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sábado, 26 de agosto de 2023

Relatos inéditos: LA NEGRA y su nuevo reino. Autor: Enrico Diaz Bernuy

 La negra

y su nuevo reino !!


En el vestido y en los beneficios de sus hondas sobre el carmesí leonado y en cada movimiento de los pasos de la negra sobre  las escaleras. Julian se encontraba a su lado contemplándola  con una prudencia  como para que ella no se dé cuenta de sus verdaderas intenciones, pero ella siempre lo sabía todo.  

Julian en sus adentros hacía mediciones sobre los límites de su  fuerza y prueba de ello es que él mismo unía la uña de su dedo índice, raspando la uña de su dedo pulgar de su misma mano. Sintiendo así las sutiles texturas, puesto que si  se tratara de una sábana y en esas ondulaciones servirían como punto de partida para los dibujos imaginarios y las fuerzas que ocurrirían en la cama. De alguna forma para hacer mediciones acerca de las cosas que le iría hacer a la negra.

No solo se trataba de arrancarle el vestido, se trata de una nueva maña artísticas que era quitarle la ropa de la manera más brusca, pero sin romperle ni un hilo o botón.  Se había vuelto un artista en esa técnica.

Ellos se encontraban subiendo al  tercer piso puesto que en cada escalón vetusto venía a su mente alguna vocal inspirada   en cierto éxtasis que iría a experimentar. A favor de ello,  facturaba las imágenes futuras que imaginaba sobre la negra: tendida en la cama que los esperaba.

También recordaba sobre los  suspiros que  perdía pensando en ella, en las maravillosas cosas que jamás se las diría, las horas que la esperaba para aquellos encuentros que ya se había hecho costumbre y tales misiones sexuales, en el fondo a la leonada negra la veía como una codorniz, indefensa, suave y atenta en hacer de esos encuentros un acto total de entrega.

Aunque la negra no era diminuta y mucho menos tímida, en esas cuatro paredes ambos se transformaban en dos seres distintos a lo que por apariencias se suele mostrar a los demás.

La locura de Julián comenzaba cuando llegaba al ombligo de la negra, o sus senos. La locura se representaba en la precisión de los besos y las lamidas, subsionando y tratando de reconocer algo en lo que se sentía unido a ella. No solamente por esta vida, sino de un tiempo que no lograba precisar.

Julián cuando la desnudaba con esa brusquedad acostumbrada, sin duda era algo que  había dominado con tal destreza, que luego provocó en la negra  un disfrute que no solo se trata de placeres inmediatos. Con el pasar del tiempo en aquel clima se formó un tono ritualístico; una  esencia de la solemnidad era la sumisión de ella, y a Julian eso le encantaba, lo volvía loco, ella lo amaba. 


La negra en aquellas  primeras ocasiones  se sentía cohibida, dubitativa en no saber cuál iría a ser el siguiente paso de Julián o temer por su brusquedad, pero al pasar el tiempo se dio cuenta que en esos momentos ella estaba en buenas manos. Que Julián era un maestro esos que andan ocultos, que prefieren mimetizarse de cualquiera, era un mago. La negra descubrió ese rostro de Julián y así se entregó cada vez más en cada encuentro.

Entonces la primera escena era desnudarla, luego tenderla sobre la cama. La negra parecía  un animal herido que  se acurrucaba como si deseara ocultar su desnudes con algún manto invisible. Julian era tierno, le daba besos en sus ojitos y ahí ella empezaba a contarle cosas sobre las plantas, y él le hablaba de deidades desnudas que radicaban en un tipo de limbo.

La conversación entre ambos era como un pin pon pero con gran semejanza a  versos. Era como si ambos se convirtieran en una sola voz, pero que cada vez se apagaba porque las caricias que ambos se daban dejaba muy poco espacio a la entrega de palabras.  Hasta que el silencio tomó entre ellos el reino de unos laberintos inconclusos de su piel teñida por ese enigmático morenaje que Julian aprendió a idolatrar. Especialmente desde los pies de ella que era el lugar donde le gustaba iniciar esos recorridos, (como si mimara a una princesa).

Y eso precisamente le decía: —mi pequeña princesa—, mientras que ella le respondía:  —qué me dice usted mi señor, señor pintor. Con una sonrisita llena de picardía.

—Sí, y tú me ayudas a pintar mejor, tus movimientos. Ella sonreía porque sabía que esa clase de cosas eran reales. Eran sonrisas de felicidad.

La negra se emocionaba, le creía todo. Pero un día le dijo; creo que me usas para inspirarte.

 —¡Por Dios, no digas eso!, acaso no sabes que la inspiración no tiene nada que ver aquí, yo te busco y espero estos instantes contigo no por algún tipo de búsqueda de inspiración. ¿Tan poco pintor me crees? no pienses eso de mí.

No sé por qué te gusto tanto. —Dijo la negra. Sé que eres un artista completo, ahora que te escucho decir estas cosas veo que no dependes de la inspiración. Lo que pasa es que es una idea que se me vino a la cabeza.

—Y tú no te devalúes, que quede claro que yo no te uso y mucho menos para inspirarme, eres tan valiosa. No sé cómo lo puedes olvidar, cariño mío…

Entonces la primera temporada fue su princesa. Julian se volvió en el mejor tejedor de los  pequeños ramilletes con las espirales  de sus cabellos.  Ella ponía su mirada juguetona como si disfrutara esos momentos previos.

De esos pequeños ramilletes (sus cabellos), pasaba a sus orejitas para perderse en esos besitos donde soltaba una frase como: ¡oh mi consentida! y ella inmediatamente lo abrazaba como si buscara una clase de refugio que jamás había experimentado, o al menos así lo demostraba. 

De esa forma su cuerpos estaba más unidos, uno al costado del otro de modo  que ambos cuerpos estaban ornados de ilusiones que involucraban al tiempo en algo finito pero mágico. En ese destino estaban ellos, no se trataba únicamente de un deseo sexual, había  cierta esperanza en el medio de sus lamidas.

Aunque parezca mentira en la primera temporada él no conoció sus lunares que llevaba por su espala u hombros. Julian navegaba por otro tipo de mares: ¡sus senos!, ¡su ombligo de tenues dulzuras,  temperatura que él idolatraba! Saboreaba la acides y la vinculaba con una mixtura de frutas y verduras.

La negra disfrutaba hasta el mínimo detalle de esos  actos alrededor de una hora, por lo cual él ya no contenía sus ganas de penetrarla. Así era siempre, parecía un ritual a veces con pequeñas modificaciones como los masajes que le hacía.  

Ella se ponía boca abajo y al pasar el tiempo y tras el recorrido de los masajes ella poco a poco abría las piernas y él ya comenzaba hacer los masajes con su lengua. Como si estuviera hechizado y ella ahí gimiendo con engreimiento un poco infantil.

Julian se excitaba cada vez más, la succionaba desde los pies hasta la cabeza. Se quedaba buen rato en su nuca, ahí volcado sobre ella, rosándola mientras que la negra poco a poco abría las piernas, moviéndose lentamente como si quisiera huir.

Lo cierto es que esos mismo movimientos lo hacían entrar a Julian; era la bienvenida anidada de estremecimientos como si el centro de una flor se dilataba con lentitud una tierra húmeda, en suma: un revelador acto de entrega.

En tal acto de penetración al poco rato ella se volteaba porque deseaba mirarlo siempre a los ojos, y aunque él siempre temía esa clase de lenguajes (de las miradas), él también se entregaba a ella.

Luego él abandonó  su ternura y comenzó a revelar un bruxismo voluntario (apretar los dientes entre sí) endurecía sus hombros como si fuera un molusco gigante y precionaba sobre ella con un torrente motivado por penetrarla cada vez más.

Julian se perdía en su mirada, ella con sus gemidos revelaba que se quejaba pero al mismo tiempo aceptaba esos movimientos.  Favorecido por la circunstancia la forzó para que levante sus piernas y apoyadas sobre los hombros de Julian, mientras que él volteaba el rostro por momentos  para besar sus pies, absorber de ellos en esos instantes donde la negra gemía a punto de llegar a su orgasmo.

Julian se reservaba, luego comenzaba nuevamente  el mismo juego del lenguaje de las miradas. Después la negra le dijo: —cuando lo vayas hacer mírame a los ojos, —mírame por favor—.

Julian tenía la sensación de que mirarla tanto a los ojos era como ver otro mundo, una parte de él temía y otra sentía tanta familiaridad, tanta cercanía como algo que ya había vivido. Un mundo cercano pero a la vez que no había experimentado.

Al final apagó la luz, la sujetó con rudeza entre esos mismos ramilletes que había tejido entre sus cabellos. Los risos  de la negra los había convertido en pequeños ramilletes como si hubieran surgido de una cascada costeña. Pues ahora las manos de Julian estaban adheridas como garras de un ave gigante.   

—Ahora ya no eres mi princesa, ahora eres mi reina —dijo  Julian con una seguridad que pocas veces había tenido.

Con ambas manos sobre sus cabellos mientras que él estaba sobre ella a punto de llegar a otro orgasmo, empezó a imaginar a la corona que merecía esas enredaderas…  Fue la emanación de estas fiebres: que no pudo controlar la rudeza de sus manos y ella tampoco, en tal descontrol se asfixiaron entrando así a  una escena cuyo  limbo  logró ser su nuevo reino.


Enrico Diaz Bernuy