“El hombre es un misterio. Hay que descubrirlo. Y si lo tienes
que descubrir a través de toda tu vida, no digas que has perdido
el tiempo; yo me ocupo de este misterio, puesto que quiero
ser un hombre.” Carta de F. M. Dostoievski a su hermano
Mijaíl, del 16 de agosto de 1839; PSS 28.1:63
"Hasta que no hagas consciente lo inconsciente, éste dirigirá tu vida y lo llamarás destino."
Carl Gustav Jung
Mapas interiores para el Arte o la
Literatura
(Los
arquetipos de Jung)
Desde mis
inicios en la incursión artística, he observado cómo ciertos patrones
recurrentes en los personajes que imagino o represento parecen responder a
fuerzas internas que no siempre comprendo. No es que yo encarne estos arquetipos
de manera literal, probablemente todos tenemos una medida de cada uno de ellos,
más bien lo que he intentado es poner atención al arquetipo del “huérfano” por la
intensidad con la que se manifiesta frente a los demás y cómo resuena en la
creación de vidas y conflictos en mis personajes. Es un arquetipo que refleja
la lucha entre la vulnerabilidad y la resiliencia, entre la carencia y la
posibilidad de hallarse completo, y que, desde la mirada creativa, ofrece un
caudal inagotable de intuiciones sobre la psique humana. Observarlo y
documentarlo ha sido para mí como excavar en una arqueología del ser,
desenterrando capas de emociones, heridas y talentos que, aunque nunca me
pertenezcan directamente, iluminan la construcción de vidas imaginarias y la
comprensión de la existencia real. Es excavar en lo que fuimos, limpiar el polvo de nuestras
emociones antiguas, hasta hallar las figuras que aún nos habitan y que el arte…,
quizás, pueda servir
para redimir.
Carl Gustav Jung
llamaría a esa corriente el inconsciente colectivo, y a sus emanaciones más
visibles, los arquetipos. No se trata de ideas abstractas, sino de estructuras
vivas que respiran en la psique humana, como sombras y luces que se proyectan
en nuestra imaginación.
He comprendido, a
través del arte y de la escritura, que conocer nuestros arquetipos es conocer
el mapa invisible del alma. Cada uno de ellos —el inocente, el sabio, el héroe,
el amante, el creador, el cuidador, el bufón, el gobernante, el rebelde, el
mago, el explorador y el huérfano— representa una forma de mirar el mundo, un
modo de habitar la tragedia. No hay destino más humano que aquel que se
construye sobre el reconocimiento de sus propias fuerzas interiores. Jung
escribió que el arte es una confesión que brota del alma, una tentativa de
reconciliarse con los dioses interiores. Y si el arte es esa confesión, los
arquetipos son su gramática secreta.
Cada artista,
consciente o no, camina con un séquito de símbolos a cuestas. El Inocente,
por ejemplo, es el que confía en la pureza de la existencia, el que pinta la
vida con los tonos de la esperanza. Es el niño interior que mira el mundo sin
filtros y que, pese a las heridas, conserva la fe en la belleza. El Explorador,
en cambio, representa la inquietud del alma que no se conforma, la que busca
horizontes nuevos, la que convierte cada trazo, cada verso o viaje, en un
intento por encontrar lo que no puede decirse. El Sabio observa desde la
distancia, buscando patrones, interpretaciones, sentido. En su sombra, se
oculta el peligro del cinismo: saber demasiado puede enfriar el corazón.
El Héroe,
tan presente en la narrativa universal, es el que se lanza al combate contra la
oscuridad, sin saber que esa oscuridad es también suya. Joseph Campbell,
discípulo de Jung, diría que el héroe que regresa de su viaje trae consigo el
elixir de la conciencia: aquello que ha aprendido de su caída. Sin embargo, en
la vida real, el héroe rara vez retorna triunfante. En el arte, sí: porque cada
obra concluida es una victoria sobre la inercia del vacío.
El Rebelde
rompe, quema, renuncia. Su impulso es el de la demolición creadora. Necesario
para toda vanguardia, su fuego es también su condena. El Mago, por su
parte, es quien intuye la correspondencia entre los mundos; el que comprende
que transformar la materia —un lienzo, un cuerpo, una palabra— es un acto
sagrado. “El arte es la alquimia del alma”, decía Hillman, y el mago es su
practicante.
El Amante
encarna la fusión, el deseo, el vínculo. Es el arquetipo que nos empuja a crear
desde la emoción, desde la entrega. En su sombra, puede caer en la dependencia,
en el olvido de sí. El Creador, su reflejo más luminoso, es quien
transforma esa pasión en obra. Vive poseído por el impulso de dar forma a lo
invisible, aunque el costo sea su propia serenidad. Como el caso de Sylvette (musa
de Picaso) que en una semana pintó mas de 60 cuadros solo sobre ella…
El Cuidador
sostiene la existencia, protege lo frágil, se sacrifica por otros. En el arte,
aparece como el que repara, el que restaura lo roto. El Bufón, en
cambio, se burla del dolor para soportarlo. En su risa hay sabiduría: sabe que
la tragedia, vista desde otro ángulo, puede ser un juego divino.
Y, finalmente,
está el Huérfano, el más humano y el más doliente. El arquetipo que no
busca conquistar ni gobernar, sino sobrevivir. Pero su destino es más alto:
convertir la herida en obra, la pérdida en sentido. Si el héroe libra batallas,
el huérfano libra silencios. Si el sabio observa el mundo, el huérfano lo
sufre. Y solo quien ha sufrido profundamente puede crear algo que hable al alma
de los otros, aunque estemos en una sociedad profundamente hipócrita.
Cada uno de estos
arquetipos vive dentro de nosotros, disputando su lugar. A veces uno predomina;
otras veces, se entrelazan. En el fondo, el artista no crea personajes: los
despierta en sí mismo. Todo arte auténtico es un proceso de individuación —como
lo llamó Jung—, un viaje hacia la totalidad interior.
Cuando escribo o
pinto, no busco la perfección, sino la revelación. En cada gesto intento
reconocer qué parte de mí está hablando: el inocente que aún cree, el rebelde
que quema lo viejo, el mago que intuye correspondencias secretas, o el huérfano
que aún tiembla en la oscuridad. Tal vez todos ellos sean uno solo, girando en
torno al fuego central del alma, donde el arte actúa como espejo (espejo sobre
el inconsciente) o purificación.
Entre todos los
arquetipos, hay uno que siempre me ha perseguido, la persecución es a veces por
los vínculos que uno sostiene, algo en ti, atrae gente así : el Huérfano,
también llamado el “Abandonado”. No hablo de huérfanos únicamente literales,
sino de aquellos que han sentido la ausencia de guía, amor y protección en los
momentos cruciales de su infancia. Ese vacío no desaparece; se convierte en un
silencio inquietante que se instala en la psique, en el pecho, en la mirada.
Observarlo ha sido
como mirar un espejo de la fragilidad humana y de la fuerza que puede surgir
del dolor. Este arquetipo no es solo un niño desprotegido (de mamá o papá); es
un viajante de la vida que se enfrenta a enemigos internos y externos, a las
heridas que el mundo o quienes deberían amarlo le han infligido.
El Huérfano se
distingue por una respuesta instintiva de desaparecer, de hacerse invisible, de
retroceder hacia la infancia cuando percibe amenaza o maltrato. Lo fascinante
de este arquetipo es su llama interna, esa luz que nunca se apaga, aunque a
veces no brille. La enciende y la protege la madre interna: no la madre externa
que nutre con alimento, sino la madre simbólica que guía con conciencia, con
amor reflexivo, que señala los aciertos y errores y pone luz en la oscuridad.
Cuando un bebé
crece en condiciones normales, su mundo es un paraíso: hambre y frío son
atendidos, y aprende a confiar en la vida. Pero el Huérfano que observo —ya sea
en la literatura, el arte o la vida misma— es distinto.
Sus necesidades no
son satisfechas; los que deberían guiarlo no saben o no pueden. Se cría a la
defensiva, aprendiendo que la vida es hostil, que debe protegerse incluso de
aquellos que deberían cuidarlo. Esta ausencia de guía externa lo convierte en
un adulto “en alerta”, siempre perceptivo, capaz de intuir tanto las intenciones
negativas como las positivas de quienes lo rodean.
La tragedia de
este arquetipo se manifiesta en dos formas: abuso y negligencia. El abuso es
explícito: golpes, insultos, humillaciones; la negligencia es silenciosa,
sutil: la indiferencia de la madre que no atiende, que no ofrece seguridad, o
papá ausente. Ambos caminos llevan al mismo lugar: un vacío interior que se
traduce en melancolía, soledad, hambre
de reconocimiento y amor que nunca llegó.
Lo fascinante es
que, al poner luz sobre este arquetipo, incluso el dolor adquiere sentido. La
circunstancia del abandono no es un sinsentido, sino la cuna de una intuición
extraordinaria, de una creatividad inmensa. Los mejores sanadores, los
artistas, los músicos, todos aquellos que viven con la mano puesta en el
corazón, parecen emerger de esta misma llama apagada que logra encenderse pese
al frío del abandono.
Llegando a la
adolescencia, el Huérfano enfrenta la identidad. Quién es, quién será, cómo
plantará raíces en un mundo que no ofreció tierra fértil, o que no hubo tierra.
El dolor de estar
solo, de sentirse un árbol sin tierra, es profundo. Muchos desarrollan
frialdad: dificultades para amar, inapetencia
sexual o promiscuidad, (de polo a polo), o simplemente dificultades para
vincularse, para sentirse seguros. Algunos son “los sin piel”, tan sensibles
que cualquier estímulo externo hiere profundamente, y aún así esa sensibilidad
es su fuerza, su brújula interna.
El Huérfano tiene
hambre: hambre de compañía, de amor, de reconocimiento. Este hambre puede
llevarlo a lugares oscuros, a hábitos destructivos, pero también es la fuente
de su creatividad, su capacidad de empatía y de intuición. La enseñanza que me
deja este arquetipo es que la verdadera batalla no es la de la supervivencia,
sino la de la creación: darse y construirse una vida plena, a pesar del
abandono. Cada cicatriz es un mapa de tesoros, un testimonio de resistencia.
“Observarlo
y documentarlo ha sido para mí como excavar en una arqueología del ser; un
viaje de descubrimiento en el que, como un argonauta, navega por los mares de
la emoción y la memoria…”
Entendí incluso en
la más extrema vulnerabilidad, en la soledad más profunda, se puede encontrar
la posibilidad de prosperar, de convertirse en un creador consciente de su
propia existencia. Y es esta paradoja —la fuerza nacida del abandono— la que
hace del Huérfano un arquetipo indispensable para quienes estudian la psique
humana, la literatura o el arte.
Al
cerrar este recorrido por los arquetipos, siento que he desenterrado fragmentos
de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que aún podemos llegar a ser.
Este
trabajo no aspira a ser un catálogo académico; no pretende encasillar ni
diagnosticar. Más bien, se trata de una cartografía
hacia el Ser, de un viaje por
los corredores internos donde la supervivencia emocional nos ha enseñado a
mirar, a sentir y a crear. Es un mapa de luces y sombras, un registro de cómo
las fuerzas que nos habitan pueden convertirse en impulso para la creación.
Cada arquetipo que he explorado —desde
el Inocente hasta el Huérfano, desde el Explorador hasta el Creador— posee una
fuerza que no siempre se ve en la superficie. No hablo solo de lo que somos,
sino de lo que podemos ofrecer a quienes observamos, a quienes escribimos y
pintamos, a quienes buscamos dar vida a personajes que respiren verdad.
Para
quienes desean construir mundos literarios o artísticos, reconocer estos
arquetipos es una oportunidad de dotar de profundidad y complejidad a los seres
que emergen de nuestra imaginación. La documentación psicológica (respaldo científico) que sustenta
estas observaciones aporta credibilidad, pero la esencia está en la intuición, en el contacto con la propia
experiencia vital, en cómo nos reconocemos y reconocemos a otros en
estas figuras.
El Huérfano, en particular, me ha
enseñado que la fragilidad puede ser fuerza, que la ausencia de guía externa
puede despertar una intuición y creatividad desbordantes. No se trata de mí,
sino del arquetipo, del espejo que nos invita a ver lo que existe en otros y en
nosotros mismos.
La
batalla de este Huérfano no es la lucha por la supervivencia, sino la lucha por
darse y crearse una vida plena,
consciente, rica en significado, y paz sobretodo. Esa es la lección
que resuena en todos los arquetipos: cada uno, a su manera, nos invita a
transformar la vulnerabilidad en creación, el dolor en comprensión, la soledad
en reflexión y en arte.
Al final, reconocer estos patrones no
nos hace completos, pero nos hace conscientes por que meditar en esto quizás sirva
como mapa cuántico a nuestros propios silencios… Nos recuerda que crear no es escapar del mundo, sino abrazarlo con
todas sus complejidades, que la autenticidad de nuestros personajes y
de nuestra vida surge de la atención que ponemos a estas fuerzas internas. Y
así, al mirar los arquetipos y escucharlos, uno entiende que el verdadero
triunfo no es la gloria externa, sino el acto constante de proseguir la vida con integridad, amor y
creatividad, convirtiendo la experiencia en sabiduría y la sabiduría
en creación.
Este viaje es, en definitiva, un
recordatorio de que la arqueología del ser nunca termina; cada mirada hacia
nuestro interior y hacia la vida de los arquetipos abre nuevas capas, nuevas
posibilidades cartográficas para imaginar,
escribir, pintar y vivir con profundidad y sentido. Y quizá, al final,
eso es lo que distingue al creador: la capacidad de encender la llama interna y
dejar que ilumine no solo su camino, sino también el de quienes se acercan a
sus historias y obras.
Enrico Diaz Bernuy