La mayor
parte de las personas hacen cualquier cosa para no ver su propia alma
Carl Gustav Jung
Qué sol tan bello!
¡Qué sol tan bello, justo ahí afuera!
Brilla para mí,
brilla para ti,
y me hace suspirar.
¡Qué felicidad,
qué cielo tan azul!
Mi corazón se llena de luz,
cuando veo el sol,
cuando siento tu amor.
¡Qué sol tan bello!
¡Qué sol tan bello, justo ahí afuera!
¡Ganaré! ¡Ganaré! ¡Ganaré!
“El hombre es un misterio. Hay que descubrirlo. Y si lo tienes
que descubrir a través de toda tu vida, no digas que has perdido
el tiempo; yo me ocupo de este misterio, puesto que quiero
ser un hombre.” Carta de F. M. Dostoievski a su hermano
Mijaíl, del 16 de agosto de 1839; PSS 28.1:63
"Hasta que no hagas consciente lo inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino."
Carl Gustav Jung
Mapas interiores para el Arte o la
Literatura
(Los
arquetipos de Jung)
Desde mis
inicios en la incursión artística, he observado cómo ciertos patrones
recurrentes en los personajes que imagino o represento parecen responder a
fuerzas internas que no siempre comprendo. No es que yo encarne estos arquetipos
de manera literal, probablemente todos tenemos una medida de cada uno de ellos,
más bien lo que he intentado es poner atención al arquetipo del “huérfano” por la
intensidad con la que se manifiesta frente a los demás y cómo resuena en la
creación de vidas y conflictos en mis personajes. Es un arquetipo que refleja
la lucha entre la vulnerabilidad y la resiliencia, entre la carencia y la
posibilidad de hallarse completo, y que, desde la mirada creativa, ofrece un
caudal inagotable de intuiciones sobre la psique humana. Observarlo y
documentarlo ha sido para mí como excavar en una arqueología del ser,
desenterrando capas de emociones, heridas y talentos que, aunque nunca me
pertenezcan directamente, iluminan la construcción de vidas imaginarias y la
comprensión de la existencia real. Es excavar en lo que fuimos, limpiar el polvo de nuestras
emociones antiguas, hasta hallar las figuras que aún nos habitan y que el arte…,
quizás, pueda servir
para redimir.
Carl Gustav Jung
llamaría a esa corriente el inconsciente colectivo, y a sus emanaciones más
visibles, los arquetipos. No se trata de ideas abstractas, sino de estructuras
vivas que respiran en la psique humana, como sombras y luces que se proyectan
en nuestra imaginación.
He comprendido, a
través del arte y de la escritura, que conocer nuestros arquetipos es conocer
el mapa invisible del alma. Cada uno de ellos —el inocente, el sabio, el héroe,
el amante, el creador, el cuidador, el bufón, el gobernante, el rebelde, el
mago, el explorador y el huérfano— representa una forma de mirar el mundo, un
modo de habitar la tragedia. No hay destino más humano que aquel que se
construye sobre el reconocimiento de sus propias fuerzas interiores. Jung
escribió que el arte es una confesión que brota del alma, una tentativa de
reconciliarse con los dioses interiores. Y si el arte es esa confesión, los
arquetipos son su gramática secreta.
Cada artista,
consciente o no, camina con un séquito de símbolos a cuestas. El Inocente,
por ejemplo, es el que confía en la pureza de la existencia, el que pinta la
vida con los tonos de la esperanza. Es el niño interior que mira el mundo sin
filtros y que, pese a las heridas, conserva la fe en la belleza. El Explorador,
en cambio, representa la inquietud del alma que no se conforma, la que busca
horizontes nuevos, la que convierte cada trazo, cada verso o viaje, en un
intento por encontrar lo que no puede decirse. El Sabio observa desde la
distancia, buscando patrones, interpretaciones, sentido. En su sombra, se
oculta el peligro del cinismo: saber demasiado puede enfriar el corazón.
El Héroe,
tan presente en la narrativa universal, es el que se lanza al combate contra la
oscuridad, sin saber que esa oscuridad es también suya. Joseph Campbell,
discípulo de Jung, diría que el héroe que regresa de su viaje trae consigo el
elixir de la conciencia: aquello que ha aprendido de su caída. Sin embargo, en
la vida real, el héroe rara vez retorna triunfante. En el arte, sí: porque cada
obra concluida es una victoria sobre la inercia del vacío.
El Rebelde
rompe, quema, renuncia. Su impulso es el de la demolición creadora. Necesario
para toda vanguardia, su fuego es también su condena. El Mago, por su
parte, es quien intuye la correspondencia entre los mundos; el que comprende
que transformar la materia —un lienzo, un cuerpo, una palabra— es un acto
sagrado. “El arte es la alquimia del alma”, decía Hillman, y el mago es su
practicante.
El Amante
encarna la fusión, el deseo, el vínculo. Es el arquetipo que nos empuja a crear
desde la emoción, desde la entrega. En su sombra, puede caer en la dependencia,
en el olvido de sí. El Creador, su reflejo más luminoso, es quien
transforma esa pasión en obra. Vive poseído por el impulso de dar forma a lo
invisible, aunque el costo sea su propia serenidad. Como el caso de Sylvette (musa
de Picaso) que en una semana pintó mas de 60 cuadros solo sobre ella…
El Cuidador
sostiene la existencia, protege lo frágil, se sacrifica por otros. En el arte,
aparece como el que repara, el que restaura lo roto. El Bufón, en
cambio, se burla del dolor para soportarlo. En su risa hay sabiduría: sabe que
la tragedia, vista desde otro ángulo, puede ser un juego divino.
Y, finalmente,
está el Huérfano, el más humano y el más doliente. El arquetipo que no
busca conquistar ni gobernar, sino sobrevivir. Pero su destino es más alto:
convertir la herida en obra, la pérdida en sentido. Si el héroe libra batallas,
el huérfano libra silencios. Si el sabio observa el mundo, el huérfano lo
sufre. Y solo quien ha sufrido profundamente puede crear algo que hable al alma
de los otros, aunque estemos en una sociedad profundamente hipócrita.
Cada uno de estos
arquetipos vive dentro de nosotros, disputando su lugar. A veces uno predomina;
otras veces, se entrelazan. En el fondo, el artista no crea personajes: los
despierta en sí mismo. Todo arte auténtico es un proceso de individuación —como
lo llamó Jung—, un viaje hacia la totalidad interior.
Cuando escribo o
pinto, no busco la perfección, sino la revelación. En cada gesto intento
reconocer qué parte de mí está hablando: el inocente que aún cree, el rebelde
que quema lo viejo, el mago que intuye correspondencias secretas, o el huérfano
que aún tiembla en la oscuridad. Tal vez todos ellos sean uno solo, girando en
torno al fuego central del alma, donde el arte actúa como espejo (espejo sobre
el inconsciente) o purificación.
Entre todos los
arquetipos, hay uno que siempre me ha perseguido, la persecución es a veces por
los vínculos que uno sostiene, algo en ti, atrae gente así : el Huérfano,
también llamado el “Abandonado”. No hablo de huérfanos únicamente literales,
sino de aquellos que han sentido la ausencia de guía, amor y protección en los
momentos cruciales de su infancia. Ese vacío no desaparece; se convierte en un
silencio inquietante que se instala en la psique, en el pecho, en la mirada.
Observarlo ha sido
como mirar un espejo de la fragilidad humana y de la fuerza que puede surgir
del dolor. Este arquetipo no es solo un niño desprotegido (de mamá o papá); es
un viajante de la vida que se enfrenta a enemigos internos y externos, a las
heridas que el mundo o quienes deberían amarlo le han infligido.
El Huérfano se
distingue por una respuesta instintiva de desaparecer, de hacerse invisible, de
retroceder hacia la infancia cuando percibe amenaza o maltrato. Lo fascinante
de este arquetipo es su llama interna, esa luz que nunca se apaga, aunque a
veces no brille. La enciende y la protege la madre interna: no la madre externa
que nutre con alimento, sino la madre simbólica que guía con conciencia, con
amor reflexivo, que señala los aciertos y errores y pone luz en la oscuridad.
Cuando un bebé
crece en condiciones normales, su mundo es un paraíso: hambre y frío son
atendidos, y aprende a confiar en la vida. Pero el Huérfano que observo —ya sea
en la literatura, el arte o la vida misma— es distinto.
Sus necesidades no
son satisfechas; los que deberían guiarlo no saben o no pueden. Se cría a la
defensiva, aprendiendo que la vida es hostil, que debe protegerse incluso de
aquellos que deberían cuidarlo. Esta ausencia de guía externa lo convierte en
un adulto “en alerta”, siempre perceptivo, capaz de intuir tanto las intenciones
negativas como las positivas de quienes lo rodean.
La tragedia de
este arquetipo se manifiesta en dos formas: abuso y negligencia. El abuso es
explícito: golpes, insultos, humillaciones; la negligencia es silenciosa,
sutil: la indiferencia de la madre que no atiende, que no ofrece seguridad, o
papá ausente. Ambos caminos llevan al mismo lugar: un vacío interior que se
traduce en melancolía, soledad, hambre
de reconocimiento y amor que nunca llegó.
Lo fascinante es
que, al poner luz sobre este arquetipo, incluso el dolor adquiere sentido. La
circunstancia del abandono no es un sinsentido, sino la cuna de una intuición
extraordinaria, de una creatividad inmensa. Los mejores sanadores, los
artistas, los músicos, todos aquellos que viven con la mano puesta en el
corazón, parecen emerger de esta misma llama apagada que logra encenderse pese
al frío del abandono.
Llegando a la
adolescencia, el Huérfano enfrenta la identidad. Quién es, quién será, cómo
plantará raíces en un mundo que no ofreció tierra fértil, o que no hubo tierra.
El dolor de estar
solo, de sentirse un árbol sin tierra, es profundo. Muchos desarrollan
frialdad: dificultades para amar, inapetencia
sexual o promiscuidad, (de polo a polo), o simplemente dificultades para
vincularse, para sentirse seguros. Algunos son “los sin piel”, tan sensibles
que cualquier estímulo externo hiere profundamente, y aún así esa sensibilidad
es su fuerza, su brújula interna.
El Huérfano tiene
hambre: hambre de compañía, de amor, de reconocimiento. Este hambre puede
llevarlo a lugares oscuros, a hábitos destructivos, pero también es la fuente
de su creatividad, su capacidad de empatía y de intuición. La enseñanza que me
deja este arquetipo es que la verdadera batalla no es la de la supervivencia,
sino la de la creación: darse y construirse una vida plena, a pesar del
abandono. Cada cicatriz es un mapa de tesoros, un testimonio de resistencia.
“Observarlo
y documentarlo ha sido para mí como excavar en una arqueología del ser; un
viaje de descubrimiento en el que, como un argonauta, navega por los mares de
la emoción y la memoria…”
Entendí incluso en
la más extrema vulnerabilidad, en la soledad más profunda, se puede encontrar
la posibilidad de prosperar, de convertirse en un creador consciente de su
propia existencia. Y es esta paradoja —la fuerza nacida del abandono— la que
hace del Huérfano un arquetipo indispensable para quienes estudian la psique
humana, la literatura o el arte.
Al
cerrar este recorrido por los arquetipos, siento que he desenterrado fragmentos
de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que aún podemos llegar a ser.
Este
trabajo no aspira a ser un catálogo académico; no pretende encasillar ni
diagnosticar. Más bien, se trata de una cartografía
hacia el Ser, de un viaje por
los corredores internos donde la supervivencia emocional nos ha enseñado a
mirar, a sentir y a crear. Es un mapa de luces y sombras, un registro de cómo
las fuerzas que nos habitan pueden convertirse en impulso para la creación.
Cada arquetipo que he explorado —desde
el Inocente hasta el Huérfano, desde el Explorador hasta el Creador— posee una
fuerza que no siempre se ve en la superficie. No hablo solo de lo que somos,
sino de lo que podemos ofrecer a quienes observamos, a quienes escribimos y
pintamos, a quienes buscamos dar vida a personajes que respiren verdad.
Para
quienes desean construir mundos literarios o artísticos, reconocer estos
arquetipos es una oportunidad de dotar de profundidad y complejidad a los seres
que emergen de nuestra imaginación. La documentación psicológica (respaldo científico) que sustenta
estas observaciones aporta credibilidad, pero la esencia está en la intuición, en el contacto con la propia
experiencia vital, en cómo nos reconocemos y reconocemos a otros en
estas figuras.
El Huérfano, en particular, me ha
enseñado que la fragilidad puede ser fuerza, que la ausencia de guía externa
puede despertar una intuición y creatividad desbordantes. No se trata de mí,
sino del arquetipo, del espejo que nos invita a ver lo que existe en otros y en
nosotros mismos.
La
batalla de este Huérfano no es la lucha por la supervivencia, sino la lucha por
darse y crearse una vida plena,
consciente, rica en significado, y paz sobretodo. Esa es la lección
que resuena en todos los arquetipos: cada uno, a su manera, nos invita a
transformar la vulnerabilidad en creación, el dolor en comprensión, la soledad
en reflexión y en arte.
Al final, reconocer estos patrones no
nos hace completos, pero nos hace conscientes por que meditar en esto quizás sirva
como mapa cuántico a nuestros propios silencios… Nos recuerda que crear no es escapar del mundo, sino abrazarlo con
todas sus complejidades, que la autenticidad de nuestros personajes y
de nuestra vida surge de la atención que ponemos a estas fuerzas internas. Y
así, al mirar los arquetipos y escucharlos, uno entiende que el verdadero
triunfo no es la gloria externa, sino el acto constante de proseguir la vida con integridad, amor y
creatividad, convirtiendo la experiencia en sabiduría y la sabiduría
en creación.
Este viaje es, en definitiva, un
recordatorio de que la arqueología del ser nunca termina; cada mirada hacia
nuestro interior y hacia la vida de los arquetipos abre nuevas capas, nuevas
posibilidades cartográficas para imaginar,
escribir, pintar y vivir con profundidad y sentido. Y quizá, al final,
eso es lo que distingue al creador: la capacidad de encender la llama interna y
dejar que ilumine no solo su camino, sino también el de quienes se acercan a
sus historias y obras.
Enrico Diaz Bernuy
Lo políticamente correcto o
la muerte del creador libre
Existe una vieja teoría —o quizá un mito urbano que con el tiempo se volvió teoría— según la cual todo personaje literario es una proyección del propio autor. Si el protagonista de una novela es un ser mundano, cínico o de moral dudosa, se asume que el escritor también lo es. Esta confusión entre creación y biografía ha acompañado a la literatura desde sus orígenes, casi como un estigma.
Cuesta separar la voz poética del poeta, "el yo ficticio", del "yo real".
Así, cuando Charles Baudelaire publicó Las
flores del mal, fue acusado de inmoralidad, como si los pecados de sus versos
fueran una confesión personal. Lo mismo ocurrió con Flaubert y Madame Bovary, que le valió un juicio por
“atentar contra la moral pública”, como si el adulterio de su personaje fuera
su propia experiencia.
El segundo dilema —y quizá el más delicado— es cómo separar la obra del artista cuando su vida personal parece contradecir el mensaje de su creación. ¿Podemos admirar la espiritualidad de un escritor o pintor cuya conducta privada roza lo delictivo o lo inmoral? El debate se repite con nombres distintos en cada época: Ezra Pound, genial poeta, fue señalado por su simpatía hacia el fascismo; Woody Allen, talentoso director, es juzgado no solo por su cine sino por su vida íntima. O el famoso caso de Vicente Huidobro que abandonó a su esposa por irse con una niña de 14 años mientras que él tenía más de 40, sí el autor de TEMBLOR DE CIELO Y ALTAZOR, por su puesto que esos dos maravilloso poemas fueron escritos después de vivir para siempre con esa joven, y la lista es inmensa de autores así...
Surge entonces la pregunta esencial: ¿debe el arte ser juzgado por la ética
de su creador o por la profundidad de su obra? Es como si estuviéramos en
tiempos en que escribir está siempre “bajo sospecha” (ser o parecer).
Una teoría más
reciente sostiene lo contrario: que para triunfar como artista hay que
convertirse en el personaje que se escribe. La autenticidad —dicen— es el nuevo
valor de mercado; la marca, (eres una marca). Así, quien escribe al estilo de
Bukowski (solo por dar un ejemplo), debe
vivir al borde del caos, entre bares, alcohol y desencanto; quien aspira a ser
un nuevo Rimbaud debe llevar una existencia errante y maldita. La sociedad,
fascinada por el mito del genio autodestructivo, termina confundiendo la obra
con el espectáculo del autor. El artista deja de ser creador para convertirse
en su propia estrategia de publicidad o marketing.
Finalmente, en la
era de las redes sociales, esta confusión alcanza su punto máximo. Todos tienen
micrófono y todos opinan. Se juzga no solo la obra, sino cada gesto, cada post.
Exhibir un plato de comida puede interpretarse como banalidad o vanidad;
compartir una canción triste, como signo de debilidad o derrota. Lo
políticamente correcto impone una máscara emocional donde solo se permite
mostrar éxito, alegría, buen humor y estabilidad. Paradójicamente, los textos o
videos que abordan temas de profundidad, cuestionamiento, autocrítica o recogimiento espiritual suelen ser
objeto de burla o sospecha.
En este nuevo escenario, el autor se ve forzado a
construir una versión maquillada o editable de sí mismo: un yo pulido, vigilado y aprobado
por la multitud digital. Los amigos a distancia y que jamás te conocerán en persona.
Sin embargo, no siempre quien comparte una canción melancólica o un video
reflexivo lo hace porque atraviese un mal momento, (o el peor momento de su vida), muchas veces simplemente
encontró en ese contenido algo inspirador, una chispa que lo conmovió o una
idea que podría servir de consuelo o motivación a otros.
En ese acto hay
empatía, no exhibicionismo. Pero en una sociedad acostumbrada a leerlo todo en
clave de sospecha, hasta el gesto más genuino corre el riesgo de ser
malinterpretado.
Quizá lo que nos queda, en medio de tanta confusión o hipocresía, (hipócritas), es recordar que el arte no es la confesión del artista, sino su espejo distorsionado. Que detrás de cada poema o novela o cuadro, hay más imaginación que biografía, más verdad simbólica que literal. Y que juzgar a un creador por su vida es olvidar que la literatura, como toda forma de arte, es ante todo una máscara que revela mientras oculta…
Enrico Diaz Bernuy
Estimados lectores de este espacio literario,
comparto con ustedes finalmente la introducción al poema que vengo escribiendo
desde hace unos años. Como decía un ex contacto, dirigiéndome a 4 gatos y un
gatoide, espero que disfruten la intro.
***
Poetizar una conversación
filosófica de raíz hindú no constituye únicamente un ejercicio estético, sino
un acto de rescate y reinterpretación de una de las tradiciones más influyentes
en la historia del pensamiento universal. En los vestigios de los Vedas, los
Upanishads y, de manera eminente, el Bhagavad Gītā, se preserva una
herencia intelectual que trasciende lo abstracto para convertirse en
experiencia interior, en invitación a la reconexión espiritual del ser humano
con lo trascendente.
La traducción poética de estos
diálogos abre canales sensibles que favorecen la comprensión intuitiva y
simbólica, allí donde la razón discursiva resulta insuficiente.
Así como diversos artistas han recreado visualmente
obras cumbre de la literatura —caso de El Quijote o La Divina Comedia,
interpretadas por Dalí y otros exponentes— debido a su afinidad con dichas
creaciones, del mismo modo se planteo aquí un vínculo profundo con el Bhagavad
Gītā, texto que se considera esencial dentro de la tradición védica y, al
mismo tiempo, universal.
Si bien algunos intelectuales reducen esta obra a
una conversación con matices filosóficos, desde esta perspectiva se la reconoce
como la expresión suprema para el desarrollo de la conciencia del ser humano,
manteniendo siempre la fidelidad a las primeras traducciones y
transliteraciones de la Biblioteca Védanta.
Desde una óptica filosófica y lingüística, poetizar
equivale a expandir las posibilidades del lenguaje. Las metáforas, imágenes y
ritmos verbales no cumplen solo una función ornamental: actúan como
catalizadores de significados múltiples, capaces de generar nuevas
interpretaciones y de abrir campos de reflexión creativa aplicables tanto en el
ámbito literario como en el académico y artístico.
Identificar figuras retóricas o escenas poéticas en
los diálogos entre Śrī Kṛṣṇa y Arjuna permite, además, mantener vivo el vínculo
entre filosofía y literatura, potenciando un terreno fértil para la
investigación interdisciplinaria.
En relación con la obra original, resulta
pertinente subrayar la presencia de la función poética, junto a las funciones
connotativas y denotativas propias de todo texto literario. En este marco surge
el proyecto de poetizar cada estrofa del Bhagavad Gītā, no como simple
ejercicio de recreación estilística, sino como una práctica de estudio profundo
y, a la vez, de bhakti (devoción).
La intención es preservar la esencia del texto
sagrado, de modo que la voz de Kṛṣṇa continúe habitando en la nueva propuesta
poética.
A ello se suma un fundamento neurocientífico que
refuerza la pertinencia de este enfoque. Investigaciones recientes han
demostrado que la producción y recepción de imágenes poéticas activa regiones
cerebrales vinculadas a la memoria, la empatía y la regulación emocional.
Poetizar, en este sentido, no solo estimula la
creatividad y la inteligencia, sino que también contribuye a la plasticidad
neuronal, a la salud mental y a la construcción de un sentido vital más
profundo. Poetizar es eso y quien lo lea le veneficiará en los campos
neuronales mencionados. Por que quien lo lee, interpreta e imagina las
metáforas, y eso es un viaje a otros funcionamientos físicos (neuronales) y
sobre todo, espirituales…
En conclusión, poetizar el Bhagavad Gītā
representa un esfuerzo interdisciplinario que conjuga la filología, la
filosofía y la neurociencia. Más que un recurso estético, constituye un medio
de veneración y de estudio, un gesto de reverencia hacia la obra original que
integra razón, emoción y espiritualidad. En esta fusión entre forma y fondo, la
poesía se convierte en vehículo de conocimiento absoluto y en acto de entrega a
los pies del gran Señor, Śrī Kṛṣṇa.
Receta de éxito
La importante es hacer que las cosas sean sencillas en cualquier contexto de la vida
En nuestro día a día afrontamos múltiples tareas, decisiones o rutinas que, en muchas ocasiones, nos agobian más que nos ayudan. Vivimos en sociedades frenéticas en las que se busca la inmediatez y donde, a veces, es necesario hacer una pequeña pausa y reflexionar sobre las cosas que nos gustan y que nos disgustan de la vida. Es en esos momentos en los que puede que pensemos en la felicidad.
Hace más de 100 años, en pleno siglo XIX, el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche ya se planteaba el sentido de la existencia y dejó para la historia una frase que todavía hoy en día está de plena actualidad y puede aplicarse.
La frase, publicada en sus escritos y replicada habitualmente por el psiquiatra Viktor Frank en sus obras, habla de la necesidad de tener un objetivo o meta que dé sentido a toda la existencia. Siempre que hayamos encontrado ese objetivo final, tendremos la fuerza y la energía para resistir los momentos difíciles que se van a presentar en el camino.
En este sentido, muchas veces los límites nos los ponemos nosotros mismos. Nuestra mente suele fijarse mucho en el proceso, por lo que es fundamental intentar hacer las cosas sencillas siempre y no pensar en las dificultades, ya que nos van a alejar de conseguir el objetivo.
Un ejemplo práctico sería un deportista de alto nivel que se fija como objetivo ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Según la filosofía de Nietzsche, debe enfocarse en el fin y así encontrar la manera de superar las dificultades (lesiones, entrenamientos agotadores, presión...). De esta manera, el deseo de conseguir el metal le va a ayudar a encontrar los cómos (recuperaciones, técnicas) para lograrlo.
Ningún legado es tan rico como la honestidad...
William Shakespeare
FÁTIMA
Luego se le vinieron muchos nombres a la
cabeza: amigos entrañables, amigas queridas, enamoradas, amantes. Y aunque
parezca increíble, todos seguían viviendo a pocos minutos de donde él habitaba.
Vivían en la era de la productividad: estudiaban, se cualificaban, trabajaban
duro —otros, no tanto—, pero todos, de algún modo, se las ingeniaban para
permanecer ocupados, y, por supuesto, en perpetua exhibición o extinción. Como si la vida misma fuera un anfiteatro
donde, por si acaso, uno debía sonreír; y si era con ironía, mejor.
Eso era lo que quedaba cuando él echaba de
menos a alguien: las sonrisas falsas o irónicas, las miradas de aprecio, los
gestos de una cercanía que ya no existía. No importaba cuánto los recordara:
jamás ocurría el reencuentro, jamás los veía, y eso era un mensaje, una fuerza
silenciosa, sutil pero latente como un corazón a punto de apagarse. Era como si
el universo le dijera: tu historia con esa persona ha caducado. Que alguien
viviera o trabajara tan cerca y jamás se cruzaran los caminos tenía algo de
místico, de ilusión que a veces retornaba con la esperanza de un encuentro
casual, de esos que solo ocurren en las películas —o una o dos veces en la
vida.
No podía negar que a él también le había
ocurrido: un encuentro así, breve, nostálgico, interesante y, sin embargo, tan
pasajero como la propia vida.
Pero la vida avanzaba, y él iba dejando cada vez a más personas atrás.
Y, sin embargo, seguía recordándolas. Era un dilema existencial: desear ver a
alguien a quien no se atrevía a buscar, pero que seguía habitando en su
memoria. Lo mismo sucedía con las mujeres que había amado: ¿qué no daría por un
encuentro que empezara con un abrazo y terminara con un café?
Esa sensación alcanzaba un punto límite
cuando deseaba tanto algo que bastaba una simple conversación —un intercambio
sincero, un espacio donde las palabras pudieran descansar y no desarmar a
nadie. Pero a veces esa persona ya no existía en su vida. Y quién existía o no,
solo él lo sabía; mientras los demás especulaban, nadie conocía la verdad
íntima de él.
Con el paso del tiempo —y su fuerza
aplastante—, también se desvanecía ese deseo, ese apego casi instintivo de
conversar con alguien querido. Cada uno de esos rostros terminaba
disolviéndose, como figuras esculpidas sobre la arena húmeda que el mar, tarde
o temprano, reclama. En esas danzas marinas, tan tiernas y a la vez
implacables, todo se disolvía. Eso era el tiempo: una corriente que lo
arrastraba como a una pluma sobre la marea.
Y mientras esas imágenes se desvanecían,
en él sobrevivía una sola. No necesariamente porque hubiera sido la mejor, ni
la peor, ni la más amada. Quizás fue distinta. A veces el amor no se medía por
intensidad ni duración, ni un amor era más que otro, sino por su naturaleza
única, por esa entrega que lo separaba del resto de sus experiencias.
Fue un amor en el que, más allá de los
cuerpos, más allá de sentir las heridas de ella, pasando esas profundidades, era sentir el alma de ella frente a sí. Nunca
se lo dijo, porque decirlo hubiera sonado impostado, y tampoco él no lo tenía
claro.
Además lo habría dejado como un palabreador. Hablar de almas en el medio de los cuerpos o los sentimientos era un terreno muy denso, y sobre todo, poco creíble. Así que el atajo a esta experiencia era callar, optar por el silencio era lo más sano para ambas partes, un silencio que él tuvo que decidir.
Pero su voz interior, o su “sombra younguiana” lo perseguía con la idea de una última conversación, la que jamás
ocurriría. No porque no quisiera buscarla, sino porque sabía que las
casualidades verdaderas no se repetían. Entonces el sentimiento lo cubría,
calladamente.
Algunos lo superan; otros, en cambio, guardaban ese secreto como una herida dormida que los convertía, poco a poco, en seres incompletos, en almas que no lograron resolver algo.
Porque el amor que no se dice no muere: se
queda, como una sombra que acompaña en todos los espejos.
Y él pensaba, a veces, que si alguna vez volvieran a cruzarse, no hablarían:
bastaría el temblor en su mirada para que ella sonriera, y él permaneciera en
silencio por fuera, mientras todo en su interior quisiera entregarse a ella.
Pero su pensamiento era como el silencio,
ese mismo que lo había acompañado desde la cuna. Recordaba cuando su madre le
decía al esposo: “haz silencio, el bebé debe dormir…”. Desde entonces,
pensamiento y silencio comenzaron a entrelazarse, a volverse una misma sustancia,
algo abstracto que lo envolvía.
Con el tiempo, esa fusión tomó fuerza, especialmente cuando empezó a sentir la
absoluta entrega: una entrega que va más allá del amor, o que quizás sea su
forma más alta y depurada, esa que no ocurre muchas veces en la vida y la que a
veces te puede destruir.
El silencio se había convertido en su morada. No lo temía; lo aceptaba como quien se reconcilia con una antigua sombra. Ya no necesitaba imaginar reencuentros ni diálogos imposibles. Comprendió que toda conversación verdadera ocurre en otro plano, en esa región invisible donde el pensamiento se funde con el alma. Y las almas se imponen y los pensamientos quedan fuera.
Cada tarde, al regresar del trabajo, se sentaba en
la azotea como un ave que buscaba su verdadero hogar en otros cielos, pero no
era exactamente el cielo lo que observaba…
Era como si tratar de mirar lo más alto buscara, encontrar su verdadero origen, un lugar muy lejos de todo o de todos… pero terminaba observando cómo el sol se disolvía sobre los edificios y sentía que algo de él también se deshacía en esa luz. A veces creía percibir su presencia —la de ella— en los reflejos del vidrio, en el movimiento del viento, en el sonido que el silencio deja cuando se expande. No era locura ni nostalgia, era simplemente la conciencia de haber amado.
El amor, pensaba, no era una historia ni una
promesa, sino una energía que permanece suspendida, que no se apaga aunque
cambie de forma. Su silencio no era vacío, era una continuidad: la prueba de
que la entrega, cuando es absoluta, no necesita palabra alguna para sobrevivir.
Con el tiempo, dejó de buscar explicaciones. El
recuerdo de ella ya no dolía; era como una oración sin lenguaje, como un fuego
que no quema, pero que aún ilumina. Entonces entendió que el amor, cuando
trasciende, se parece al silencio: no pide nada, no exige respuesta, simplemente
existe.
Y así, mientras caía la
noche, pensó que quizás toda la vida no era más que un largo aprendizaje para
aprender a callar sin miedo, para dejar que el alma diga lo que la voz nunca
pudo pronunciar.
A veces caminaba sin rumbo por las calles que solían
compartir. Miraflores seguía igual: el ruido de los colectivos, las vitrinas con
maniquíes inmóviles, el olor a café recién molido en alguna esquina. Pero todo
había cambiado. Cada rostro, cada sombra, le recordaba la imposibilidad del
retorno.
Una noche, mientras cruzaba la avenida, creyó verla
al otro lado. La figura era parecida: el cabello, el abrigo, incluso el modo de
sostener la cartera. Su corazón dio un salto —un reflejo antiguo, animal,
imposible de dominar. Pero cuando la mujer volteó, no era ella. Y sin embargo,
en ese instante sintió que no importaba.
El mundo estaba
hecho de semejanzas y distancias. Comprendió que lo que uno ama no regresa,
porque el amor, una vez vivido, se queda atrapado en el tiempo donde fue real.
No hay reencuentros verdaderos, solo ecos. Pero de pronto esas mismas
semejanzas en donde las distancias era lo más marcado en el fondo se
encontraban interconectadas como si algo jamás nos alejara del otro…
Siguió caminando hasta llegar al malecón. El viento
le trajo olor a sal y a despedida. Se sentó en una banca y pensó que, de algún
modo, ella también debía estar en algún lugar, respirando la misma noche, sin
saber que en ese mismo momento alguien la recordaba con gratitud.
No sintió tristeza. Solo una calma extraña, como si
hubiera cerrado un ciclo sin decir palabra. A veces, pensó, el amor más honesto
es aquel que se disuelve sin ruido, como la espuma del mar al tocar la arena:
fugaz, y sobre todo lleno de paz.
Y mientras el cielo se
llenaba de luces llenas de historias, pero lejanas, entendió que el silencio no era ausencia ni algo abstracto; era un modo
que tiene el universo de decirte gracias.
El silencio, que antes le pesaba como una lápida,
empezó a transformarse en un espacio fértil. Descubrió que la ausencia no
siempre significa pérdida, sino maduración. Aquello que no se dijo, lo que se
calló por temor o respeto, había seguido creciendo dentro de él, hasta volverse
comprensión.
Una mañana despertó con una sensación distinta. No pensó en ella como antes, con dolor o deseo, sino con una ternura serena, llena de paz…
Comprendió que amarla había sido una manera de conocerse, de mirar su propio abismo y reconocer que también en él habitaba una forma de belleza. Ese día decidió escribir. No una carta ni una confesión, sino una página en blanco donde su pensamiento pudiera respirar. Las palabras fluían como si siempre hubieran estado ahí, esperándolo. No eran para ella, sino para el mundo, para esa parte de sí mismo que aún necesitaba ser escuchada. O para esas almas que sienten lo mismo pero que no tienen las palabras.
El amor que había callado se volvió voz, pero una voz silenciosa, limpia de nostalgia. Comprendió que el alma no se une para poseer, sino para iluminarse mutuamente, aunque sea por un instante que a veces eso se sienta como una eternidad…
Enrico Diaz Bernuy.