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Orígenes

Estimados lectores con placer y profundo aprecio a la literatura los invito a descubrir mi blog Café y escrituras con humo, un espacio donde la literatura respira con una libertad genuina, y donde cada cuento, relato o poema está tejido con esmero, ofreciendo mundos y personajes que buscan resonar en el alma. Es un rincón de lucidez y libertad de expresión, donde no existe censura ni rechazo, (ni de editoriales ni de fanzines) sino un llamado sincero a explorar juntos las profundidades de la imaginación y del pensamiento. Los textos son gratuitos y siempre bienvenidos a nuevos ojos, con la esperanza de que encuentren en ellos una chispa de inspiración o reflexión. ¡Los invito a tomar una pausa, servirse una buena taza de café, y sumergirse en la esencia de cada relato! , poema o artículos de mi autoría o de los escritores invitados. A continuación, dejo el índice del contenido:
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lunes, 8 de diciembre de 2025

martes, 2 de diciembre de 2025

Hugo Aullón Herrera //// Hugo Nikolás Kalashnikov

Muchísimos estudios sobre estos tiempos postmodernos sostienen que las sociedades que habitan este planeta están obsesionadas con el triunfo, (embalsamadas) y ello obedece a que dicho triunfo está supeditado al galardón, al renombre: por ejemplo, publicar en una editorial reconocida o ser comentado en los medios masivos como la televisión. Es decir, si aciertas en esos escenarios, se considera que estás triunfando, y eso se vuelve automáticamente elogiable.



Yo considero, más bien, que aquello que se elogia no es necesariamente talento, sino el capital para financiar buenos ISBN o las sólidas relaciones públicas que facilitan premios (en la gran mayoría de los casos). Dicho esto, pareciera que el mundo olvida que el verdadero triunfo consiste en sobrevivirse a uno mismo, en subsistir en libertad y, sobre todo, en mantener la lucidez mental para discernir quién está enfermo  quién está sano en este mundo, y saber vivir...

A veces los artistas son los más próximos a este avance filosófico de vida, porque los verdaderos artistas —según considero— no están babeando por algún galardón ni, mucho menos, dispuestos a sobornar editoriales para recibir portadas en los periódicos o en los medios. Los auténticos creadores ya son felices desde el instante en que logran un gran poema o una gran obra. Es una felicidad que no puede explicarse ni demostrarse: debe vivirse. Es un asunto de conciencia.

Las señales de lo que hablo se observan en quienes buscan abrir sus propios caminos: montan sus obras en las circunstancias que tienen, publican sus textos incluso de forma artesanal. Y eso no les quita mérito; por el contrario, habla más profundamente de la obra y del propio artista.

Dicho esto, quiero señalar a un poeta peruano llamado Hugo Aullón Herrera, quien recientemente acaba de publicar su quinto libro de poesía, titulado 100% egoico. Tuve la oportunidad de entrevistarlo la semana pasada y, después de revisar detenidamente el libro, quiero destacar un poema en particular que me cautivó por su contundencia y por la potencia de su voz poética.

El poema despliega un universo simbólico de notable densidad, casi barroco, donde la violencia ritual, la espiritualidad fracturada y la confrontación con toda forma de autoridad —moral, política o religiosa— se entrelazan para construir una atmósfera de liturgia profana. La voz poética transita entre imágenes míticas —Júpiter, gigantes divinos, Capullanas— y escenas grotescas o urbanas —Kasio con el rostro hundido en una torta, referencias a la “ciudad de los reyes”, al “monte”, al “yonque”— generando una tensión constante entre lo sagrado y lo degradado. El poema opera, así, como un auto sacrílego en el que figuras humildes, sucias o marginales son entronizadas dentro de un ritual invertido donde la traición, la impureza y el desencanto configuran un territorio estético propio.

Uno de los mayores méritos del texto es su desbordante fuerza visual. Imágenes como “las coplas de las Capullanas incrustadas en el postre”, “la lengua de fuego dada a la libertad del hielo” o la declaración “compulsión trinitaria la mía” poseen una intensidad sensorial que captura de inmediato al lector. La imaginación funciona como motor poético: convoca, perturba, incendia.

En esa línea, la voz que emerge es inconfundible. Se percibe un estilo propio, una síntesis entre surrealismo, misticismo blasfemo y crítica social que se desmarca de las corrientes más visibles de la poesía latinoamericana contemporánea, dominadas a menudo por el sentimentalismo realista o el tono conversacional. Aquí no hay complacencia: la voz apuesta por la audacia temática, por explorar zonas incómodas como la sexualidad, la traición, la espiritualidad deformada y la identidad cultural atravesada por lo grotesco. Ese riesgo es, sin duda, una de las virtudes más sólidas del poema.

También destaca la musicalidad interna, sugerida no por la rima sino por el ritmo secreto de las repeticiones y por la alternancia entre versos largos, casi torrenciales, y otros breves que funcionan como pulsaciones. El poema respira como una letanía, como una invocación que avanza entre lo ceremonial y lo profano.

Sin embargo, la riqueza del texto trae consigo ciertos peligros. La acumulación de imágenes densísimas, sin un anclaje emocional más claro, puede producir momentos de dispersión. Algunas metáforas parecen surgir por yuxtaposición, como si la fuerza imaginativa del poeta fuese expandiéndose sin un hilo conductor que las ordene internamente; líneas como “dobladas como un arco con la cabeza entre las piernas comen degradadas de mi seguridad” poseen un impacto rotundo, pero su relación con el eje temático se vuelve menos nítida. La multiplicidad de registros —crítica cultural, mitología, espiritualidad rota, erotismo, humor grotesco, referencias peruanas y símbolos zodiacales— enriquece el poema, pero también exige un cuidado mayor para sostener un eje conceptual que permita que toda esa exuberancia simbólica avance hacia un centro perceptible.  


Enrico Diaz Bernuy

 

jueves, 20 de noviembre de 2025

Relato sobre el Higo... Enrico Diaz Bernuy

 

El coctel

Hacer un picadillo de higos y verterlos en una copa de vino tinto.
Eso fue lo primero que ella hizo cuando entró en la habitación, como si preparara un ritual secreto. 

La luz tenue del atardecer se filtraba por la ventana y encendía en su piel un resplandor cálido, casi acanelado. 

Yo la observé en silencio, hipnotizado por la forma en que sus dedos —delicados, lentos— trituraban la pulpa morada, dejando que el jugo le manchara la yema de los dedos en sus notas melosas de la fruta.


Ella no dijo nada. Sólo acercó la copa a sus labios y bebió un sorbo, dejando que el vino y los higos se mezclaran en su boca. Después caminó hacia mí. 

Sentí su aroma antes que su cuerpo: un perfume a fruta exótica, a su acidez que tanto extrañaba… a noche que se abre.


Con la punta de los dedos manchados, dibujó una línea tibia en mi clavícula.
—Prueba —susurró.

Sabía que no se refería al vino.


Me acerqué y lamí lentamente la gota que descendía por su dedo. El sabor era intenso, dulce, y con misterios.  

Ella cerró los ojos como si ese gesto —mínimo, íntimo— fuera una caricia directa a muchas cosas que habíamos extrañado. La copa quedó olvidada sobre la mesa, pero entre ambos estaba presente el sabor del higo y en el resto de la noche una eternidad. Como contemplarla descansar, desde mi lado más puro, para volver a continuar…


Enrico Diaz Bernuy




lunes, 17 de noviembre de 2025

Sin título...

 En los años setenta, Johnny Lydon —el mundo lo conoció como Johnny Rotten— incendió la escena musical con los Sex Pistols. Era la furia hecha voz. El caos convertido en arte. El grito de una generación que quería romperlo todo.

Pero la vida, lejos de los escenarios, mostró que su mayor acto de rebeldía no fue el punk.
Fue el amor.
Años después, una fotografía lo captó sentado en la sala de espera del aeropuerto de Los Ángeles. Sin maquillaje, sin guitarras, sin poses. Un hombre silencioso, con el rostro cansado. Acababa de perder a Nora, su esposa desde 1977. Ella, hija de un influyente editor alemán y figura clave en la escena rock, murió a los ochenta años tras una larga lucha contra el Alzheimer.
Lydon la cuidó personalmente hasta el final.
Él, el icono del desorden, se convirtió en guardián de la ternura.
La canción con la que compitió para representar a Irlanda en Eurovisión, Hawaii, no era para el público. Era para Nora. Un susurro convertido en melodía, una despedida disfrazada de canción.
Pero su historia de amor no termina ahí.
Años antes, adoptó a los tres hijos de Ari Up —la hija de Nora, cantante mítico de The Slits— tras su muerte por cáncer. Dos de ellos crecieron en la selva, sin escolarización ni lenguaje estructurado; el tercero había perdido a su padre en un tiroteo.
Lydon, que nunca creyó en la familia convencional, decidió darles hogar.
"No podía dejarlos así", dijo. "Un poco de amor puede hacer mucho".
El punk siempre fue pura actitud.
Pero Johnny Lydon demostró que la forma más radical de resistencia no era gritar contra el sistema.
Era cuidar.
Era quedarse.
Era amar cuando nadie te obliga a hacerlo.
Y así, el hombre que incendió la música con rabia terminó escribiendo su legado con compasión.
A veces, la revolución más poderosa es silenciosa.
Y se sienta en una sala de espera, con el corazón roto, recordando a la mujer que lo acompañó toda la vida.

lunes, 10 de noviembre de 2025

LA TENDENCIA LITERARIA EN PERÚ 2025 /// artículo sobre literatura en el Perú /// Enrico Diaz Bernuy

por Enrico Diaz Bernuy 


El culto al lenguaje vulgar, la coprolalia y el coloquialismo extremo —aunque resulten bochornosamente deplorables, pero pintorescos… — se han convertido en el retrato más fiel de nuestros tiempos.  Y quien no sigue a la manada, queda fuera…

Vivimos en la era de los pantalones rotos, donde la decadencia se disfraza de estilo y el desaliño se vende como libertad. El lujo de hoy consiste en parecer descuidado, en exhibir la ruina como si fuera una forma de rebeldía estética.

En el fondo, no es más que un síntoma de la era de Kali Yuga: el tiempo oscuro donde los valores se invierten, donde lo inferior asciende y lo noble se burla de sí mismo. El lenguaje, espejo del alma colectiva, ya no busca elevar ni comprender, sino provocar y degradar. Así se rinde culto al ruido y se desprecia la palabra pensada.

Buena parte de la literatura contemporánea de Perú —especialmente la urbana y marginal— el uso del lenguaje es central y se valora como signo de autenticidad. Si la coprolalia (el uso de lenguaje obsceno o crudo) aparece, no suele ser gratuita, sino una forma de representar la violencia, el desencanto o la marginalidad social.

Junto a ella predominan otras características técnicas del habla popular, como:

Jerga local o juvenil, que da realismo y marca pertenencia a ciertos grupos sociales (por ejemplo, el habla de barriada, carcelaria o callejera).

Lenguaje híbrido o mestizo, que mezcla registros cultos y vulgares, o español con quechuismos, anglicismos o modismos urbanos.

Oralidad narrativa, donde la sintaxis imita el habla cotidiana, con repeticiones, muletillas o ritmo conversacional.

Fragmentación del discurso, reflejando la confusión o el caos de la vida moderna.

Ironía y humor negro, como mecanismos de resistencia o crítica social, (en teoría)

En conjunto, estos recursos expresan una poética del desborde, donde la palabra ya no busca la pureza formal, sino la verdad emocional. Nadie parece querer estudiar el idioma tal como es. Ahora, la verdad se comporta como un ente, un ente social que depende de quien la pronuncie, y que muchas veces solo es comprendida por el autor o por sus allegados.

 

Sin embargo, dentro de este nutrido ramillete de manifestaciones, algunas se han elevado por encima del montón y han alcanzado cierto grado de popularidad, probablemente gracias al respaldo de los medios o a otros intereses. Podemos iniciar con...

 


Jaime Bayly – No se lo digas a nadie (1994) y varias obras del autor apelan a un lenguaje urbano, provocador y sexualmente explícito, donde la coprolalia refleja la hipocresía de la alta sociedad limeña.

Bayly es sin duda el escritor mas sobrevalorado o con mayores recursos para promover sus trabajos literarios.

 Jeremías Gamboa – Contarlo todo (2013)  sobrevalorado

Aunque más contenida, su prosa introduce el habla de clase media limeña, con tensiones entre lo culto y lo popular.

Representa la búsqueda de identidad social y cultural desde el lenguaje mismo.

 Fernando Ampuero – Caramelo verde (1992)  ---- Deplorable y sobrevalorado ----

Narración cargada de jerga y cinismo urbano, donde el lenguaje funciona como espejo moral del protagonista.

Otro personaje similar al caso Bayly, muchos recursos y contar con el establishment (lo establecido).


5. Gabriela Wiener – Nueve lunas (2009) y Sexografías (2008)  Deja mucho que desear… ----y ultra sobrevalorada ----

En su caso, la coprolalia se asocia a la liberación del cuerpo y la intimidad, rompiendo los tabúes del lenguaje femenino. En otros…

En términos de excelencia literaria, la tendencia contemporánea a privilegiar el lenguaje coloquial, jerga o incluso la coprolalia como supuesta forma de autenticidad ha generado una crisis del estilo. Lo que en un principio fue un gesto de rebeldía —dar voz a los marginados, reflejar el habla real de las calles, romper con el elitismo lingüístico— se ha convertido, en muchos casos, en una moda que empobrece la prosa. La imitación excesiva de la oralidad sustituye la elaboración estética por una simple reproducción del ruido social.

La excelencia literaria, entendida como la capacidad de elevar la experiencia común mediante el arte del lenguaje, parece desvanecerse en obras que confunden lo espontáneo con lo descuidado. La literatura que antes se proponía transformar la realidad por medio de la palabra, ahora muchas veces solo la mimetiza sin trascenderla, cayendo en un realismo plano, casi documental.

El abuso de jergas o coprolalia, cuando no responde a una necesidad expresiva sino a un intento de parecer “auténtico”, desvía la literatura hacia el efectismo. Se busca el impacto inmediato del lenguaje agresivo, pero se pierde la hondura emocional, el ritmo interior y la riqueza simbólica que caracterizan a los grandes estilistas. La palabra, en lugar de construir un universo, solo refleja una  superficie.

En el fondo, esta tendencia revela una pérdida de fe en la palabra literaria. Mientras escritores como Arguedas o Ribeyro lograban una síntesis entre lo popular y lo poético —entre el habla viva y la forma artística—, hoy muchos autores parecen renunciar a esa tensión creadora. No hay pulido, ni estructura, ni búsqueda de belleza, sino una suerte de complacencia con la inmediatez del habla.

La excelencia literaria, sin embargo, no consiste en alejarse del pueblo ni del habla cotidiana, sino en transmutarla en arte, en encontrar en la aspereza de la calle una música interior, una prosa capaz de conmover sin necesidad de gritar. Cuando el lenguaje se vuelve vulgar por sistema, la literatura pierde su dimensión trascendente: deja de ser un acto de revelación para convertirse en simple reproducción.

 

domingo, 9 de noviembre de 2025

--- Cuento: LESLIE --- Autor : Enrico Díaz Bernuy

 

 

 Descripción del cuento:

 Leslie es un cuento que se adentra en la arquitectura de la mente y en la manera en que la conciencia fabrica realidades paralelas para sostenerse. Más que un relato sobre pérdidas afectivas, es una exploración de cómo el pensamiento, la percepción, la decepción y la identidad pueden distorsionarse hasta el punto de crear presencias que no existen fuera del propio yo. La conversación entre el protagonista y Leslie funciona como un laboratorio psicológico donde se examina la frontera entre lo imaginado y lo real, mostrando cómo el diálogo interno puede tomar la forma de un otro, casi como un desdoblamiento.

El cierre, de carácter metafísico, ofrece una reflexión contundente sobre la fragilidad de la percepción y el poder creador —y engañoso— de la mente. Leslie deja al lector con la inquietante sensación y mensaje al lector  que debe descubrir. 

 

L e s l i e

 

 “Quien se conoce a sí mismo ama mejor, 

porque no espera que el amor llene 

vacíos que él no ha querido mirar.”

Baruch Spinoza

Una de las formas misteriosas en como una mujer quiere que inicies una conversación con ella, a veces es con un comentario poco adecuado en alguna de tus publicaciones, por que a veces lo inadecuado puede ser lo que llame mas la atención pero también te revela una parte de esa persona como diciendo ¿oye te acuerdas de esta forma de pensar la mía? y así fue.    

El comentario apareció debajo de una publicación que Orlando había puesto en una de sus redes sociales.

Él jamás imaginó que detrás de esas palabras había una intención, una huella o mejor dicho, una historia…

Quien escribía era una ex enamorada, alguien de muchos años atrás, alguien que esperaba, alguien que lo había recordado, y alguien que lo había buscado.

—Quizá con una mezcla de picardía y nostalgia— que él la reconociera.  Y sin duda, así fue, y así comenzó la historia de una segunda oportunidad…

Ella se había vuelto psicóloga. Él, un hombre que, sin proponérselo, había acumulado más oficios pero con una sola vocación: inversión en aparatos tecnológicos.

Coordinaron un encuentro sin demasiadas palabras: ambos estaban en el ocaso de unas relaciones; ambos sintieron una gratitud extraña, casi secreta, por volverse a ver.

Todo inició con un abrazo en una vieja cafetería olvidada del parque central de Lince.

El abrazo fue largo, casi torpe, como si el cuerpo intentara decir palabras que no sabían pronunciar.

Él  fue el primero en separarse y la miró, con una sonrisa amigable:

Ella le dijo: —Pensé que este día nunca llegaría. No así, por lo menos.

Se sentaron frente a frente. Ella lo observó con una mezcla de sorpresa y ternura. Le dijo, toca mis manos están temblando… no me imaginé emocionarme así.

Él no tuvo respuestas para ese comentario. Y para no alargar el silencio ella le dijo:

—Estás distinto… pero también igual —añadió—. Tu mirada no ha cambiado, sigues con la misma estructura corporal, no te has engordado como otros hombres de tu edad, y aunque ella no señaló el poco cabello que poseía, él inmediatamente le dijo: pero con menos cabello, jajaja.

Ella sonrió y le dijo pero eso ahora es tan solucionable que la gente no se da cuenta, en Lima siempre hubo mucho perjuicio. Siempre dicen que el hombre no debe arreglarse, desviando la mirada como si recordara varios casos que ella había atendido. Lo cierto es que los tiempos han cambiado y ahora hay clínicas exclusivas solo para hombres.

—Tengo que contarte algo. O mejor dicho… tengo que contarte muchas cosas.

Ella respiró hondo, como para un viaje inesperado,  acomodó su  sofisticada cartera como si se preparara para estar largo rato, y luego le dijo:

—Yo también tengo cosas que decirte. No vine solo a escuchar.

Él sonrió con una gratitud suave y con esa misma dulzura que solo ella podía inspirar.  

—Es como ofrecer agua limpia a quien siempre bebió agua turbia —empezó Orlando—.

Y mi agua limpia siempre les pareció demasiado.

Ella arqueó las cejas. En otras palabras tuviste amor no correspondido.

Él respondió siempre tan pragmática; jajajaja

—¿Tú crees que amar de forma honesta espanta a la gente? —Dijo Leslie.

—A veces sí —dijo él—. La luz incomoda. Por que suele alumbrar el panorama que la otra persona había enterrado o pone al descubierto las miserias que el otro solo tiene para ofrecer.

— A que te refieres con miserias?  — Dijo Leslie.

—  Dar migajas. —Respondió Orlando.

Ella lo interrumpió por primera vez:

—Pero también atrae. No te quites mérito. A mí me atrajo eso de ti y luego yo actué así con otro hombre y claro, él se sintió sofocado.

 

Se miraron con ese tipo de honestidad que solo aparece después del silencio de las tormentas, la honestidad de la paz, la honestidad de la lucidez. Una lucidez en la que se ubicaron en un tiempo pasado con tantas similitudes.

Ella abrió un cuaderno, como un acto involuntario, pero lo dejó a un lado. Porque esta reunión no era con un paciente. Él era su ex enamorado, su amigo ahora.

—No voy a psicoanalizarte, Orlando. Solo quiero entenderte, pero sobre todo escucharte.

En el pasado quizás lo hiciste, incluso sin ser psicóloga, con una sonrisa nostálgica —le dijo—.

Él continuó:

—El encuentro con el otro es el encuentro con uno mismo. Lo aprendí tarde. Yo intenté curar con amor… como si amar fuera un remedio universal.

Ella negó lentamente con la cabeza, grave error…

—No eres médico del alma de nadie. Pero tampoco eres culpable de haber querido sanar.

—¿Sanar yo? —Sostuvo Orlando.

— Siii, tu.

 Una sanación que quizás la proyectaste en el otro. A veces uno ama como le enseñaron: dando más de lo que le dieron. Mientras que otros repiten las migajas que recibieron.

Orlando quedó en silencio un segundo, sorprendido por la precisión de sus palabras. O lo mucho que ella lo había conocido. O lo emocionalmente irreconocible que Leslie se encontraba.

—Mi amor se volvió arma en manos equivocadas —dijo él—. Y yo no nací para convencer a nadie de que merecía ser querido. Al final me agoté.

Ella lo miró directo.

—Yo tampoco. —Hizo una pausa—. ¿Sabes? A mí también me pasó. Todo lo que yo no pude corresponderte, lo hice con él, o sea,   mi pareja actual… bueno, ex pareja. Me cansé de explicar mi cariño, de justificar mis cuidados como si fueran sospechosos. Me cansé de esperar correspondencia y sobre todo me cansé de esperar el apoyo moral que nunca me ofreció frente a mi trabajo.

Orlando la escuchó, atento, mientras que en sus adentros sentía cierta envidia por aquel sujeto que recibió lo que él no tuvo.

Ella respiró profundo, no me mires así, que yo a ti también te quise. Quizás no como querías, pero si te quise. Te quise como estaba preparada en esos momentos.

Ella sin duda podía leer en él hasta el mínimo gesto corporal, y acertaba.

 —A veces me volví fría, Orlando. No premeditadamente, era como un acto involuntario, eran mis momentos.

Él levantó ligeramente  la cabeza, sorprendido de escucharla libre de ese orgullo que la caracterizaba.

Ella sonrió como un acto automático, pero con tristeza o arrepentimiento,

—Tú me querías con luz. Yo solo sabía darte sombra.

Orlando estiró la mano y ella la tomó sin dudar.

—Jung decía que proyectamos nuestra sombra en el otro —dijo Orlando.

—Sí… pero también decía que podemos integrar esa sombra, —respondió Leslie—. Yo nunca integré la mía. Tú sí. O por lo menos lo intentaste.

Pero míranos ahora, sentados aquí con esta palpitante amistad, este cariño, no es usual.

Lo sé Orlando, esto es un tesoro.

 

Él siguió, casi con alivio porque ella también hablaba:

A veces no te enamoras de quien te hace bien, sino de lo que te resulta familiar.  O sea lo familiar era dar amor a medias o a migajas. Yo repetía las frialdades, las indiferencias, guiones, impuestos que era difícil deshacerse.

Cuando ocultas  los errores los repites, luego buscara maquillar las imperfecciones internas intentando creer tus propias mentiras, pero todo eso lo entendí tan tarde que vi a varias mujeres maravillosas irse de mi vida.

 

—Y yo también —confesó ella—. Sabía que tu cariño era limpio, pero yo tenía miedo. A veces prefería relaciones confusas, inestables o sedadas… porque la base de esas relaciones es que me hacían sentir que no debía rendir cuentas. Pero hay una cosa que debes entender también, uno no elije de quien enamorarse, esas cosas suceden, simplemente una debe tomar decisiones si conviene esa persona o no.

—Orlando sonrió suavemente.

Y si no, ¿conviene  sufrir igual? Señaló Orlando.

Ella respondió, peor sería sufrir estando con esa  persona (la inadecuada) porque el sufrimiento sería el doble, ¿no crees?

—Te siento tan madura que casi no te reconozco.

—No éramos malos, Orlando —dijo ella—. Solo éramos jóvenes y torpes. Y un poco heridos. Yo te veía tan vinculado al deporte y yo universitaria, a veces te gustaba leer pero eso no era suficiente para mí. Igual eras casi un niño en esa época y cuando sentí que estábamos en distintas frecuencias decidí terminar contigo.

—Claro, si comprendí. —Dijo Orlando.

Él sintió que una parte de su pecho se aflojaba. Parecía que sus palabras lo desarmaban por dentro, por que hablar todas esas cosas eran como un viaje a una época que él había enterrado, pero ahora todo salía a flote. Y él  debía disimular, debía ser fuerte y eso era un código instaurado, la fortaleza, un mito más en su vida o mejor dicho la máscara de siempre.

Ella añadió:

—Tú dabas demasiado para que no te abandonen. Yo daba poco para no sentirme atrapada. Ambos actuábamos desde heridas viejas… como si el amor fuera una coreografía que nadie nos enseñó, pero que la danzábamos en modo automático como un mecanismo de autodefensa sin saber que a quien mas heríamos era a nosotros mismos.

 

Él cerró los ojos un instante. Porque en esos momentos todas las cosas que quería contarle ya no eran importantes, parece que más importante era hablar de ellos, ya no de sus experiencias o sus logros o sus fracasos.  Él ya no quería contarle de su empresa o las inversiones o sobre los viajes que tuvo, era cosas completamente intrascendentales, o los conflictos familiares que tenía con sus hermanos debido a la ambición de ellos. Y aunque no entendía porque las cosas habían cambiado por el orden de importancia, por que de pronto, hablar de sus sentires era más importante simplemente dijo:

—La danza de la repetición…

—Sí —respondió ella—. Pero también se puede aprender otra danza.

Ella lo miró con una ternura adulta, distinta y más sensual que nunca.

—Orlando, tú no estás condenado. Y yo tampoco.

Estando contigo o con otros, me protegía demasiado. Aprendí a dar poco para no perder mucho. Era como si el fracaso era una idea latente en mi mente, era lo más próximo. Ya de pequeña había visto a mi mamá fracasar con mi padre, o viceversa y otras cosas horrendas.

Él sintió un temblor leve en el corazón, era un sentimiento antiguo un deseo de rescatarla, pero no se lo podía decir, esas cosas ya nadie te las cree.

Ella tocó su mano y dijo:

—Esta vez… no tienes que repetir la danza. Y yo tampoco, sostuvo.

Y en la cafetería de Lince, entre el eco de un pasado que los unía y un presente que se reacomodaba con cautela, los dos sintieron que quizá, por primera vez, la vida les daba permiso para empezar distinto. Además, debes entender que cuando uno aprende a descifrar su propia mente, comprende que los recuerdos no son restos del pasado, sino los planos invisibles con los que edificamos nuestra existencia. Elegir qué recordar es elegir quién ser. Y solo entonces descubrimos que esa arquitectura íntima siempre estuvo actuando sin que lo supiéramos.

Pero algo empezó a inquietarlo, más allá de aquel mensaje.

La luz que caía sobre ella era demasiado quieta, demasiado perfecta, como si no obedeciera al paso natural de la tarde. Él hablaba, contaba recuerdos, dudas, culpas, y ella respondía con una serenidad que desentonaba con la vida misma. No había titubeo en su voz, ni respiración agitada, ni ese gesto nervioso de movimiento que hacía con sus pies cuando estaba a punto de llorar.

Entonces lo entendió.

No era un encuentro: era una despedida.

Él tragó saliva, como si una mano antigua le apretara la garganta y era la misma sensación de cuando era adolescente.

—¿Cuándo te fuiste? —preguntó, sin poder sostenerle la mirada.

Ella sonrió con una dulzura que jamás pudo tener en el pasado.

—No importa. A veces uno vuelve solo para que alguien pueda soltar lo que quedó pendiente.

Un silencio grueso se extendió entre ambos, como una sábana que lo cubría todo. Él sintió que el mundo se hacía pequeño y que su cuerpo, por fin, admitía el cansancio de tantos años fingiendo fuerza y fingir frialdad.

—Solo quería… —dijo él, con la voz rota— sentir que aún estabas.

—Siempre estuve —susurró ella.

El aire se detuvo cuando él dio un paso hacia adelante. La vio de cerca, casi tangible, casi humana. Y sin embargo, algo en su transparencia lo obligaba a comprender: el límite entre la vida y la muerte no siempre es un muro, a veces es apenas un hilo que vibra entre dos almas cansadas pero dos almas que se habían extrañado porque no era la primera vida en la que se encontraban…

—Déjame sentir tus labios —pidió—. Solo una vez. Para saber que no soñé nuestra historia.

Ella acercó su rostro. El beso no tuvo temperatura, ni peso; fue como tocar un recuerdo que aún conserve aroma similar a aquellas cremas humectantes que ella usaba. Un roce de eternidad pero lleno del silencio que lo transportaba a otros tiempos que él no recordaba con claridad, pero que le traían sensaciones de gratitud o felicidad.

Él cerró los ojos y sonrió.

En ese instante comprendió la verdad filosófica que durante años había evitado: morimos no cuando el cuerpo cae, sino cuando ya no queda nadie a quien besar en nombre de la memoria.

 

El silencio cayó de golpe, como si el aire mismo hubiera decidido apagarse. Él aún sentía en los labios el rastro frío de aquel beso imposible, ese roce que parecía hecho de niebla y despedida. Cerró los ojos un instante, intentando sostener la emoción, el temblor, el sentido profundo de que algo dentro de él acababa de cerrarse para siempre.

Entonces escuchó pasos.

Un mesero se detuvo junto a la mesa, con una expresión incómoda, casi asustada.

—Disculpe señor…—Disculpe, señor…   —dijo con voz baja—. ¿Desea algo más?

Él levantó la vista, confundido por la interrupción.

—No, estoy conversando con ella… —respondió, señalando el asiento frente a él.

El mesero tragó saliva y negó lentamente.

—Señor… usted ha estado solo todo este tiempo. Nadie se ha sentado con usted desde que llegó.

El corazón le dio un vuelco brutal. Miró la silla. Vacía. Impecablemente vacía. Como si nunca hubiese sido ocupada.

La comprensión lo atravesó como un rayo lento, poético e inevitable:

las conversaciones más profundas a veces ocurren con quienes ya no habitan este mundo, sino nuestra necesidad.

Sintió un vértigo suave, una mezcla de pena y revelación. Había hablado con ella… o con lo que quedaba de ella dentro de él. Y el beso, ese último beso, no pertenecía al mundo físico sino al territorio íntimo donde memoria y deseo se confunden.

El mesero dio un paso atrás, inquieto.

Él, en cambio, se serenó.

Miró el espacio vacío frente a él con un cariño que ya no dolía.

—Gracias por venir —susurró a la nada.

Y en ese momento comprendió algo que lo dejó en paz:

no había estado loco, había estado amando.

Y a veces, amar es la única forma de seguir a un fantasma sin perderse.

Y como un eco de la memoria —aunque carecía de la precisión de un recuerdo real—, la idea persistía nítida, firme en su claridad.

Se visualizó acompañándola  a su casa, ella abre la puerta y él observa un montón de dibujos extraños pegados a las paredes: rostros sin boca, o rostros sin orejas, manuscritos a mano, arrugados o manchados con café o comida. Rumas apoyadas por todos lados, mientras que los ruidos que hacían los jugadores de billar de la casa de al lado invadían hasta el mínimo espacio de su departamento.

Ella le confiesa:

No soy la que recuerdas. Esa versión de mí murió hace tiempo.

No es un fantasma, pero soy otra persona emocionalmente  irreconocible.

Cuando él le pregunta por qué había venido a verlo después de tantos años, ella responde:

Porque me llamaste sin saberlo.

Él no entiende.

Ella explica que cada vez que uno recuerda intensamente a alguien, crea un eco de esa persona en otra dimensión. Una dimensión puede ser el mundo onírico

Ella es ese eco: una versión creada por su nostalgia.

Y cuando él deja de recordarla, ella empieza a desvanecerse lentamente, como si se apagara una vela.

 

En esa oscuridad, de pronto, algo comienza a iluminarse: tenía los ojos cerrados y, al abrirlos, descubrió que se había quedado dormido frente a la pileta del parque. Era una pileta adornada con rostros femeninos, y uno de ellos se parecía mucho al de su antigua enamorada. Mirándola, se quedó dormido.

Como en la misma época que ellos hacían el amor y ella quedaba dormida y el fascinado le encantaba contemplarla. Cada descanso era para volver a tener intimidad y siempre eran varias veces, como jamás tuvo ese ritmo con ninguna otra mujer. Era como si su descanso era contemplarla a ella descansar.

Ella dormía, y él le daba sutiles besos sin despertarla; la lamía con una delicadeza absoluta para no romper ese silencio tibio del sueño. Sus ojos cerrados, aquella frente relajada y los hombros en sosiego le daban a él una sensación que iba más allá de las palabras.
Un día, ella despertó y se dio cuenta de que él la miraba con un amor completo, total. Ella se sintió intimidada y silenciosa.

Un amanecer, ella abrió los ojos porque se sintió observada y le dijo:
—Oye, ¿no me estarás tomando una foto?

Él respondió que una cosa así era absolutamente imposible que pudiera hacer.
Y ella, luego de unos segundos, le creyó.


Y a pesar de tanto furor corporal que los unía, él veía en ella un lazo más profundo e indescifrable que lo físico. 

Pero hoy, él ya era un anciano y se había quedado dormido frente a la pileta que solo podía traerle recuerdo debido a que había un rostro muy similar a la que amó con tanta fuerza como si ella fuera de una vida pasada.

Entonces lo comprendió: no era el sueño lo que lo había vencido, sino la memoria misma, que lo había llevado a ese lugar para mostrarle lo que nunca quiso aceptar. Al mirar de nuevo la pileta, el rostro femenino que le recordaba a su ex enamorada comenzó a agrietarse, a desprenderse del mármol como si quisiera liberarse de siglos de silencio. Él dio un paso atrás, pero la figura terminó de romperse y, por un instante, la vio a ella —no la estatua, no el recuerdo, sino a ella misma— salir envuelta en una luz tenue que temblaba como un corazón agonizante.

Extendió la mano, quizá para volver a tocarla o para confirmar que aún existía, pero en cuanto la rozó, el cuerpo de la aparición se deshizo en un polvo luminoso que lo cubrió por completo.

Fue entonces cuando escuchó la verdad, no con los oídos sino en el pecho: ella llevaba años muerta, y todo lo que quedaba de su amor dependía del frágil acto de recordarla. Sintió un peso insoportable en el pecho, un frío que lo dejó sin aliento, y comprendió que aquel último destello era su despedida final.

De rodillas, bañado en ese polvo que parecía ceniza y luz al mismo tiempo, deseó algo simple y devastador: un último beso, aunque fuera imaginado, aunque lo arrastrara consigo al mismo abismo.

Cerró los ojos, inclinó el rostro hacia el vacío y, cuando creyó sentir el roce de unos labios que ya no existían, su cuerpo cayó lentamente al borde de la pileta, como si hubiera decidido seguirla hasta donde los recuerdos dejan de ser luz y se convierten en silencio del beso y su fin. 




Enrico Diaz Bernuy