?”. Así era. “Te fregaste —me anunció—. Porque lo que yo necesito es un recibidor. A ver cómo te bates”. Fue una experiencia difícil que se prolongaba fuera de las ocho horas que pasaba en la oficina, de lunes a viernes, y se me reproducía en pesadillas. Tenía que recibir dinero de la gente para sus libretas de ahorros o sus cuentas corrientes. Un gran número de clientes eran las putas del jirón Huatica, que estaban allí, a la vuelta de la sucursal, y que se impacientaban porque yo me demoraba en contar y dar recibo. Los billetes se me caían o se me enredaban en los dedos, y a veces, hecho un mar de confusión sin verificar cuánto me habían entregado. Muchas tardes, el balance no cuadraba y tenía que recontar el dinero en un estado de verdadera zozobra. Un día me faltaron cien soles, de modo que, con la cara por el suelo, fui donde el administrador y le dije que cubriera el hueco de mi sueldo. Pero él, con una simple ojeada en el balance, encontró el error y se rió de mi impericia. Era un hombre joven y amable, empeñado en que los compañeros me nombraran delegado a la federación bancaria, ya que era universitario. Pero me negué a ser delegado sindical, y no informé de ello a Cahuide, pues me habrían pedido que aceptara. Si asumía esa responsabilidad tendría que quedarme de empleado bancario y se me hacía cuesta arriba. Detestaba el trabajo, la rutina de los horarios y esperaba el sábado como en el internado leonciopradino [252-253].
Carlos Araníbar, a quien conté que escribía cuentos, me propuso un día que leyera uno de ellos en una peña cuyo animador era Jorge Puccinelli, profesor de Literatura y editor de una revista que, aunque salía tarde, mal y nunca, era de buena calidad y una de las tribunas con que contaban los jóvenes escritores: Letras Peruanas. Ilusionado con la perspectiva de pasar esa prueba, rebusqué entre mis papeles, elegí el cuento que me pareció mejor ―se llamaba “La Parda” y versaba sobre una borrosa mujer que recorría los cafés contando historias sobre su vida―, lo corregí y la noche elegida me presenté donde se reunía aquella vez la tertulia: El Patio, café de taurófilos, artistas y bohemios en la plazuela del Teatro Segura. La experiencia de esa primera lectura en público de un texto mío fue desastrosa. Había allí, en esa larga mesa del segundo piso de El Patio, por lo menos una docena de personas, entre las que recuerdo, además de Puccinelli y Araníbar, a Julio Macera, hermano de Pablo, Carlos Zavaleta, el poeta y crítico Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, y, tal vez, Abelardo Oquendo, quien sería, un par de años después, íntimo amigo. Algo acobardado, leí mi cuento. Un silencio ominoso siguió a la lectura. Ningún comentario, ningún signo de aprobación o de censura: solo un deprimente mutismo. Luego de la pausa interminable, las conversaciones renacieron, sobre otros temas, como si nada hubiera pasado. Mucho después, hablando de otra cosa, para subrayar un argumento a favor de una narrativa realista y nacional, Alberto Escobar se refirió desdeñosamente a lo que llamó “literatura abstracta” y señaló mi cuento, que había quedado allí, en medio de la mesa. Al terminar la tertulia y despedirnos, ya en la calle, Araníbar me desagravió con algunos comentario sobre mi maltratado relato. Pero yo, llegando a casa, lo hice trizas y me juró no volver a pasar por experiencia semejante [281-282].
7. EL PÁJARO-MITRA
Las reuniones en mi casa de Las Acacias se prolongaban los sábados hasta el amanecer y solían ser muy divertidas. Jugábamos a veces a un juego terrible y semihisterico: el de la risa. El que perdía, debía hacer reír a los demás mediante payasadas Yo tenía un recurso muy efectivo: imitando la marcha del pato revolvía los ojos y graznaba: “¡He aquí el pájaro-mitra, el pájaro-mitra, el pájaro-mitra!”. Los vanidosos, como [Luis] Loayza y [Pablo] Macera, sufrían lo indecible cuando tenían que hacer de bufones y la única gracia que se le ocurría a este última era fruncir la boca como un bebe y gruñir: Brrrr, Brrrr [393].
Algún día de setiembre u octubre de 1957, Luis Loayza me trajo la increíble nueva: un concurso de cuentos, organizado por una revista francesa, cuyo premio era un viaje de quince días a París.
La Revue Française, publicación de mucho lujo, dedicada al arte y dirigida por Monsieur Prouverelle, consagraba números monográficos a ciertos países del mundo. El certamen de cuentos, con ese codiciado premio, formaba parte de aquellas monografías. Semejante oportunidad me catapultó a mi máquina de escribir, como a toda literatura peruana viviente, y así nació “El desafío”, relato sobre un viejo que ve morir a su hijo en un duelo a cuchillo, en el cauce seco del río Piura, que figura en mi primer libro, Los jefes (1959). Envié el cuento al concurso, que debía fallar un jurado presidido por Jorge Basadre y en el que había críticos y escritores —Sebastián Salazar Bondy, Luis Jaime Cisneros, André Coyné y el propio directos de La Revue Française, entre ellos— y procuré pensar en otra cosa, para que la decepción no fuera tan grande si otro resultaba ganador. Algunas semanas después, una tarde en la que empezaba a preparar el boletín de las seis, Luis Loayza se apareció en la puerta de mi altillo de Radio Panamericana, eufórico: “¡Te vas a Francia!”. Estaba tan contento como si él hubiera ganado el premio [455].
9.UNA BIBLIOTECA COMIDA POR LAS POLILLAS
Comenzamos de inmediato los preparativos de viaje. Vendimos los muebles que teníamos, para llevarnos algo de dinero, y guardamos en cajas y cajones todos mis libros, echándoles bolitas de naftalina y deshaciendo en ellos paquetes de tabaco negro, pues nos habían asegurado que era un buen remedio contra las polillas. No lo fue. En 1974, cuando regresé a vivir al Perú, luego de dieciséis años —en los que solo volví por cortas temporadas, con una excepción, en 1972, de seis meses— y reabrí esas cajas y cajones que hasta entonces habían permanecido en casa de mis abuelos y de mis tíos, varios de ellos ofrecían un espectáculo pavoroso: una verde capa de moho cubría los libros, a través de la cual se divisaban, como en una coladera, los agujeritos por donde las polillas habían entrado a hacer estragos. Muchas de esas cajas eran ya solo polvo, mistura y alimañas y debieron ir a la basura. Menos del tercio de mi biblioteca sobrevivió a la inclemencia iletrada de Lima[469].
10. EL VIAJE QUE ORIGINÓ TRES NOVELAS
Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos [para su viaje a Europa, en 1958], un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano, de origen español, Juan Comas, y con este motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus de aguarunas y huambisas, por las que aquél se interesaba. Acepté y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador [471].
Nota: Todos los fragmentos son citas del libro de memorias de Mario Vargas Llosa, El pez en el agua. Al final de cada historia se señala entre corchetes la página en la que aparece cada cita. La edición utilizada ha sido la primera, publicada por Seix Barral en 1993.
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