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martes, 7 de octubre de 2025
lunes, 6 de octubre de 2025
Extraído de: elmundo.es
Receta de éxito
La fórmula de Nietzsche: "Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo"
La importante es hacer que las cosas sean sencillas en cualquier contexto de la vida

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En nuestro día a día afrontamos múltiples tareas, decisiones o rutinas que, en muchas ocasiones, nos agobian más que nos ayudan. Vivimos en sociedades frenéticas en las que se busca la inmediatez y donde, a veces, es necesario hacer una pequeña pausa y reflexionar sobre las cosas que nos gustan y que nos disgustan de la vida. Es en esos momentos en los que puede que pensemos en la felicidad.
Hace más de 100 años, en pleno siglo XIX, el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche ya se planteaba el sentido de la existencia y dejó para la historia una frase que todavía hoy en día está de plena actualidad y puede aplicarse.
- "Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo".
La frase, publicada en sus escritos y replicada habitualmente por el psiquiatra Viktor Frank en sus obras, habla de la necesidad de tener un objetivo o meta que dé sentido a toda la existencia. Siempre que hayamos encontrado ese objetivo final, tendremos la fuerza y la energía para resistir los momentos difíciles que se van a presentar en el camino.
En este sentido, muchas veces los límites nos los ponemos nosotros mismos. Nuestra mente suele fijarse mucho en el proceso, por lo que es fundamental intentar hacer las cosas sencillas siempre y no pensar en las dificultades, ya que nos van a alejar de conseguir el objetivo.
Un ejemplo práctico de la frase de Nietzsche
Un ejemplo práctico sería un deportista de alto nivel que se fija como objetivo ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Según la filosofía de Nietzsche, debe enfocarse en el fin y así encontrar la manera de superar las dificultades (lesiones, entrenamientos agotadores, presión...). De esta manera, el deseo de conseguir el metal le va a ayudar a encontrar los cómos (recuperaciones, técnicas) para lograrlo.
RELATO BREVE DE ENRICO DIAZ BERNUY. " FÁTIMA" 2025 // edición revisada //
Ningún legado es tan rico como la honestidad...
William Shakespeare
FÁTIMA
Luego se le vinieron muchos nombres a la
cabeza: amigos entrañables, amigas queridas, enamoradas, amantes. Y aunque
parezca increíble, todos seguían viviendo a pocos minutos de donde él habitaba.
Vivían en la era de la productividad: estudiaban, se cualificaban, trabajaban
duro —otros, no tanto—, pero todos, de algún modo, se las ingeniaban para
permanecer ocupados, y, por supuesto, en perpetua exhibición o extinción. Como si la vida misma fuera un anfiteatro
donde, por si acaso, uno debía sonreír; y si era con ironía, mejor.
Eso era lo que quedaba cuando él echaba de
menos a alguien: las sonrisas falsas o irónicas, las miradas de aprecio, los
gestos de una cercanía que ya no existía. No importaba cuánto los recordara:
jamás ocurría el reencuentro, jamás los veía, y eso era un mensaje, una fuerza
silenciosa, sutil pero latente como un corazón a punto de apagarse. Era como si
el universo le dijera: tu historia con esa persona ha caducado. Que alguien
viviera o trabajara tan cerca y jamás se cruzaran los caminos tenía algo de
místico, de ilusión que a veces retornaba con la esperanza de un encuentro
casual, de esos que solo ocurren en las películas —o una o dos veces en la
vida.
No podía negar que a él también le había
ocurrido: un encuentro así, breve, nostálgico, interesante y, sin embargo, tan
pasajero como la propia vida.
Pero la vida avanzaba, y él iba dejando cada vez a más personas atrás.
Y, sin embargo, seguía recordándolas. Era un dilema existencial: desear ver a
alguien a quien no se atrevía a buscar, pero que seguía habitando en su
memoria. Lo mismo sucedía con las mujeres que había amado: ¿qué no daría por un
encuentro que empezara con un abrazo y terminara con un café?
Esa sensación alcanzaba un punto límite
cuando deseaba tanto algo que bastaba una simple conversación —un intercambio
sincero, un espacio donde las palabras pudieran descansar y no desarmar a
nadie. Pero a veces esa persona ya no existía en su vida. Y quién existía o no,
solo él lo sabía; mientras los demás especulaban, nadie conocía la verdad
íntima de él.
Con el paso del tiempo —y su fuerza
aplastante—, también se desvanecía ese deseo, ese apego casi instintivo de
conversar con alguien querido. Cada uno de esos rostros terminaba
disolviéndose, como figuras esculpidas sobre la arena húmeda que el mar, tarde
o temprano, reclama. En esas danzas marinas, tan tiernas y a la vez
implacables, todo se disolvía. Eso era el tiempo: una corriente que lo
arrastraba como a una pluma sobre la marea.
Y mientras esas imágenes se desvanecían,
en él sobrevivía una sola. No necesariamente porque hubiera sido la mejor, ni
la peor, ni la más amada. Quizás fue distinta. A veces el amor no se medía por
intensidad ni duración, ni un amor era más que otro, sino por su naturaleza
única, por esa entrega que lo separaba del resto de sus experiencias.
Fue un amor en el que, más allá de los
cuerpos, más allá de sentir las heridas de ella, pasando esas profundidades, era sentir el alma de ella frente a sí. Nunca
se lo dijo, porque decirlo hubiera sonado impostado, y tampoco él no lo tenía
claro.
Además lo habría dejado como un palabreador. Hablar de almas en el medio de los cuerpos o los sentimientos era un terreno muy denso, y sobre todo, poco creíble. Así que el atajo a esta experiencia era callar, optar por el silencio era lo más sano para ambas partes, un silencio que él tuvo que decidir.
Pero su voz interior, o su “sombra younguiana” lo perseguía con la idea de una última conversación, la que jamás
ocurriría. No porque no quisiera buscarla, sino porque sabía que las
casualidades verdaderas no se repetían. Entonces el sentimiento lo cubría,
calladamente.
Algunos lo superan; otros, en cambio, guardaban ese secreto como una herida dormida que los convertía, poco a poco, en seres incompletos, en almas que no lograron resolver algo.
Porque el amor que no se dice no muere: se
queda, como una sombra que acompaña en todos los espejos.
Y él pensaba, a veces, que si alguna vez volvieran a cruzarse, no hablarían:
bastaría el temblor en su mirada para que ella sonriera, y él permaneciera en
silencio por fuera, mientras todo en su interior quisiera entregarse a ella.
Pero su pensamiento era como el silencio,
ese mismo que lo había acompañado desde la cuna. Recordaba cuando su madre le
decía al esposo: “haz silencio, el bebé debe dormir…”. Desde entonces,
pensamiento y silencio comenzaron a entrelazarse, a volverse una misma sustancia,
algo abstracto que lo envolvía.
Con el tiempo, esa fusión tomó fuerza, especialmente cuando empezó a sentir la
absoluta entrega: una entrega que va más allá del amor, o que quizás sea su
forma más alta y depurada, esa que no ocurre muchas veces en la vida y la que a
veces te puede destruir.
El silencio se había convertido en su morada. No lo temía; lo aceptaba como quien se reconcilia con una antigua sombra. Ya no necesitaba imaginar reencuentros ni diálogos imposibles. Comprendió que toda conversación verdadera ocurre en otro plano, en esa región invisible donde el pensamiento se funde con el alma. Y las almas se imponen y los pensamientos quedan fuera.
Cada tarde, al regresar del trabajo, se sentaba en
la azotea como un ave que buscaba su verdadero hogar en otros cielos, pero no
era exactamente el cielo lo que observaba…
Era como si tratar de mirar lo más alto buscara, encontrar su verdadero origen, un lugar muy lejos de todo o de todos… pero terminaba observando cómo el sol se disolvía sobre los edificios y sentía que algo de él también se deshacía en esa luz. A veces creía percibir su presencia —la de ella— en los reflejos del vidrio, en el movimiento del viento, en el sonido que el silencio deja cuando se expande. No era locura ni nostalgia, era simplemente la conciencia de haber amado.
El amor, pensaba, no era una historia ni una
promesa, sino una energía que permanece suspendida, que no se apaga aunque
cambie de forma. Su silencio no era vacío, era una continuidad: la prueba de
que la entrega, cuando es absoluta, no necesita palabra alguna para sobrevivir.
Con el tiempo, dejó de buscar explicaciones. El
recuerdo de ella ya no dolía; era como una oración sin lenguaje, como un fuego
que no quema, pero que aún ilumina. Entonces entendió que el amor, cuando
trasciende, se parece al silencio: no pide nada, no exige respuesta, simplemente
existe.
Y así, mientras caía la
noche, pensó que quizás toda la vida no era más que un largo aprendizaje para
aprender a callar sin miedo, para dejar que el alma diga lo que la voz nunca
pudo pronunciar.
A veces caminaba sin rumbo por las calles que solían
compartir. Miraflores seguía igual: el ruido de los colectivos, las vitrinas con
maniquíes inmóviles, el olor a café recién molido en alguna esquina. Pero todo
había cambiado. Cada rostro, cada sombra, le recordaba la imposibilidad del
retorno.
Una noche, mientras cruzaba la avenida, creyó verla
al otro lado. La figura era parecida: el cabello, el abrigo, incluso el modo de
sostener la cartera. Su corazón dio un salto —un reflejo antiguo, animal,
imposible de dominar. Pero cuando la mujer volteó, no era ella. Y sin embargo,
en ese instante sintió que no importaba.
El mundo estaba
hecho de semejanzas y distancias. Comprendió que lo que uno ama no regresa,
porque el amor, una vez vivido, se queda atrapado en el tiempo donde fue real.
No hay reencuentros verdaderos, solo ecos. Pero de pronto esas mismas
semejanzas en donde las distancias era lo más marcado en el fondo se
encontraban interconectadas como si algo jamás nos alejara del otro…
Siguió caminando hasta llegar al malecón. El viento
le trajo olor a sal y a despedida. Se sentó en una banca y pensó que, de algún
modo, ella también debía estar en algún lugar, respirando la misma noche, sin
saber que en ese mismo momento alguien la recordaba con gratitud.
No sintió tristeza. Solo una calma extraña, como si
hubiera cerrado un ciclo sin decir palabra. A veces, pensó, el amor más honesto
es aquel que se disuelve sin ruido, como la espuma del mar al tocar la arena:
fugaz, y sobre todo lleno de paz.
Y mientras el cielo se
llenaba de luces llenas de historias, pero lejanas, entendió que el silencio no era ausencia ni algo abstracto; era un modo
que tiene el universo de decirte gracias.
El silencio, que antes le pesaba como una lápida,
empezó a transformarse en un espacio fértil. Descubrió que la ausencia no
siempre significa pérdida, sino maduración. Aquello que no se dijo, lo que se
calló por temor o respeto, había seguido creciendo dentro de él, hasta volverse
comprensión.
Una mañana despertó con una sensación distinta. No pensó en ella como antes, con dolor o deseo, sino con una ternura serena, llena de paz…
Comprendió que amarla había sido una manera de conocerse, de mirar su propio abismo y reconocer que también en él habitaba una forma de belleza. Ese día decidió escribir. No una carta ni una confesión, sino una página en blanco donde su pensamiento pudiera respirar. Las palabras fluían como si siempre hubieran estado ahí, esperándolo. No eran para ella, sino para el mundo, para esa parte de sí mismo que aún necesitaba ser escuchada. O para esas almas que sienten lo mismo pero que no tienen las palabras.
El amor que había callado se volvió voz, pero una voz silenciosa, limpia de nostalgia. Comprendió que el alma no se une para poseer, sino para iluminarse mutuamente, aunque sea por un instante que a veces eso se sienta como una eternidad…
Enrico Diaz Bernuy.
viernes, 3 de octubre de 2025
lunes, 29 de septiembre de 2025
Poesía: El arte más puro... Enrico Díaz Bernuy
La restructuración de un poema es como la vida misma, lleno de luchas...
Enrico Díaz Bernuy
jueves, 25 de septiembre de 2025
sábado, 20 de septiembre de 2025
Comentario a la película: Infinito
Infinito cuenta la historia de Evan McCauley, un hombre atormentado por recuerdos y habilidades que nunca aprendió, (casi como un autodidacta) visiones de lugares donde jamás estuvo y la sensación de cargar con vidas que no son suyas. Creyendo que padece esquizofrenia, descubre que en realidad pertenece a un grupo secreto llamado los Infinitos, personas que renacen una y otra vez recordando
—en mayor o menor medida— sus existencias pasadas. Dentro de este círculo milenario se enfrentan dos facciones: los Creyentes, que protegen la humanidad aceptando el ciclo de la reencarnación, y los Nihilistas, liderados por Bathurst, que desean acabar con ese ciclo eterno de renacimientos y están dispuestos a borrar la existencia usando un artefacto devastador conocido como el Huevo. Evan se convierte en la pieza clave de esta guerra, pues en sus memorias ocultas guarda la localización del dispositivo.
En medio de esta
misión surge un vínculo esencial con Nora
Brightman, miembro de los Creyentes. La película no desarrolla un
romance convencional, pero sí plantea una relación que trasciende el tiempo y
la carne: Nora mira en Evan no solo al hombre confundido que tiene delante,
sino al compañero de otras vidas, al aliado y quizá amante que una y otra vez
ha encontrado en distintas encarnaciones. No necesitan palabras grandilocuentes
ni escenas apasionadas; basta la manera en que ella lo guía, la firmeza de su
confianza y la ternura contenida en sus gestos para revelar que entre ambos late
algo más profundo que la amistad. Evan, aun incrédulo, siente esa atracción
magnética, esa familiaridad inexplicable que lo desarma y lo sostiene al mismo
tiempo. Ella lo silencia de alguna forma y lo hace sentir completo.
Así, el romance se
presenta como un amor antiguo, (o almas gemelas) donde la reencarnación toma un papel implícito,
que se insinúa en miradas, en la cercanía de los cuerpos durante el peligro, en
silencios que dicen más que un beso interrumpido por la urgencia de salvar al
mundo. Mientras Evan lucha por desbloquear sus memorias y aceptar quién es
realmente, también descubre que Nora es su ancla emocional, el eco de un amor
que ni la muerte ni las reencarnaciones han podido extinguir. En el trasfondo
de la batalla entre quienes quieren perpetuar la vida y quienes anhelan
destruirla, la relación entre ellos se convierte en el recordatorio de lo que vale
la pena defender: no solo la existencia, sino la posibilidad de reencontrarse
una y otra vez con aquel ser que da sentido a cada nueva vida, como algo que deben concretar como si tuvieran una predestinación...
viernes, 19 de septiembre de 2025
jueves, 18 de septiembre de 2025
miércoles, 17 de septiembre de 2025
Para mi futuro libro titulado: ALUMBRAMIENTOS FICCIONADOS e ILUMINACIONES... ( poesía ) Autor: ENRICO DIAZ BERNUY
Cuatro canciones para Daniela
(Poesía)
Luna Roja
I
Tu pasado fue un caracol encendido en capacidad a tu sabiduría.
En contra de todos los destinos hubo un árbol que abrazamos.
Y sin que lo sepas había
una parte tuya que nacía de nuevo.
Sembrando en aquellas mismas espirales.
De ese caracol que
albergaban tus pasados sobre mí.
El ramaje hacía retumbos,
tu sonreías y mirándome, me silenciabas;
Así coincidimos en el
mismo latido y fe.
Ese mismo árbol que nos
acompañó como tres almas.
Tus ojitos pequeños pero
ardientes hicieron sentirme lleno y completo.
En las formas que
germinaban sobre mí.
Desiertos de café usado y nácar
servían así para enfocarme.
Para atender mejor a tus aromas
en tus poros sobre mis besos.
y las licencias.
Así navegué con la humedad
de un sueño delirante, dimensional.
En donde el desierto se
volvió mar, y yo anclé con la tensión de tus cabellos
Para dibujarte mejor con
estas manos que pintaron tus sombras.
Así hallé tu hondura que
me embriagó, dibujándote hallé tu luz y así.
Un camino se deslizó para
encenderlo todo.
Volcánico me involucró en
otras majestuosidades.
Con mi rudeza y una ternura al mismo tiempo.
Como un pétalo que buceó.
En los confines que recién
dábamos paso…
II
Los colores más parecidos
a ese café.
En donde inició nuestro
segundo comienzo.
Entre los dibujos de tus
pasos.
Sobre todo se alzó una
magia sin nombre.
Mi nombre encriptado en tu
apellido.
Como una llama unida y
similar a la luna roja.
Como su reflejo sobre un
océano de canela que posa.
Como la que alberga todas
las partes de tu piel.
Mi apellido encriptado en
tu destino.
Contigo sentí muchas ganas
a seguir escribiendo.
Sobre el libro sagrado que
tanto amo. Me sentí con luz, lleno, completo.
Contigo fui otra clase de
humano con la sangre de Nuestra sangre…
Eso era completitud.
Tu sabiduría era una
luna roja sobre canela.
En las tensiones de mis desiertos.
Tú no eras de tu edad y yo
contigo ya no me sentía en este cuerpo.
Porque en mi sangre corres
tú y eres el desafío.
III
Al final declinaste, la
falta de reciprocidad se reveló sin disfraces ni máscaras,
mi remplazo inmediato
reveló que toda mi historia era una fantasía llena
de mis propios vacíos…
Una ficción en la que el único culpable era yo.
Tejiendo e hilvanando una urdimbre con palabras,
pedrería fina para esculpir tus silencios,
con mis besos y mis sueños
Que por
mi fortuna no llegué a decirte algunas cosas.
Palabras que quedaron en la sombra recogida
de una promesa jamás dicha, y mis teorías.
Salvándome del eco de aquel abismo de mis fantasías…
La luna roja quedó zurcida sobre
la sangre de mi sangre.
IV
Mi reemplazo inmediato fue para mí, como un incendio sobre una mesa vacía.
Una llamada sin contestar.
Evidencia brutal de un vidrio empañado,
de ese espejismo, de esa paradoja, y de ese silencio.
Un puñal que empuñaba la
raíz del más hondo hielo.
Mis sueños en naufragio a
urdimbre de sombras…
Dejó una parte de la luna
roja, en mí, en una línea roja sobre mi brazo.
Una marca secreta de una
historia.
Fui culto al ocultarte
palabras que hoy hubieran sido eco de un abismo.
Yo, único culpable,
tejiendo e hilvanando con la ceguera de un dios caído
una urdimbre hecha de letras,
de tu piel convertida en palabras,
de mis besos que nunca fueron más que humo,
de mis sueños que encallaron como náufragos sin costa.
Palabras que quedaron en la sombra,
extendida de una promesa jamás dicha.
Un oxímoron en el centro de mi pecho.
Como una tesis a lo
sentimental,
pero que hoy termina en
una despedida.
En el mismo lugar donde la
luna roja iluminó,
y me dejó con las
espirales de aquel mismo caracol.
Enrico Diaz Bernuy
lunes, 1 de septiembre de 2025
Artículo de 30 DE AGOSTO | por Enrico Diaz Bernuy |
En tiempos modernos, donde la rapidez, la comodidad y la globalización han impuesto un estilo de vida marcado por lo efímero y lo superficial, resulta difícil comprender prácticas ascéticas que en otros siglos fueron símbolos de avance espiritual.
La figura de santos y mártires, como
Santa Rosa de Lima, suele ser hoy mirada con sospecha: se les acusa de
masoquismo o se les reduce a diagnósticos psiquiátricos y con cierto toque
humorístico y peyorativo… Sin embargo, esta lectura simplista ignora un trasfondo
esencial.
El dominio espiritual, en muchas tradiciones, no se alcanza únicamente a través de la reflexión mental o la bondad abstracta, sino también mediante una disciplina rigurosa que involucra cuerpo, mente y espíritu.
El sacrificio físico, lejos de ser un castigo irracional, era
concebido como un medio para trascender las limitaciones materiales y entrenar
la voluntad. En ese sentido, las tradiciones védicas poseen desde tiempos
inmemoriales diversas disciplinas donde el espiritualista o el buscador de la
verdad renuncia a la comodidad, la resistencia al dolor y la austeridad radical
constituían peldaños hacia una libertad interior que pocos podían alcanzar, y
por ende, pocos pueden entender.
Santa Rosa de Lima representa justamente esa
radicalidad: transformar el sufrimiento en un acto de evolución en un puente hacia lo
divino. Su vida no puede comprenderse bajo parámetros contemporáneos que
absolutizan el bienestar inmediato y rechazan cualquier noción de sacrificio.
El espíritu humano, en ciertos casos, demanda
caminos arduos y extremos para desplegarse en toda su potencia (evolucionar, la
única trascendencia) sin que se ofendan los ególatras o los autocomplacientes…
No todos estamos llamados a recorrer esas sendas.
Cada persona tiene su propio trayecto hacia la luz o la plenitud. Pero
descalificar a quienes, en su tiempo y bajo su fe, asumieron la vía del
sacrificio como un acto de amor y trascendencia, sería no solo un error
histórico, sino también una falta de respeto hacia formas de espiritualidad que
revelan la grandeza y la complejidad del alma humana.
Al principio es lamentable como algunos
intelectuales con micrófono en mano y programa propio en tv pueden posee tanta
seguridad para no solo descalificar a personas espirituales que han entregado
su vida a la meditación y la única trascendencia del ser, pero cuando ves con
detenimiento como el sentido bufonesco de la sociedad actual y muchas veces con
su irrefrenable miedo a que ellos sean percibidos como unos estúpidos con esa
clase de comentarios es precisamente en cómo ellos se revelan en sí, con una
ignorancia desbordante.
En última instancia, los santos y mártires no son
enfermos a los que haya que patologizar, sino testigos de que el espíritu
humano, en su diversidad, es capaz de llevar el dominio de sí mismo hasta
límites que nuestra sociedad de gratificaciones inmediatas apenas puede
concebir.
Y aun cuando uno no forme
parte de la Iglesia católica ni comparta todos sus postulados, ello no debería
impedir reconocer la vida y la obra de personas vinculadas con la santidad o en
camino hacia ella. Porque más allá de credos o instituciones, lo que permanece
es el testimonio humano de quienes, con valentía y entrega, hicieron de su
existencia un símbolo de meditación o de
búsqueda de lo eterno, o búsqueda de su
reconexión espiritual, o búsqueda de su
libertad, ( la auténtica ) y muchas
veces, para estos estados anagógicos de
conciencia no solo debes estar en paz, sino, te
debes a una transformación que es difícil categorizarla en palabras…
Enrico Diaz Bernuy
martes, 26 de agosto de 2025
Enrico Diaz Bernuy | La vigilia ------------
Me hallaba en un lugar donde el suelo era de tierra y las paredes de roca. Aunque todo parecía indicar que estaba en una caverna, tenía la certeza absoluta de que no lo era. El aire impregnado de humedad, el silencio quebrado apenas por una brisa invisible, generaban una atmósfera tétrica. No podía quedarme quieto: sentía la necesidad de huir de aquel sitio, pero mis pasos eran tan indecisos como constantes, buscando una salida en ese túnel sombrío, donde la luz ambarina —como si proviniera de antorchas ocultas— esparcía un resplandor sepulcral, y sobre todo cargado de soledad.
Finalmente, mis pasos me condujeron a una abertura. Apenas divisé el enorme orificio de la salida, respiré un aire más fresco. Descubrí entonces que emergía del interior de una pirámide terrosa, sin duda una construcción ancestral. Me encontraba a mitad de la estructura, en una especie de escalinata con una plataforma lateral para caminar. Avancé con mayor seguridad, como si me hubiera librado de aquel encierro cuyo origen desconocía, pues no recordaba cómo había llegado hasta allí.
Unos metros más adelante vi otro orificio (como una entrada). De él salió corriendo un muchacho de unos diecinueve años, vestido con uniforme escolar. Su rostro indígena estaba desfigurado por el llanto, y sus ojos, al cruzarse con los míos, revelaban el espanto de quien acaba de atravesar una pesadilla insoportable. Sin detenerse, huyó hacia el exterior. Segundos después apareció una muchacha algo menor que él, también llorando; pero su rostro, además de bañado en lágrimas, mostraba las huellas de haber pasado una brutal paliza. Llevaba el cabello largo y lacio, despeinado, y al verme giró la cabeza con un gesto rápido antes de correr tras el joven.
Me acerqué al lugar de donde habían salido: una caverna en el interior de la pirámide. Entré movido por la curiosidad y encontré un espacio inhabitable: leña amontonada, excrementos dispersos, un hedor nauseabundo y una atmósfera de encierro que más parecía sala de tormentos que refugio. Me retiré de inmediato, aunque unos metros más adelante descubrí otro pasadizo que descendía hacia un nivel inferior. La curiosidad me venció y lo seguí, adentrándome como si una parte de mi deseara buscar al corazón de la pirámide.
Ese túnel me condujo a un corredor que desembocaba en otra caverna. Allí, a la distancia, comenzaron a llegarme sonidos infantiles: risas, murmullos, voces de niños jugando o conversando El contraste con la atmósfera macabra del lugar me estremeció, pero la intriga me obligó a avanzar. Al llegar, descubrí un grupo de pequeños, de entre nueve y doce años, que conversaban y jugaban sin reparar en mi presencia.
Una voz interna me advirtió que no los interrumpiera. Permanecí inmóvil, aunque la urgencia de escapar aumentaba en mi interior.
Cuando por fin me disponía a alcanzar otra salida que había divisado, los niños se percataron de mí. Me rodearon y comenzaron a hablar en una lengua desconocida, sus miradas oscuras transmitiendo hostilidad. Uno de ellos se abalanzó y me sujetó la mano con fuerza inusitada, mientras pronunciaba palabras incomprensibles pero cargadas de agresividad. Entonces lo comprendí: aquello no eran simples niños…
Sus fuerzas eran desproporcionadas a sus cuerpos; pronto se lanzaron contra mí, golpeándome y sujetándome con violencia. En medio de la confusión, noté cómo uno de ellos estiraba su brazo con una elasticidad antinatural, revelando lo monstruoso bajo el disfraz infantil. Un escalofrío me recorrió, y en ese instante me convencí de que estaba atrapado en un sueño.
La lucha se volvió frenética. Usé toda mi fuerza contra ellos, golpeándolos con la brutalidad con que se enfrenta a adultos, sin piedad, pues su aspecto era solo una máscara para ocultar lo inhumano. La certeza de estar soñando me dio la frialdad necesaria para aplastar cráneos y destrozar cuerpos que, a pesar de su apariencia infantil, eran engendros monstruosos.
Finalmente logré zafarme y salir de aquel lugar. Mis pasos eran pesados, exhaustos, como si cada huida me costara la vida entera. Al recobrar el aire, me asaltó una duda abismal: ¿había sido todo aquello un sueño o, acaso, este estado de vigilia en el que me encontraba no era sino otro sueño dentro del sueño?